—Ustedes han atravesado los océanos —siguió traduciendo la colombiana, subdividiendo las frases de acuerdo a un ritmo que marcaban sus caderas—, los continentes, porque tienen la vocación de ser útiles a sus pueblos, porque tienen la confianza de volver un día, con las herramientas que les permitan librarse del subdesarrollo, del yugo del imperialismo.
—Cha cha, cha, ta gueule.
—Por eso, nuestra vida aquí, será de disciplina, de estudio, de esfuerzo…
—Ah, didons, on commence à nous emmerder, et pas doucement.
Voy a vestirme, había dicho Octavia, pronunciando así esa misma sentencia desoladora de otros tiempos, por milésima vez, y por milésima vez habías sentido ese translatido de tu corazón, que no indicaba sino tu aflicción ante la vuelta inminente al estado habitual, tras ese paréntesis prodigioso y fortuito de su desnudez. Porque, ya una vez vestida, no te pertenecía, sus emociones no dependían de ti, sus palabras y sus gestos no reconocían tu reciente, efímero dominio; pertenecía otra vez a la ciudad y a lo contingente, a los lugares inimaginables hacia donde corría, y a otras personas, y a otras emociones irrenunciables.
La colombiana prefirió sintetizar:
—Compañeros, el camarada director ha dicho que las clases comenzarán mañana, a las ocho y media. Debemos levantarnos a las siete, para hacer nuestro aseo personal y salir a desayunar a la cantina. Ocuparemos la tarde en tareas y estudio personal, hasta las cinco. Comeremos entre seis y media y siete. El kolej cerrará sus puertas a las ocho y media. En estos días llegará un televisor. Los sábados habrá cine. Los domingos se organizarán partidos de fútbol y paseos a los alrededores. Dentro de poco se obtendrá que seamos invitados a conocer las fábricas cercanas. Otras noticias se comunicarán por la pizarra.
—Ca ne vous emmerde pas? On a bien gàché mon enfance déjà une fois. Je m’appele Ramadán. Et vous?
—Héctor.
—Vous n’êtes pas juif, j’éspère.
Entonces, voy a ver lo que vale cada cosa, voy a observar lo que se hace en la cocina, voy a sacar cuentas, y tú… No dejaba de sonreír, ya vestida, desasida, no sabías si de lo que estaba diciendo o si de oírse decir esas cosas mientras pensaba en la persona que la estaría esperando, o simplemente porque la disposición de sus músculos la disponía a sonreír. Imposible con ella salirse de una relación que no pareciera un juego, una provocación. Imposible no representar, aunque se estuviera diciendo la verdad. Desde la comisura de sus labios, hasta los bordes de los ojos, tiene marcadas esas dos líneas de la sonrisa. En su rostro no existe ninguna línea más. De tal manera que los músculos de su cara no tienen la posibilidad de encaminar las expresiones sino por esos cauces, que solo en la medida de su profundidad sugieren a veces, difícilmente, la preocupación, el temor, la tristeza. Cuando se trata de algún matiz, no puedes discernirlo en su sonrisa, hace tiempo que no sabes. Sería tan inútil como antes preguntárselo. Ya has perdido la aflicción por conocer sus móviles, por descomponer sus movimientos. Voy a llamarte, dice, con el abrigo puesto, con la cabeza y las mejillas ceñidas por el pañuelo de seda, con todas las huellas de la intimidad compartida contigo absolutamente borradas, y apenas oyes que ha cerrado la puerta, te sientas desnudo en esa cama revuelta donde hasta hace un momento tú y ella eran dos, donde tu memoria no sabe repoblar su espacio abandonado, donde nadie, fuera de ti, podría presumir que hubo dos, enciendes tu cigarrillo, es cierto, ya sin melancolía o, más bien, con una cierta melancolía fatigada, como si todo aquello que fue la prolongada y álgida obsesión de querer apropiártela, de aprisionarla, arrebatándosela a la ciudad, se hubiera transformado en una pura mitología, en la pura idealización de un deseo ya extraño. No, ese traspié de tu corazón es solo el reflejo amable de un antiguo sufrimiento, tu verdadera emoción ya está exhausta, ahora lo único que conviene es rehacer la cama, pensar en la comida, un bife, es lo más rápido, después caminarás hasta adquirir el cansancio suficiente para dormir a tiempo, para llegar a tiempo y sin demasiado pesar a tu oficina, las estufas de gas, el diario de la mañana que da cuenta de la realidad en la que no estuviste y, a medida que avance el día, la idea inconfrontable de que transcurre un día y de que él podría contener alguna señal destinada a ti.
