Las gordas de caras rojas apaleaban las alfombras lo mismo que el día anterior, en los balcones del colectivo de enfrente; los ciruelos demarcaban un monótono camino, detrás suyo; el cielo anunciaba un cielo exactamente igual, velado, para el día siguiente; la carnicería exhibía unos huesos y un par de pollos, el pequeño mercado nada de color, unas acelgas, nabos y otros curiosos tubérculos terrosos; la tienda de comestibles oxidadas conservas rusas y vinos con aspectos de medicamentos; la farmacia, al menos, tenía unas pinturas alegres.
—¿Por qué me llamas?
—Por nada. Para preguntarte cómo estás.
Ella se quedó en silencio en el teléfono, esperando qué de tu memoria, deseando qué, en su secreto.
—¿Dónde estabas?
—Lejos. Llegué hace un mes. Hace tiempo.
—¿Qué hiciste?
—Estudié. Estuve olvidándote.
—¿Lo conseguiste?
—Sí.
—¿Y así lo demuestras?
—Sí.
Un escalofrío. ¿Qué más preguntas, entre los muros inconvenientes de tu oficina? Sabías que ella se detendría allí, sin sobrepasarse en una palabra más, en nada que la comprometiera o definiera.
Su silencio y su imagen tras el rumor del teléfono, e inmediatamente la idea de la desesperación que podrás sentir más tarde si ahora no entras en la trampa. ¿Con qué objeto abstenerse? ¿Para salvar qué?
—¿Quieres que nos veamos?
—¿Quieres tú?
Un poco más gruesa, el pelo más corto y menos dorado, la piel menos viva y tostada, pero siempre la misma Octavia, sus juegos al caminar y mover la cabeza, movimientos de Arlequín o Colombina en la Comedia del Arte para disimular lo que realmente quiere o piensa, la imposición inmediata, transmutante, del deseo en todo tu cuerpo, en tu memoria, ella cerró la puerta tras de sí con prisa, como para evitar que alguien la alcanzara a coger desde fuera, y apoyó su espalda en ella, el tiempo de escuchar algo detrás o de calmar su respiración; luego, recobrándose, se quitó el pañuelo de la cabeza y sonrió, excusándose de no saber cuál expresión mostrarte después de ese tiempo sin verse.
—Has engordado.
—Un poco. Tú también. ¿Más viejo?
Una simple sonrisa de su cara sonriente equivale a la risa, descubriendo sus encías, los mismos colores de su intimidad, los grandes huesos que tensan su piel.
Tus manos traicionan todo el orden de un proceso que debería tal vez motivarse en otro plano y conducir con otros medios —¿con palabras, con encuentros provocadores de su memoria y la tuya?— a ese reencuentro físico que es el único capaz de crear su real presencia. Tus manos la acarician, con esa torpeza del desacostumbramiento, y tu cuerpo percute incoherentemente el suyo, sin correspondencia a tu reticencia de unos segundos antes.
—No, no vine por esto.
Abrazándola, tu memoria reconoce su desolación. El poder de convicción de ese deseo, que nace de ella, y que se sirve de la avidez que despierta en ti para satisfacer la suya sin expresarlo. Sin prisa, interrumpiéndose, como para evitarlo todavía, ella se desviste, ella se corporiza lentamente, en la medida en que la tocas, como antes, el mismo prodigio; como antes, los mismos procedimientos, repetidos con la misma fe, producen los mismos resultados. Sin embargo, momentos después apenas crees en todo eso, como apenas se cree en un prodigio que ya no tiene un sentido sagrado. El tiempo transcurrido sin su goce, el olvido y su paciente trabajo te reprochan una especie de infidelidad.
—¿Te acordaste de mí? —poniéndose de pie, sacudiendo su melena, se pasea.
—Todo el tiempo. ¿Por qué te fuiste?
—Tú eras tan raro.
—¿Qué querías tú?
—Y tú, ¿qué querías?
Ella vuelve a anudar el pañuelo en la cabeza, las axilas rubias, los brazos en el aire, los dedos entrelazados atando el pañuelo, podrías fijarla definitivamente en ese instante.
—¿Has tenido otro amante?
