Eduardo Bieger Vera - Apenas lo que somos

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Apenas lo que somos es más que un gran conjunto de relatos. Constituye un paseo por el laberinto de los espejos, que se multiplican como en un caleidoscopio para proyectar reflejos de variadas formas y colores en una metáfora acerca de la complejidad de la condición humana. Estas imágenes provocarán en el lector momentos de diversión, tristeza, silencios cargados de empatía, y a buen seguro una reflexión sobre lo que somos y aquello en lo que podemos convertirnos.
Son relatos que escarban en los cimientos más esenciales del alma humana, que escudriñan los escondrijos más oscuros del ser humano, pero de un ser que también sabe reírse de sí mismo, una forma de sabiduría que solo alcanza el buen escritor y el buen observador de la naturaleza humana.

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Instantes antes de ser ejecutado, a la mente de Saturnino acudió el recuerdo de aquella tarde en la que se bañaron desnudos en la poza del río para después secar sus cuerpos bajo el sol, tras lo cual él la perfumó frotando su espalda con tomillo y flores de lavanda. Pero había llegado su hora: Saturnino había mantenido relaciones con una cabra menor de edad.

Diagnóstico final

Lucía ojeó sin interés una revista de decoración y la volvió a dejar en la mesita baja de la sala de espera, en perfecta simetría con las demás, asegurándose de no descolocar el montoncito que formaban. De nuevo observó la pintura abstracta que se expresaba desde la pared de enfrente y una vez más trató, no ya de entenderla, sino de averiguar qué era aquello que debería de comprender. La silueta del doctor San Pietro se perfiló tras el cristal biselado de la puerta antes de que él la abriera y le invitara a acompañarlo a su despacho.

–Buenas tardes. ¿Qué tal se encuentra hoy?

–Bien –contestó ella, poniéndose de pie con una rapidez innecesaria. Mientras atravesaban el distribuidor del piso que hacía las veces de consulta, el doctor San Pietro carraspeó como si de un ensayo de sonido previo al comienzo de la terapia se tratara.

–Siéntese, por favor. ¿Un vaso de agua?

–No, muchas gracias –contestó Lucía, sin poder evitar fijarse de nuevo en aquellas manos con la manicura impecable.

–Bien, como usted ya sabe, la semana que viene completaremos dos años de tratamiento y creo que, tal y como le he ido anunciando, debemos comenzar a pensar en ir disminuyendo de forma gradual las sesiones, en espaciar su periodicidad… –dijo el doctor con la corrección y la prudencia que le caracterizaban.

–Pero sigo sin encontrarme bien del todo, bueno, salvo cuando estoy aquí, con usted…

–No entienda mi sugerencia como una ruptura; no lo es.

–Discúlpeme, pero es, cuanto menos, el aviso de una futura ruptura...

–En absoluto; usted no abandonaría su tratamiento, no se trata de eso.

–¿Entonces que es lo que sugiere? Porque no lo entiendo. Le ruego que me diga las cosas claras, es lo único que pido. Gracias a usted he aprendido a identificar aquellas situaciones que me perjudican, a pensar antes de actuar y a intentar no controlarlo todo.

–No olvide que es usted quien ha desarrollado esas habilidades…

–Es cierto, aunque sin su ayuda nunca lo hubiera logrado. Incluso he conseguido más o menos manejar los estados de incertidumbre emocional, pero con este tema no me veo capaz.

–Verá. Simplemente considero que resultaría contrario al código deontológico y a mi ética personal continuar con el proceso terapéutico cuando, si bien su personalidad presenta rasgos obsesivoides, después de todo este tiempo no podría diagnosticarle ninguna psicopatología o trastorno mental a partir del cual seguir trabajando en su caso.

–No es lo mismo no tener un diagnóstico claro que no tener problemas. Mi malestar cotidiano es un claro síntoma de que algo me pasa… Fuera de esta habitación me encuentro mal, doctor.

–Seré sincero con usted. Sé lo que le ocurre; la cuestión es que mi… dictamen, por llamarlo de alguna manera, no se ajusta a ninguno de los tipos que figuran ni en el DSM ni en el CIE.

–Disculpe mi ignorancia, pero en estos momentos no sé de qué me está hablando.

–Discúlpeme usted a mí. Trataré de explicarme con mayor claridad. A día de hoy no sabría emitir una opinión que encajara, aunque fuera lejanamente, en ninguna de las psicopatologías que aparecen en los sistemas clasificatorios que empleamos comúnmente en psiquiatría.