8. No hay camellos en Beirut
—No hay camellos en Beirut, ni mi abuela vive en una tienda de cueros, ni yo te ofrecería mis hijas y mi mujer, según tu emputecida idea de la hospitalidad árabe, para que hicieras las porquerías que hay en tu cabeza, mezcla de indio y de judío —así dijo Ramadán, con una indignación puramente histriónica.
Alejándose del kolej por el camino de los ciruelos, iban pateando hacia uno y otro borde la misma bota descuartizada que todos pateaban y, como en cadencia con sus pasos, en los campos adyacentes, de entre las hierbas, se levantaban, una tras otra, las cabezas cubiertas con pañuelos de colores de incontables viejas. Solo por un instante fueron visibles los rostros de cada una —sucesivamente sus caras redondas y sanguíneas, sus labios farfullando algo que ellos jamás entenderían, sus ojos minúsculos como llamitas de alcohol. A medida que ellos pasaban, agachándose, las primeras viejas volvieron a levantar sus grandes grupas y a hundir las cabezas en los lugares impensables de donde escarbaban papas y betarragas, pero, más adelante —y les pareció que tan eternamente como siguieran caminando— otras viejas repetían los movimientos de sus predecesoras —asomar las cabezas de entre las hierbas, mover los labios, hundir las cabezas y levantar las grupas—, siguiendo un proceso que fijaba perennemente el presente.
—El Ministerio no responde —dijo Héctor.
—Yo he decidido hacer las cosas con un cierto método —contestó Ramadán—. Hago quince copias de la misma carta y cada día envío una. Hay una lógica burocrática que les obligará a responder.
—Me parece raro, Ramadán, que no haya camellos en Beirut y que tú ignores las costumbres hospitalarias de que habla la literatura árabe, pero lo que sí no entiendo, absolutamente, es este socialismo administrado por una burocracia al estilo del imperio otomano.
—Tu me faîtes fondre en larmes, mon cher. Soñabas con el socialismo europeo desde tu paraíso sudamericano. Te imaginabas, como yo mismo, alguna vez, porque mi padre todavía es comunista y cree en esos cuentos de hadas, tomados de las manos en esas rondas de todas las naciones y de todas las razas que en una época tanto le gustaba imprimir al partido y afichar en todas las aldeas del mundo.
—Posiblemente, en la ciudad las cosas sean distintas.
—Si tú quieres creer… Desde esta aldea, sin duda, cualquiera otra cosa parece posible.
—Según Smrticˇek, tendríamos que estar aquí un año antes de ir a Praga.
—Le salope. Escucha: yo soy un profesional, he venido en total por un año, para perfeccionarme como director de cine, y no a perder mi tiempo y mi virilidad, aprendiendo este idioma de bárbaros, entre estos aldeanos.
—Yo tampoco esperaba esto. También vine aquí a estudiar cine, y no se me ocurrió que se lo pudiera estudiar en otro idioma que los idiomas del cine que conozco. Pero, ¿a quién, concretamente, podríamos quejarnos? ¿A quién más escribir cartas?
Se habían puesto a caminar, asfixiados por un ataque de risa reprimida, en el espacio de un recreo, después de que Smrticˇek entrara repentinamente a la sala de clases para hacer una inspección y, motivado por alguna observación sobre el campo y la mañana, sobre el sol que luchaba con la niebla tras los ventanales, recordara una cancioncilla y comenzara a entonarla. De pronto, inspirado por su espíritu pedagógico, escribió vigorosamente las palabras en la pizarra y pidió que todos las cantaran:
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