Eduardo Bieger Vera - Apenas lo que somos

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Apenas lo que somos es más que un gran conjunto de relatos. Constituye un paseo por el laberinto de los espejos, que se multiplican como en un caleidoscopio para proyectar reflejos de variadas formas y colores en una metáfora acerca de la complejidad de la condición humana. Estas imágenes provocarán en el lector momentos de diversión, tristeza, silencios cargados de empatía, y a buen seguro una reflexión sobre lo que somos y aquello en lo que podemos convertirnos.
Son relatos que escarban en los cimientos más esenciales del alma humana, que escudriñan los escondrijos más oscuros del ser humano, pero de un ser que también sabe reírse de sí mismo, una forma de sabiduría que solo alcanza el buen escritor y el buen observador de la naturaleza humana.

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1Primer paso del programa de doce pasos de Alcohólicos Anónimos: «Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol y que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables».

Almoneda

Aparcó el coche frente a la tienda de antigüedades. Mientras cruzaba de acera, los intermitentes parpadearon con el subsiguiente bloqueo automático de la cerradura. Empujó la puerta de acceso y se adentró en una estancia penumbrosa, atestada de muebles y objetos de todas las épocas, formas y tamaños. En la atmósfera dominaba un intenso aroma a madera noble y a betún de Judea. Bajo un aparente desorden se adivinaba la intención de colocar cada cosa en el sitio asignado, obedeciendo a razones que probablemente solo comprendiera su dueño.

–Buenas tardes… de nuevo –escuchó primero la voz del anticuario, para seguidamente verle aparecer entre las sombras de su pequeño despacho ubicado al fondo del local. Era un hombre alto, ligeramente encorvado, de mirada limpia y gesto amable.

–Buenas tardes, don Desiderio, ¿cómo está?

–Estamos, que no es poca cosa. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

–La tengo en el coche.

–No ha debido precipitarse. En ningún momento usted y yo dimos el acuerdo por concluido…

–Lo sé.

–…y permítame que le diga que no me parece correcta su forma de proceder. Estamos tratando con un material especialmente sensible.

–Tiene usted toda la razón. No era mi intención incomodarlo. La cuestión es que salgo de viaje mañana a primera hora y estaré fuera de la ciudad durante semanas, tal vez meses. Hemos conversado largamente del plan, le he hablado de usted y no ha dudado en aceptar la propuesta. Ese es el motivo por el que la he traído esta tarde.

–Le reitero lo que le comenté en nuestro último encuentro; no sé si podré hacerme cargo. Las antigüedades son mi pasión, es cierto, pero nunca he tenido ninguna tan especial como esta. No será fácil prestarle la atención y darle los cuidados que precisa.

–Por eso no se preocupe; a pesar de los años se conserva muy bien y es muy colaboradora.

–No sé, no sé, comprenda mis dudas…

–Está esperando en el coche; ella está muy ilusionada, pero es a usted a quien le corresponde decidir en última instancia.

–Bueno, confiemos en el destino; la verdad es que he de decir que cuando la conocí me ganó su dulzura.

–Qué me va usted a decir que yo no sepa.

Abandonaron la tienda y atravesaron la calzada hasta llegar al automóvil. Los intermitentes volvieron a parpadear, en esta ocasión emitiendo una especie de ladrido electrónico en inmediata obediencia a la pulsación del mando a distancia.

–Mamá. Traemos buenas noticias. Don Desiderio está de acuerdo.

La ayudaron a salir del vehículo asiéndola cada uno de un brazo para después llevarla con cuidado hasta la entrada de la tienda.

–Bueno, aquí se la dejo.

–Conmigo va a estar usted muy bien –dijo cariñosamente don Desiderio–. En este lugar todo guarda su propia historia. Estoy deseando que me cuente usted la suya.

–Me llamo María Luisa, pero me gusta que me llamen Luisa –dijo la anciana.

–No se preocupe por nada, Luisa, yo la cuidaré.

Feliz año nuevo

Nunca he creído en las casualidades.

No fue un hecho fortuito encontrarnos el día de fin de año en aquel local de jazz con aroma a vainilla: fue el destino. Tras mirarnos, nos presentamos y, en un alarde de grandiosidad, decidimos despedir juntos el año, a pesar de que era este quien nos abandonaba a nosotros para siempre. Apuramos nuestras copas y decidimos marchamos de allí, escapar del alboroto de la fiesta en busca de la ansiada intimidad. El frío nos sorprendió al salir a la calle.

