El Dios que aprueba la segregación y que infunde el miedo a los negros es el mismo que infunde el miedo a los poderes creativos de nuestro propio cuerpo. La sexualidad es oscura y ha de reprimirse con la misma vehemencia que los negros. Con la inculcación de la idea de que todo lo oscuro y peligroso ha de ser expulsarlo a los márgenes de nuestra existencia, los blancos del sur se convierten en una especie de muñecos rotos, disminuidos por una cultura que suprime no solo la humanidad de los negros sino también esa oscuridad creativa y valiosa de sus propios seres. Por eso para Lillian Smith la integración era mucho más que una estrategia para mejorar las relaciones raciales; era fundamental para restaurar la totalidad del individuo y poner fin a la compartimentación de una cultura que impedía la libre circulación y expresión de energías vitales. La solución no llegaría hasta que los blancos aceptasen la negritud que está en su propio interior. La segregación de los espacios era justamente un intento absurdo de dividir la totalidad de la vida entre dos absolutos irreconciliables: lo blanco y lo negro.
El daño psicológico infligido a la mujer blanca y a la negra por el rígido control del hombre blanco era devastador. La mujer blanca, por lealtad a su clase social, tenía que negar sus sentimientos e inclinaciones naturales y reprimir su sexualidad. El hombre blanco buscaba en la mujer negra la satisfacción que su mujer no podía darle. La mujer negra cargaba con la responsabilidad de darle al hombre blanco el placer que él no podía exigirle a su “casta” esposa. Y, para más inri, la mujer negra, relacionada con las fuerzas oscuras, y excluida de los parámetros de la virtud y la feminidad, tenía que cargar con la culpa de ser la que tentaba y perjudicaba al hombre blanco, poniendo en peligro la santidad conyugal de la lady blanca.
La victoria de las sufragistas alcanzada el 26 de agosto de 1920, cuando la decimonovena enmienda constitucional otorgó el voto a la mujer, después de una lucha tenaz y prolongada, sobre todo en un sur tan conservador y empeñado en excluir del voto a negros y mujeres, supuso un cambio profundo para el sur y para toda la nación. Se abrían nuevas posibilidades para la mujer y se ratificaba su capacidad para marcarse y conseguir objetivos políticos. Elizabeth Turner hace un resumen de las razones por las que, según los historiadores, tantos hombres y mujeres del sur se opusieron al voto femenino y el concepto sureño de la mujer se invocó justamente en contra del avance de las propias mujeres: el conservadurismo y el paternalismo tradicionales del sur, en donde los hombres decidían y votaban por las mujeres de su familia; el ideal de la southern lady que comprometería su feminidad al mancharse con el fango de la política; la ausencia de un movimiento feminista poderoso en el sur; el poder de la industria de bebidas alcohólicas cuyos dueños temían que el voto femenino llevaría a la prohibición, y la defensa de los derechos estatales que siempre se consideraban amenazados por la intervención del gobierno federal. Pero, según Turner, la razón fundamental residía en la cuestión racial, y se debía al miedo de los blancos sureños a que el voto de la mujer negra facilitase la elevación de negros a puestos de poder, como había ocurrido durante la traumática Reconstrucción (Turner 128). Incluso muchas sufragistas blancas pedían el voto solo para la mujer blanca, ignorando los derechos de los hombres y mujeres negras del sur. Desgraciadamente, apenas hubo cooperación política entre las mujeres blancas y las negras, debido al miedo de las primeras a que los negros se hiciesen con el poder. Las mujeres afro-americanas se inscribieron en masa para votar, conscientes del nuevo poder que el voto les confería y de la necesidad de utilizar la política para conseguir mejoras sociales, tanto a nivel regional como local. Así, demandaron legislación contra los linchamientos, supervisión federal de las elecciones en el sur, y mejoras en educación y otros servicios públicos. Pero sí que hubo algunas mujeres blancas que detectaron e intentaron cambiar aquellos aspectos de la imagen de la mujer sureña que la limitaban, en concreto todas las connotaciones de fragilidad, impotencia y dependencia. Un buen ejemplo es el de la sufragista de Texas Jessie Daniel Ames, que en 1930 fundó la Association of Southern Women for the Prevention of Lynching e hizo un uso consciente de la imagen de la lady con fines políticos. Las mujeres de su organización veían los linchamientos como una práctica basada en presupuestos culturales que no solo oprimían a los negros sino que también degradaban a la mujer blanca. Estas mujeres blancas como Ames se aliaron a menudo con mujeres negras, aunque con un cierto maternalismo, para exigir leyes contra los linchamientos, mejor educación y sanidad, así como el voto femenino, aunque las demandas de igualdad racial eran todavía muy tímidas (Jones 36).
