Hernán Valdés - Zoom

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Publicada originalmente en 1971, en México, esta novela de Hernán Valdés tuvo una escasa repercusión en Chile, donde es la obra más silenciada de su literatura por circunstancias históricas y políticas, no por su calidad. Por esta tendría que estar entre sus altas cumbres. Por aquellas se adelantó a su tiempo y vio en un viaje a la Checoslovaquia de los sesenta el fin del proyecto comunista.
Novela de formación en la que dos personajes –uno el maestro, en el que se percibe el perfil de Teófilo Cid; el otro el discípulo, en el que se adivina al autor joven– se toman el escenario en un juego de correspondencias. A ellos se suman como otros personajes la memoria, la musa y la ciudad, ofrecidos al lector con el cuidadoso empleo del lenguaje, en el que se reconoce la huella del poeta de Apariciones y desapariciones.
Enrique Lihn, uno de los pocos que hizo una lectura crítica en 1972, y quien con ella estimuló post mortem al autor a reescribirla, señala: «La lectura de Zoom incita a una polémica con respecto de la cual la novela se desentiende. Pues ella cumple con una función a la vez inquietante y receptiva, desplegándose en un plano rigurosamente literario».
Un ejercicio refrescante de ensamblaje de distintos enfoques teóricos para abordar un problema tan longevo: la construcción de mejores arreglos sociales que combinen estabilidad, gobernabilidad y justicia social. Mediante una pluma precisa y llana, su autor hilvana un agudo examen del contexto político chileno y ofrece una propuesta para pensar sus desafíos.
Yanira Zúñiga, Universidad Austral de Chile
Guillermo Larraín pone en un completo, reflexivo y muy oportuno libro un conjunto de ideas muy importantes para entender el Chile de hoy y para pensar nuestro futuro conjunto. Presenta su visión como académico, hacedor de políticas, intelectual y ciudadano de un modo cercano, y con ello estimula conversaciones sobre nuestro contrato social.
Francisco Gallego, Pontificia Universidad Católica
Desde el 2019 han proliferado estudios que intentan explicar por qué Chile, uno de los países más prósperos de América Latina, entró en una severa crisis de legitimidad. Echando mano de la economía política y otras ciencias sociales, Larraín ofrece un novedoso aporte para entender los orígenes —y posibles salidas— a la encrucijada en que se encuentra el país.
Javier Couso, Universidad Diego Portales y Utrecht University.

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Mexicanos y ecuatorianos flirteaban en la plaza con dependientas y estudiantes, a veces los veía asaltados por un grupo de ellas que reía de sus bromas y se excitaba por sus relatos y proposiciones, y él no podía explicarse qué lenguaje empleaban para hacerse entender. Se sentía torpe, impotente y, además, sufría una especie de vergüenza por la imagen pintoresca que ofrecían sus compañeros. Solo los asiáticos se mantenían aparte; chinos y vietnamitas habían empezado a estudiar el idioma desde el primer día, nadie sabía con qué métodos, y únicamente un cambodiano, pequeño y de movimientos melifluos, se mezclaba con todo el mundo y abrazaba a hombres y mujeres por la cintura. Como él, los otros muchachos también entraban y salían, pero a toda carrera, excitados, pues en la puerta del kolej se había establecido un pequeño comercio con los muchachos de la aldea, en el que se vendían o trocaban toda clase de chucherías del mundo occidental. Los árabes regresaban a cada momento cargados de provisiones y se encerraban a comer, a bailar y a cantar en sus cuartos. En el baño, la colombiana cantaba pero si bailo con Pepe, con Pepe no siento ná, y él se levantaba o cerraba la ventana con impaciencia y, pensando que todavía podía suceder alguna cosa, volvía a bajar a la cervecería de la plaza.

En el mismo sitio, en su silla de paja, en uno de los portales de la plaza, a toda hora del día y desde el momento en que llegó, se encontraba con el viejo cuya única actividad consistía en fumar su larga pipa turca arqueada, con hornilla labrada, tapa de estaño y la cánula adornada con cintas y flecos colgantes. A través de sus párpados polvorientos, de las cejas aparronadas y del humo de las hojas de tilo que nunca cesaba de echar, advirtió que le hacía una seña con los ojos.

—¿Austriacos?

Gracias a su dedo punzándole el pecho y a su pequeño ademán envolvente, señalando a sus compañeros, consiguió entender. Negó con la cabeza.

—¿Alemanes?

Volvió a negar.

—¿Rusos? ¿Americanos?

—No, no —le gritó, confundido, e hizo un ademán circular, como para explicarle que eran de todo el mundo.

Apenas tuvo tiempo de eludir el torpe bastonazo. Sin embargo, mientras se alejaba, todavía sin explicársela, se sintió culpable de la indignación del anciano, que durante un largo rato aún tosió sofocadamente, sin poder levantarse ni seguir fumando.