Recoge sus ropas del suelo. Te mira a los ojos, desafiante y burlona.
—¿Pensaste alguna vez que habríamos podido vivir juntos, casarnos?
—¿Cómo podía pensar? Para ti era natural tener una cierta vida, ciertas cosas, y yo no tenía dónde caerme muerto. Eras menor de edad, tus padres me detestaban, no tenía con qué pagarme un divorcio.
—Pero, ¿pensaste?
Habrías tenido que olvidar todo lo que creías ser, renunciar a todo lo que querías tener, que no era más que sueños, quimeras, vivir para eso, para ella y su mundo, un mundo cuyo esplendor estaba solo quizá en tu imaginación. Borrar todo, rendirse, pactar con la ciudad y sus normas.
—No, no pude pensar. No supe.
—Y, ¿ahora?
Ella sonríe, dice eso sin esperar precisamente una respuesta, como pensando en otra cosa. De todos modos, sales de la cama, desnudo, impulsado por una violenta emoción. Acaricias su pómulo ceñido, ardiente. Levantas su barbilla, mirándola a los ojos, resuelto a todo. De inmediato, algo se opone en tu voz:
—¿Sabes lo que vale un kilo de carne, sabes cómo se hace una comida? ¿Conoces un verano en la ciudad? Con lo que yo gano a los quince días regresarías donde tus padres, o bien ellos tendrían que mantenernos. ¿Sí?
¿Por qué, por qué, sin embargo? ¿Qué voluntad secreta te dicta las palabras contrarias a tu propia emoción, las más disparatadas?
7. Cuando se detuvo frente al kolej
Cuando se detuvo frente al kolej el Tatra negro y reluciente que condujo al camarada Smrticˇek y, cuando, con una simultaneidad casi perfecta, llegó por tren el cuerpo de profesores, la noticia se extendió de un modo dramático por todos los lugares donde los extranjeros vagabundeaban. Nadie exactamente dio la orden de reunirse, pero, informándose unos a otros, se encontraron todos a las cuatro de la tarde en la sala de actos, descubriéndose a sí mismos una presentación física que habían descuidado paulatinamente. Allí nadie pudo explicarse en qué momento la sala había sido tan decorada con banderas y flores y cintas de papel que viva el socialismo, que viva nuestra eterna amistad con la urss; quizá todo eso, y el semicírculo de sillas para los profesores, y la botella de agua, eran preparados cada día por el mayordomo, en prevención del acontecimiento. Smrticˇek habló a los estudiantes en francés. Eva tradujo:
—Mis amigos, sean bienvenidos a esta tierra del corazón de Europa, donde, guiados por los héroes soviéticos, construimos el socialismo, y déjenme felicitarlos por ese impulso de perfeccionamiento que los ha traído hasta aquí, desde países lejanos, de nombres exóticos, para transformarse en hombres capaces de servir a la causa de sus propios pueblos.
—Merde, alors —dijo un árabe barbudo, al lado de Héctor.
—En adelante, ustedes y nosotros, sus maestros, nos trataremos de camaradas, de acuerdo al uso de nuestra sociedad socialista.
¿Y si Octavia lo hubiera dicho en serio, detrás de esa sonrisa que parecía únicamente querer jugar con el efecto de sus palabras? ¿Y si entonces hubiera buscado realmente decidir vuestro destino? Con lo que yo gano, dijiste con una voz ajena, de ventrílocuo, no podríamos vivir. ¿Tú sabes lo que vale un kilo de carne? No sabrías vivir sin una empleada doméstica. ¿Has ido alguna vez de compras al mercado? ¿Sabes de qué se compone una comida? Estás acostumbrada a llegar a tu casa y a comer sin saber de qué y cómo está hecho lo que comes, con mi sueldo viviríamos quince días y luego volverías a tu casa… Ta… ta… ta…
¿Es que no tienes dentro de ti un amigo, un aliado para elegir la felicidad?
—C’est un drôle de type —sigue diciendo el árabe, en voz baja, rascándose la barba—. D’abord, il s’en fou du temps que nous avons crevé ici avant sa bienvenue, et puis, personne chez nous ne songerai a l’appeler son frère, même selon l’usage de notre société islamique.
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