—Pues que la tendencia hacia la izquierda sería puramente aparente. Ponéis a algún famosillo y a algún periodista que diga cosas así muy rojas. De las que vuestro electorado no quiere oír. Ponéis mucho énfasis en temas sociales, y en general habláis de las cosas de las que habla la oposición. Sería la primera cadena abiertamente de izquierdas, así que llamaría mucho la atención y atraería a todo el público que echa de menos ese tipo de mensaje. Pero en realidad seríais vosotros los que controlaríais el mensaje. Piénsalo por un segundo. —Kino, que estaba anonadado al ver la facilidad con la que su padre se desenvolvía en una situación tan surrealista como aquella, vio que Sampere ponía expresión pensativa al oír las palabras de Ricardo. Sus argumentos estaban empezando a adquirir sentido en su mente—. Tendríais control sobre la línea editorial. Y luego ya, la guinda: hacéis programas de debate a los que invitáis a los «expertos» más ineptos de la izquierda, por un lado, gente que no es capaz de improvisar un argumento de peso en el calor de una discusión y ante la que sea fácil no quedar mal. Y por el otro , a la auténtica gente a la que vosotros queréis dar visibilidad. Y es así cómo hacéis llegar vuestro mensaje reaccionario a más gente. ¿Entiendes?
Sampere asentía lentamente.
—Entiendo, entiendo. Tiene bastante sentido, la verdad. Y tengo que reconocer una cosa: es una idea muy buena, cojonuda. Muy retorcida.
—Pues te dejo que te la quedes y que te apuntes el tanto, campeón. Ahora, ¿puedo irme?
Sampere volvió a asentir lentamente, asimilando aún las palabras de Ricardo. Pero cuando este volvió a darse la vuelta, arrojando la colilla de su cigarro al suelo, Sampere recuperó la compostura y se volvió a dirigir a él:
—Volveremos a vernos, señor Lázaro. Ha sido un auténtico placer.
Ricardo se quedó plantado en seco, y permaneció pensativo de espaldas al Jefazo durante un par de segundos hasta que giró sobre sí mismo para dirigirse de nuevo hacia su interlocutor mientras sacaba otro cigarro del interior de su chaqueta.
—Mira, tronco, si te hago otro favor, ¿prometes que no me darás el coñazo? —Por un instante, Kino volvió a ver ante él al mismo chico que logró evitar todos los problemas en el barrio de Carabanchel a pesar de ser de fuera—. Ese rollito de volveremos a vernos… qué pereza, no me jodas.
Sampere metió las manos en los bolsillos de su pantalón con expresión molesta, pero no enfadada. Parecía que no le gustaba nada el tono de aquel «artistilla», pero muy a su pesar tenía que reconocer que sus ideas puede que tuviesen tanto valor como se rumoreaba.
—Bueno, si me hace otro favor, prometo estarle eternamente agradecido —dijo en tono conciliador.
—Supongo que me tendré que conformar con eso, ¿no?
—Le prometo que, de ser así, mantendremos las relaciones estrictamente a lo esencial.
—Bueno —dijo Ricardo aparentemente conforme con esa concesión, pero plenamente consciente del escaso valor de la promesa de un político incipiente. Levantó una mano e hizo un gesto como si estuviese encendiendo un mechero invisible. Sampere volvió a sacarse el mechero del bolsillo con una expresión agria en el rostro, y lo encendió ante Ricardo, quien se inclinó para prenderse el cigarro. Después de echar el humo de la primera calada dijo tranquilamente, como quien no quiere la cosa—: Ojo con el tesorero.
—¿Cómo?
—Ya me ha oído. Mucho ojito y manténgase alejado de él si sabe lo que le conviene. O le terminará salpicando la mierda.
—¿Sabe usted algo que…? —preguntó Sampere visiblemente confuso.
—Sí. Pero no importa el cómo ni el por qué. Usted hágame caso y se evitará muchos quebraderos de cabeza en el futuro. Créame.