Además de la consecución del voto femenino, la década de 1920, caracterizada por una modernización acelerada, trajo muchos otros cambios para la mujer sureña. Cada vez accedieron más mujeres a las universidades, y la mujer joven se hizo más mundana, vistió faldas más cortas, se cortó el pelo a lo garçon, utilizó lápiz de labios y se aficionó a los licores ilegales y a los coches, que le daban una movilidad inusitada y le permitían ir a citas amorosas sin carabina. Las jóvenes trabajadoras, tanto blancas como negras, descubrieron una vida urbana excitante y llena de placeres que se encontraban en los numerosos clubs de jazz y salas de baile. Muchas mujeres escritoras y artistas empezaban a expresar ideas que cuestionaban las relaciones de raza y género en el sur. Numerosas mujeres negras de talento, sobre todo cantantes y bailarinas, se fueron del sur, formando parte de la migración masiva de afroamericanos del sur conocida como el Gran éxodo, para buscar una nueva vida en lugares como Harlem, Chicago o incluso Europa. Otras mujeres se quedaron en el sur, luchando por una educación mejor y por ideas nuevas para reevaluar y cambiar los estereotipos de clase, raza y género de su región nativa. Al mismo tiempo, muchas otras miraban al pasado para aferrarse a una leyenda romántica en tiempos de cambio y turbulencia. Lo que el viento se llevó (1936), de Margaret Mitchell, fue la novela más popular de su época y responsable de la propagación de estereotipos sobre la mujer y el hombre negros que prevalecieron durante décadas y saciaron el deseo de consumir una imagen de un pasado perfecto e idealizado en la década de la Gran depresión. Como sostiene Anne Goodwyn Jones, la “nueva mujer” de la era progresista (1912-1924) no se convirtió, ni mucho menos, en el ideal de mujer sureña, sino que la imagen de la lady conservó gran parte de su influencia (Jones 16). El sur continuó oponiéndose a todo lo que supusiese progreso en nombre de la mujer sureña, cuya imagen se utilizó también para justificar la oposición a la enseñanza de la teoría de la evolución, que supuestamente iría en detrimento de la moralidad sureña y su ideal superior de mujer.
La imagen idealizada de la mujer sureña tiene una larga historia como coartada en contra de todo lo que suponga progreso y, así, se utilizó para oponerse también al sufragismo de finales del siglo XIX, en el que algunos blancos veían tantas amenazas para el sur como otros habían visto en su día en la liberación de los esclavos (Jones 20-21). Incluso en la década de 1960, a pesar de tantos cambios radicales en las costumbres y las sensibilidades del período de posguerra, los blancos sureños volvieron a utilizar la imagen de la mujer sureña para oponerse a cambios como el que supuso la Civil Rights Act de 1964. En 1978 el senador Sam Ervin, de Carolina del norte, apeló a la tradición de la lady sureña para oponerse al intento de desbancar los roles sexuales tradicionales que supuso el Equal Rights Amendment , argumentando que “a ratified ERA would invalidate laws imposing upon husbands the primary duty of supporting their wives, laws imposing upon fathers the primary duty of providing food for their helpless and hungry children” (en Jones 17; cita de Congressional Record-Senate n. 42, p. 366).
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