–Perdón, pero sigo sin entenderle.

–Lucía –era la primera vez que el doctor pronunciaba su nombre desde que lo verbalizara el primer día que acudió a la consulta, cuando rellenó su ficha. Como entonces, sonó bonito en su voz y ella no pudo evitar sonrojarse al escucharlo, concentrando la mirada en el portaplumas dorado que había sobre la mesa del escritorio–, en usted observo una sintomatología, un malestar cotidiano evidente, como ha expresado hace un momento, pero no puedo afirmar la existencia de un trastorno de ansiedad, ni de control de los impulsos, ni del comportamiento y de las emociones, que haya comenzado de forma habitual en la infancia o en la adolescencia. Tampoco detecto ni siquiera un estado depresivo latente, por leve que sea, y menos aún trastornos de la personalidad especialmente relevantes.

–Entonces, ¿qué es lo que me ocurre?

–Tengo una teoría; bueno, es más bien un sentir al respecto, porque me temo que excede del ámbito estrictamente profesional.

–Por favor, compártalo conmigo, me ayudaría muchísimo.

–Bien, creo que ha llegado el momento de profundizar en nuestra relación.

–¿Qué quiere que hagamos?

–Revisando las notas obtenidas de todas las sesiones celebradas hasta la fecha, he llegado a una conclusión: lo que creo que le ocurre es que, en sus diferentes ámbitos relacionales, el familiar, el laboral, el social… está rodeada de estúpidos… A mí también me pasa. A ninguno de los dos nos gusta estar con gente. Yo también me siento así, salvo…

–¿Salvo cuándo?

–Salvo cuando estoy a su lado.

–A mí me pasa exactamente lo mismo… –contestó Lucía, volviendo a refugiar su rubor en el portaplumas, en esta ocasión concretamente en su base de metacrilato–. Y en estos casos, ¿qué es lo que debe hacerse?

–Nunca me había ocurrido esto antes; también es algo nuevo para mí, por lo que comenzaré por invitarla a cenar esta misma noche. ¿Le gusta la comida hindú?

–No lo sé, nunca la he probado.

–Pues hoy es el día indicado para hacer algo distinto. ¿Ha oído alguna vez hablar de transferencias y contratransferencias entre paciente y terapeuta?

–¿No me irá a cobrar por ir a cenar juntos? Además, usted siempre me pide que pague en efectivo...

–No mujer, claro que no; esta noche todo corre por mi cuenta y, por favor, tuteémonos.

La habitación de Narciso

Cuando nació era un bebé de una hermosura extraordinaria, distinto de los demás. No lucía el típico color amoratado causado por el esfuerzo de atravesar el canal del parto, ni estaba cubierto de esa sustancia grasienta y blanquecina con la que la naturaleza protege a los nasciturus mientras permanecen en el claustro materno. Ni siquiera estaba manchado de sangre, ni llevaba adheridos restos placentarios, como ocurre normalmente. Su piel estaba limpia, tersa y de un rosado resplandeciente. También la boca, la nariz, las orejas, eran de unas proporciones perfectas, al igual que unos impresionantes ojos almendrados de una tonalidad azul verdosa difícil de definir. A esto hay que añadir lo ordenado de sus cabellos, con una perfecta raya a un lado y un impecable peinado pompadour, impropio de un recién nacido. Tanto la matrona como el ginecólogo, así como el resto del equipo médico, quedaron prendados de él nada más verlo. Su primer llanto no se produjo tras la nalgada de rigor, sino cuando una de las enfermeras lo cogió en brazos y lo aproximó a su boca estirando los labios para besarlo en la frente, gesto de bienvenida que fue truncado por un violento manotazo en el ojo de la sanitaria, seguido de una explosión de ira, sucesión de reacciones que la llevó a depositarlo sin dilación sobre el pecho de la madre con el fin de tranquilizarlo. Dada su extraordinaria belleza, así como el hecho de haber nacido un veintinueve de octubre, día de san Narciso, decidieron ponerle el nombre del santoral.

En la cuna mostraba una obsesiva curiosidad por el descubrimiento de sus extremidades, hasta el punto de no responder a la llamada de sonajeros, peluches y una amplia colección de artefactos saturados de luces multicolores que emitían todo tipo de sonidos y estridencias sin captar ni un ápice de su atención. La visita al pediatra no se hizo esperar. Se descartó la existencia de anomalías de carácter auditivo y, después de la pertinente evaluación psicológica perinatal, de cualquier trastorno del espectro autista.

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