Y sin más, Ricardo se dio media vuelta y partió en busca de un taxi, dejando allí plantado al futuro ministro del Interior, que no sabía qué pensar. Como Kino.
—Papá, ¿qué cojones acaba de pasar? ¿A qué se refería Sampere con eso que dijo del control poblacional? No entiendo nada.
El fantasma de su padre parecía que no fuese a soltar prenda. Seguía mirando la escena desarrollarse delante de él con una expresión seria y distante, como si aquello no fuese con él. Finalmente habló:
—Tú no pierdas detalle.
Kino sintió una extraña sensación en la sien. No era el dolor al que estaba acostumbrado y que servía de aviso de que las cosas no iban bien, era una sensación diferente. Y se preguntó si quizás Ricardo hubiese decidido dejar de reprimir recuerdos y estuviese empezando a mostrarle las cosas que realmente pasaban en su vida. O, mejor dicho, que habían pasado.
A Ricardo le fue imposible evitar las burlas de aquella especie en peligro de extinción que eran por aquellos días los punkis del Dos de Mayo. No importaba que conociese a la mayoría por sus nombres, él sabía que por ir en frac alguna broma le iba a caer, y las contestó con gracia antes de seguir en dirección a su portal.
Su expresión era seria mientras el ascensor subía lentamente hasta el último piso, y tenía un aire pensativo, mirando al suelo con las manos metidas en los bolsillos. Kino miró al fantasma de su padre, también pensativo. Aquel día parecía viejo, muy viejo. Casi tanto como los días antes de que muriese. A esas alturas, Kino ya había entendido que el aspecto que adquiría cada día el fantasma de su padre reflejaba su estado de ánimo. De manera que decidió prestar especial atención a lo que iba a pasar a continuación.
Ricardo abrió la puerta en silencio y se adentró en la vivienda a oscuras, caminando de puntillas por el pasillo de madera, que crujía levemente con cada paso que daba a pesar de que se había quitado los zapatos antes de entrar y los llevaba en una mano, colgando de dos dedos. De pronto, un ruido lo sobresaltó.
A través de las puertas de doble hoja abiertas de par en par, escuchó proveniente del interior del salón un sonoro ronquido. La luz de las farolas entraba por los ventanales, que tenían las cortinas descorridas, y la luz le daba un aire de penumbra naranja a la habitación e iluminaba directamente a Teresa enfundada en su pijama verde, que se había quedado dormida en su escritorio, rodeada de todo tipo de documentos de los innumerables casos que llevaba para «La Joya del Barrio».
Ricardo reprimió la risa cuando otro ronquido más fuerte incluso que el anterior salió de la nariz de Teresa. Se había acercado hasta su lado y se quedó allí mirándola dormir, pues la cara que ponía siempre que soñaba, con la boca semiabierta y profunda tranquilidad en su rostro, se le antojaba como la más adorable imagen en la que sus ojos se habían posado nunca. Pero decidió que no quería asustarla, en el caso de que ella despertase y se lo encontrase a él allí, observándola en la oscuridad.
Fue hasta el sofá a por la manta que los dos solían echarse por encima cuando se quedaban algún domingo en casa a ver una película, y se la echó por encima de los hombros a la Bella Durmiente. Durante un par de segundos se planteó el limpiarle el breve hilillo de baba que se le escurría desde la comisura de los labios, pero decidió que no. Aquello le daba un aspecto todavía más adorable. Al menos a ojos de Ricardo.
Volviendo a caminar de puntillas se dirigió hacia su habitación. Al abrir la puerta, lo primero en lo que se fijaron sus ojos fue en la cuna que había al lado de la cama de matrimonio. Del interior provenía una suave y rítmica respiración.
Ricardo sonrió y en dos rápidos y silenciosos movimientos se quitó la chaqueta y la pajarita, arrojándolos sin ningún cuidado encima de la cama. Se desabrochó un par de botones de la camisa mientras se acercaba a la cuna, y una vez allí se quedó mirando un buen rato al bebé que allí descansaba.
Читать дальше