José Candela Ochotorena - Del pisito a la burbuja inmobiliaria

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La cultura de la vivienda en propiedad se consolidó en la población española durante las dos primeras décadas del franquismo. Las políticas de vivienda franquistas reflejaban los prejuicios patriarcales sobre la familia y la mujer del nacionalcatolicismo, y la creencia falangista en el poder moderador de la propiedad sobre el radicalismo social. El régimen de Franco utilizó la vivienda de protección oficial como elemento central de su propaganda social y para encuadrar a los productores en el sindicalismo vertical. La tenencia en propiedad demostró, vía garantía hipotecaria, que era la mejor opción para los negocios. Solo entonces, la iniciativa privada entró en el campo de la vivienda social y, en pocos años, los terrenos se llenaron de torres de pisos. El presente libro intenta explicar el proceso holístico de creación de una cultura de propiedad relacionada con el mercado de la vivienda, y cómo los falangistas se fueron adaptando a los intereses inmobiliarios que habían intentado moldear.

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Sobre la importancia central de la familia para el régimen no hubo matices. La Iglesia, los textos de Arrese y la filosofía de previsión social, coincidieron en que la política social se proponía la protección a la familia (Soto, 2007; González, 1997). Para la política laboral española la unidad no era el trabajador, sino el trabajador y su familia. «El salario “justo” (Pío XI) es el salario familiar» (M. Olaechea, obispo, 1953: 7).

El Fuero del Trabajo de 1938, que era la emanación de una ideología totalitaria, subordinaba las formas de la propiedad «al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado» (Fuero del Trabajo, XII-1), aunque relacionaba la familia con el derecho natural a la propiedad privada. Arrese, que era más explicito en su interpretación doctrinal, afirmaba que la sociedad se asentaba sobre unos valores que se correspondían con una trinidad cohesionada por la tradición: familia, propiedad y herencia; la familia patriarcal, para él, era la base que justificaba la institución de «la propiedad», el derecho individual trasmisible por herencia sobre el que se constituía el nuevo estado.

Cuando un padre trabaja, ama el trabajo porque ve en él la manera de mejorar el porvenir de sus hijos. Si le quitamos el derecho de testar, una de dos: o le quitamos también el amor al trabajo o le quitamos el amor a sus hijos (Arrese, 1941: 11).

La herencia familiar es el ahorro del trabajo transmitido por el cariño. Esas (la familia y la herencia) son las que, como una expresión de la propiedad privada, declaramos sagradas (Arrese, 1940: 222).

Entre el franquismo y los otros fascismos había rasgos comunes en lo que respecta a la concepción de la mujer en la familia. Para todos ellos, la familia es la institución clave para la reproducción de la especie y de las condiciones sociales, donde la mujer desempeña la función de trasmisora de normas y control social. Lo específico del fascismo franquista es su simbiosis con el catolicismo. En el imaginario falangista, como en la parroquia nacionalcatólica, «la Madre» era la trasmisora de los valores tradicionales de religión y patria. Por esa razón, debía protegérsela, recluida en el hogar, contra la contaminación de la sociedad laica y liberal.

En nuestras horas de ruina social y libertinaje humano, como la mitad de nuestro siglo XIX [...]. La madre española ha sido la que más ahincadamente defendió desde el íntimo e infranqueable reducto del hogar las viejas virtudes de nuestra raza. Ella ha sabido inculcar en las almas juveniles con humildad, sencillez y amor, como se inculcan las grandes cosas, la fe, las ambiciones nobles y las virtudes y los hábitos humanamente dignos (Elola: Arriba , 1-6-1955).

Pero en los años finales del primer franquismo, la mujer humilde va a sufrir cambios dramáticos con el paso del núcleo amplio patriarcal rural a la familia urbana. La mujer y el hombre de la familia se verán separados por largas jornadas de trabajo y transporte, y los hijos quedarán abandonados por la escasez de guarderías y colegios, y por la ausencia de las madres, obligadas a hacer trabajos domésticos en casas de clase media, para poder sobrevivir (Folguera, 1995: 12). Además, con la lejanía del control rural, aparecieron los malos tratos en algunas familias, y el abandono de las obligaciones masculinas de manutención y cuidado de la prole (Siguán, 1959).

3.1 Familia y propiedad

Podemos ver en las Leyes de Vivienda de los primeros años cuarenta un discurso sobre la propiedad privada, íntimamente ligado a la institución tradicional de la familia patriarcal, en la cual las necesidades son definidas por el padre de familia, protector del hogar, el cual es cuidado por la mujer, administradora y educadora del ámbito familiar. En ese contexto de ideas y aspiraciones, la vivienda, y aún más la vivienda en propiedad, es crítica para la consecución del deseado consenso josé-antoniano.