Ni entonces, ni durante todo el tiempo que vivió en la aldea, en la cervecería sucedió algo que contuviera algún indicio correspondiente a la persistencia e intensidad de su búsqueda, cuya formulación exacta, por otra parte, se oscurecía cada día más. ¿Era qué? ¿Almas afines? ¿Un mundo idílico? En los primeros días conoció allí a un viejo obrero, sobreviviente de las brigadas internacionales de España, de campos de concentración franceses y alemanes y de procesos todavía recientes, motivados por el complejo delito de su sobrevivencia, que habían determinado su destierro a la aldea. Recordaba palabras en español y, sobre todo, las canciones de la guerra —a los dieciocho años las cantabas en coro en los bares de Santiago, sin entender siquiera sus alusiones, y luego por las calles, al amanecer, en grupos de festejantes ya sin destino, de pronto exaltados y nostálgicos de una acción revolucionaria que no coincidía con el despertar trivial de la ciudad y que, sin embargo, te hacían sentir estar viviendo momentos de rebeldía y generosidad—, pero después de hartarse con él de cerveza un par de noches, de abrazarse y de cantar otra vez, no hubo más que hacer juntos. Venían pocos de sus compañeros; excepcionalmente, ellos bebían una cerveza y partían a acostarse; nada les intranquilizaba en exceso, sus malhumores, sus inquietudes, su melancolía, eran pasajeros, ninguno parecía correr hacia algún suceso inminente que trastornaría sus vidas.

Se sentó con unos uruguayos que hablaban de mujeres y política. Tampoco ellos habían sido informados, antes de viajar, de que serían traídos a la aldea, y en Praga, lo mismo que él, debieron arreglárselas solos en el aeropuerto y mediante la ayuda de los taxistas encontrar algún representante de la sección de becas del Ministerio que los recibiera.

Ya pronto serían las once, la hora de cerrar, y sin ganas de beber pidió un jarro de cerveza tras otro, con un propósito desesperado de llegar hasta el final de ese momento y esa eventual compañía, y de postergar así las imágenes insistentes, reivindicativas de una acción, un encuentro, una reconciliación intangibles, que le atormentarían si llegaba con alguna lucidez a su cama. Por lo demás, esa exigencia de su conciencia de obtener día a día un resultado del día vivido, un cierto hallazgo —¿de dónde venía?— y este ánimo delictuoso al aproximarse la noche, esta impaciencia de encontrarse entonces con alguna oportunidad rápida de vivir, de recuperar las horas insignificantes del día, estos largos recorridos del atardecer, vehementes y vigilantes y, más tarde, otra vez, este reconocimiento de su culpabilidad o de la adversidad, esta extenuación alcohólica —o erótica, si estaba con suerte—, este incipiente cinismo, ¿hasta qué punto se acrecentarían y hasta cuándo serían soportables?

—La última —les advirtió el camarero, poniéndoles los jarros y trazando nuevas rayas de consumo en los cartones redondos que los soportaban.

Tus pequeños resentimientos: desórdenes digestivos, flatulencias, insomnio, escamas de la piel, impurezas de los ojos, pasarán inadvertidos esta noche con semejantes torrentes de cerveza.

—¿Vos sos del partido, vos?

—Según qué cara ponen, voto por sus candidatos.

—Yo igual. Vos sabés, en Uruguay el partido es un quilombo. Este año, en la Facultad, casi no hubo clases. ¿Te acordás, Gordo? Que viene al país Rockefeller, huelga. Que la cia derriba al gobierno de Irak, huelga. Que los estibadores están en huelga, huelga. Que la puta madre, huelga. Pero mirá que nosotros hacemos huelga sin el acuerdo del partido: somos oportunistas de izquierda. Che, que no me hinchen.

—¿Sabés que es genial la idea de hacernos creer en el paraíso de los trabajadores y en la macana del hombre nuevo, mientras levantás el imperio del siglo? El terrorismo ideológico nos hace cómplices de cualquier macana. Decíme, ¿qué sos vos fuera de los dos imperios? ¿O de los tres, o de los cuatro? Estás en el limbo, hermano.

—Pará, che. Tomáte un trago. Yo, vos sabés, estoy jodido. Tengo un complejo de Orestes con el Partido Comunista. Una bolina, che.