El firmamento era negro.

Caminamos abrazados para mantener el equilibrio dejando las marcas de nuestras pisadas sobre la nieve, que caía incesante y espesa dominando el paisaje con su sigilosa omnipresencia. Llegamos a mi casa. Tras cruzar la verja, atravesamos el jardín por el camino empedrado que guiaba hacia la entrada. Abrí la puerta y ambos contemplamos la estancia en silencio, tomada por el resplandor aloque de las farolas que iluminaban la calzada. De camino al dormitorio, nos desnudamos con la torpeza propia del deseo apretando nuestros cuerpos entre besos y caricias.

Nos amamos.

Ella permaneció tumbada a mi lado hasta que comprobó la hora en el reloj que desgranaba su tic tac encima de la mesilla de noche. Desenlazó con brusquedad su mano de la mía y abandonó la cama de un salto. Cogió su ropa desperdigada por el suelo y se dirigió apresuradamente hacia el cuarto de baño. Entonces juré a gritos que nunca nos separaríamos y proclamé nuestra unión eterna. Fue en aquel momento cuando otra mujer, desde sus entrañas, soltó una carcajada malévola y estridente que me hizo estremecer.

Acudí en su ayuda.

La agarré del pelo y golpeé su cabeza contra el lavabo una y otra vez hasta que acabé con el monstruo que habitaba en su interior y que no paraba de chillar a través de su boca.

La salvé.

Desde entonces, todos los días de año nuevo, de madrugada, bajo al jardín y escarbo en el hielo hasta encontrarla. Nos miramos hasta que el reflejo de la luz del amanecer en la nieve hace que comiencen a llorarme los ojos.

Culpable

Casi un centenar de paisanos, entre hombres, mujeres y niños, vinieron a buscarlo a los cerros provistos de palos y azadones. Avanzaban lenta y aparentemente en silencio, dada la distancia. Aguzó la vista y junto a las siluetas de la multitud pudo distinguir algunas guadañas y una horca de heno.

Saturnino, pastor desde los seis años, permaneció sentado en el tocón que franqueaba la puerta de su cabaña. Las gotitas de agua que coronaban las briznas de hierba hacían resplandecer los prados en contraste con la lóbrega procesión de perfiles filiformes cada vez más próxima. Los recibió cabizbajo, resignado. No pidió clemencia ni apeló a la misericordia, sabedor de que en estos casos la aplicación de la ley del lugar era implacable. No ofreció resistencia, consciente de que su castigo era lo único que podía esperar por haber cometido un acto tan vil y monstruoso. Nada más llegar, sin mediar palabra, lo golpearon hasta dejarle inconsciente y, cuando despertó, fue sajado en vida para verle morir desangrado sin prestarle auxilio alguno. Luego cumplieron con el ritual de desfilar ante su cuerpo, desde el más joven hasta el más viejo, y escupir sobre lo que quedaba de él.

Varios días después, al pasar por la plaza del ayuntamiento, el olor a carne quemada permanecía en la atmósfera. Cumpliendo con la tradición, el cadáver de Saturnino había sido ahorcado e incinerado en una pira a los ojos del pueblo. Todavía podía leerse, escrito en la piedra con su propia sangre, un breve pero contundente epitafio: «Justicia».

Saturnino y Eloísa se enamoraron nada más verse. Una mañana fresca de verano, cuando ella descendía con paso alegre por la ladera del monte mientras él caminaba hacia el risco, se toparon en un recodo del camino. Tras el sobresalto inicial propio de un encuentro inesperado, sintieron una intensa atracción recíproca. Eloísa era muy joven. De cuerpo menudo y complexión robusta, tenía el pelo corto y rojizo. A Saturnino le sedujo su mirada, perdida y anhelante, conjugada con un halo de rebeldía que lo cautivó por completo. A Eloísa, a pesar de la notable diferencia de edad, la madurez serena de Saturnino, labrada a lo largo de los años vividos en compañía del cielo y las montañas, le transmitió la paz y el sosiego que solamente su voz y su presencia podían proporcionarle. La naturaleza no tardó en imponer su férrea voluntad y ambos se amaron con una pasión animal. En un mundo apartado del mundo compartieron albas y ocasos, sueños y despertares, hasta que los rumores se propagaron entre la gente del pueblo con la misma rapidez con la que las llamas se extienden por los zarzales.

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