Pero si el Movimiento vino esencialmente a levantar esa bandera de justicia social, [...] cuando se refiere al hogar, no piensa únicamente en el «estar» de la familia, sino en el «modo de estar». (La vivienda es) el lugar donde la vida se va haciendo completa; el laboratorio donde una misión de moral creadora y trascendente se realiza y donde surge la atmósfera precisa para que la familia deje de considerarse grupo, para convertirse en destino (Arrese, 1959: 92).

En pocos países del mundo, en estas épocas en que la vida hogareña desaparece, existe el profundo respeto al hogar que en España. Para nadie es un secreto la ligazón íntima que existe en nuestro país entre el individuo y la casa [...]. Nuestra vida es esencialmente hogareña, y por eso nuestras virtudes familiares permanecen inalterables a través del tiempo ( Arriba , 20-7-1949).

El régimen utilizó desde sus comienzos la frase de José Antonio Primo de Rivera: «ningún hogar sin lumbre», transformándola en una frase atribuida a Francisco Franco, potente eslogan publicitario de su política social de vivienda: «Ningún español sin hogar, ningún hogar sin lumbre».

O la expresión utilizada por Mortes Alfonso, que cambiaría «lumbre» por «pan». En un discurso al Congreso de Arquitectura el director de la Vivienda enunciaba así el tema:

Ya lo dijo Franco hace veinte años y lo ha repetido Arrese en Barcelona últimamente: «Ni un español sin pan ni una familia sin hogar» [...]. Es fundamental, pues, que nos pongamos de acuerdo sobre esto: que la vivienda está destinada a la familia (Mortes Alfonso: RNA , 198, 1958: 19).

El discurso que precisa que la vivienda es para la familia, comenzaba en la escuela. Los libros de texto de los años cuarenta, como la Historia de España de Bachillerato de la Editorial Bruño, explicaban el concepto de frontera, comenzando por los límites de la «casita familiar», donde se hallan «los tesoros que más amamos en esta vida: los padres que nos dieron el ser». «Desde la puerta de nuestra casa la Patria se va agrandando en ondas circulares» (López Silva, 2001: 294). Pero un régimen que venía con el mensaje de la modernización no podía quedarse en la metáfora pastoril del hogar como refugio, porque la vivienda era un potente factor de su ideología nacionalizadora.

Porque entre las grandes necesidades que el hombre pone delante de sí cuando quiere crear una familia, entre las grandes ilusiones que abriga en la dura y agitada lucha por la existencia, ninguna es ni más urgente ni más social como esta gran necesidad y esta poderosa ilusión de tener una casa, de poseer un hogar seguro, propio y amable.

Urgente porque nosotros, pueblo espiritual y metafísico, no podemos poner dilaciones al cumplimiento del sagrado deber de constituir una familia que Dios ha encomendado al hombre.

Social, porque la familia es precisamente el núcleo inicial de la sociedad y en ella cobra sentido unitario y pleno la primera sociedad que el hombre forma (Arrese, 1958: 91).

Arrese, que fue el primer ministro de la vivienda, reunió en 1958 a los delegados provinciales de su ministerio, en uno de los muchos actos propagandísticos que protagonizó durante ese corto y crítico periodo. El discurso seguía un guion, repetido durante muchos años, para crear titulares de prensa: el régimen de Franco ha colocado la «vivienda» en la base de sus políticas sociales, porque «la vivienda es un deber de la sociedad para con la familia [...] Tal vez una afirmación tan rotunda pueda asustar [...]; pero ¿hay quien ponga en duda el derecho del hombre a crear una familia?, y ¿hay quien afirme que no es el hogar sustancial para el ejercicio de ese derecho?» (Arrese, 1966: 1249).

3.2 La reacción legal patriarcal

El franquismo barrió la modernización legal de la condición de la mujer conseguida en la República. Lo primero que hará es abolir los derechos recientemente conquistados, como la igualdad ante la ley y la equiparación de derechos en el matrimonio. El único matrimonio será el canónico y la mujer casada tiene el deber de obedecer al marido y seguirle en la fijación de residencia; la patria potestad recae sobre el marido e incapacita a la mujer para establecer relaciones comerciales sin el permiso del marido, ni trabajar sin su consentimiento. El Fuero del Trabajo se comprometía «a liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica» y consideraba el trabajo de la mujer una amenaza para la feminidad, la maternidad y la dedicación al hogar. En correspondencia con esa visión de lo femenino, la calidad humana de las mujeres se valoraba por la maternidad en el matrimonio y, como tal, era parte de los símbolos de la época. Como muestra, esta intervención en la Semana del Suburbio de Barcelona de 1957:

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