Mirando las marchas desde la puerta del Café, los lienzos, los puños cerrados, oyendo los gritos contra los yanquis, contra el gobierno, contra los empresarios, observando cómo la policía asume y representa un odio, una pasión —¿que tiene quién?—, justamente un sistema desapasionado, los apaleos, las detonaciones, las redadas, comentando y maldiciendo desde el interior del Café, emocionados y ofendidos en una relativa seguridad —¿cuánto tiempo así?—, a veces empujados por la muchedumbre —¿cuánto tiempo, marchando y gritando con ella un momento?—, nunca con la total convicción de que ese u otro movimiento les concierna absolutamente, y deseosos de que alguna vez, al fin, esos mitines sean otra cosa que una conjuración, algo más que una danza sugestiva y atemorizadora: un acto de posesión de la ciudad y la vida; durante años y años, Teófilo aun el doble de años, asistiendo a esos regulares ensayos, para volver nuevamente al interior del Café, cuando las muchedumbres han sido diezmadas o han ido a parar a la cárcel, siempre con la sensación de no discernir en los acontecimientos la veracidad, la oportunidad que impongan esa total convicción que debería comprometerles, liberarles de permanecer como simples curiosos, simpatizantes, sin nada propio dentro de los muros del Café, y con la nostalgia de las acciones colectivas absolutas y la melancolía de los ciudadanos pródigos y solitarios, sacudes discretamente el brazo de Teófilo —su cabeza está a punto de golpearse sobre el borde de la mesa— y él abre los ojos no en ese momento, no respondiendo a tu advertencia, sino en un tiempo que ya pasó, y como reanudando una situación que le ocupaba en su reciente somnolencia, se levanta con un impulso desmedido en relación a su peso, busca un cierto equilibrio y dirige su copa chorreante hacia el Candidato del Pueblo, sin recordar que todos los discursos ya han sido dichos, los brindis hechos, los postres y el café terminados, y sin ver que entonces el Candidato y su comitiva se ponen de pie, pero para despedirse. Sus ojos blancos, atraídos por otras visiones, miran más allá, hacia el muro de ese salón del Club Social Pinochet Le-Brun. “De este modo —dice patéticamente—, usted termina, compañero, de hacernos comprender nuestra inutilidad. Todos sospechábamos que esta sería una nueva farsa para halagarnos y para obtener, todavía una vez, que no hagamos uso de nuestros poderes. Atraernos, comprometernos, entretenernos y esterilizarnos, esos son los propósitos secretos e irracionales de los partidos políticos de izquierda. Hace unos meses, usted no lo ignora, los intelectuales que hoy le agasajamos, manifestando así nuestra adhesión al Candidato Popular, hace unos meses, en pleno verano y después de almuerzo, nos presentamos a una reunión convocada en la Casa del Pueblo, sede de su candidatura, en una habitación antiguamente destinada a la servidumbre, donde lúcidamente nos asfixiamos y perdimos la voluntad. Sin embargo, nosotros habíamos ido allí con el propósito de darle nuestras fuerzas, que, cuando son invocadas por la justicia o la belleza, no son poca cosa. ¿Sabe usted lo que sentíamos? ¿Sospecha usted el valor y sentido que tenía nuestro encuentro allí, en las circunstancias actuales, para la vida de todos? ¿Sabe usted el curso que se dio a nuestra generosidad, a nuestra inspiración? Creímos, una vez más, que nuestro poder de inventar, de animar, de embellecer, percibir y significar, que no tienen usos ni aplicación oportuna en nuestra sociedad, encontrarían allí una causa de excitación y una exigencia concreta; creíamos que nuestra imaginación —fatídico don, por sospechoso desterrado de nuestra sociedad— encontraría allí un aprovechamiento feliz, un cauce de comunión con el pueblo. ¿Qué creíamos aún? En ningún caso, que seríamos anonadados, desanimados con abyectos procedimientos. En vez de recibir de nosotros todo aquello, se nos tuvo allí horas esperando la llegada de un representante, y luego, mientras bullíamos de ideas y deseos, el tiempo fue ocupado mañosamente en la designación de un presidente, un secretario, un tesorero, en el levantamiento de un acta, en la redacción de un manifiesto, en la especificación de nuestros datos, hasta el momento en que, confundidos, invalidados en nuestras fuerzas, se nos propuso organizar tómbolas, amenizar con nuestro ingenio los entreactos de los discursos, vender bonos, firmar autógrafos, pintar motes, desfilar como curiosidades en sus marchas del Hambre, de la Esposa Proletaria, de la Dignidad, del Triunfo y, por fin, brindarle esta comida, todo lo cual sirve para demostrar a las masas nuestra incapacidad y superficialidad. ¿Seríamos nada más que elementos superponibles en cualquier proceso social, amenos y decorativos, utilizables en los actos públicos, y solo marginalmente responsables en la transformación del hombre? Las fuerzas creadoras de la imaginación, ¿no tendrían un significado político y económico preciso? ¿O es que nosotros mismos, los hombres de imaginación, hemos sido incapaces de definir tal significado?”.

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