Jesús Purroy - Todo lo que hay que saber para saberlo todo

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Vivimos rodeados por los resultados de los adelantos científicos y tecnológicos, pero conocemos muy poco sobre el funcionamiento de la ciencia. Precisamente, Todo lo que hay que saber para saberlo todo aborda con rigor y amenidad estas cuestiones: ¿qué es la ciencia?, ¿qué métodos se emplean para obtener nuevos conocimientos?, ¿cuáles son los procedimientos para comunicarlos? Pero también trata sobre situaciones cotidianas, en las cuales nos enfrentamos con afirmaciones importantes de nuestro día a día -sobre medicina, alimentación, medio ambiente y otras-, y debemos decidir si son fiables: ¿es cierto que la comida ecológica en las escuelas mejora el comportamiento de los alumnos?, ¿los alimentos transgénicos podrían tener un impacto negativo sobre los ecosistemas y los humanos? Estas y otras preguntas encontrarán respuesta en este libro.

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El escepticismo radical suele ser selectivo: las personas que dudan de que el conocimiento sea posible actúan en la vida cotidiana como si el conocimiento que tienen de las cosas fuese de toda confianza. Algunos incluso escriben libros y dan clases, sin duda con la esperanza de transmitir este conocimiento. El escepticismo radical sólo se suele aplicar al conocimiento científico.

Los fenómenos de la naturaleza tienen explicaciones racionales que es posible encontrar. Esto incluye la reproducción de las ballenas, las fases de la luna, la migración de las cigüeñas, la herencia de los rizos y todo lo demás. Algunas explicaciones nos parecen mejores que otras (más adelante veremos por qué) y las daremos por buenas, hasta que encontremos otras mejores.

UN PRIMER INTENTO DE DEFINIR LA CIENCIA

Antes decía que el conjunto de estas explicaciones, y la manera como se obtienen, es lo que llamamos ciencia. Este conocimiento se va depurando y refinando, se añaden novedades y se eliminan errores. La ciencia tiene mecanismos correctores para eliminar los errores e introducir cambios, con la pretensión de ajustarse a la realidad.

Como dijo Otto Neurath en una de las citas que abren este libro, el barco se va reconstruyendo mientras avanza. Las vigas más viejas las pusieron hace siglos personas que no sabían ni siquiera que estaban haciendo ciencia, tal como la conocemos ahora. El antiguo Egipto, la India o Persia contribuyeron a lo que, siglos después, los griegos ordenaron y es el cimiento de la ciencia moderna.

La ciencia es una actividad humana. Hasta donde sabemos, ningún otro ser vivo practica nada parecido. Otros animales se transmiten información, trabajan en grupos para construir estructuras complicadas y hacen un montón de cosas extraordinarias. Pero este truco de descubrir cómo están hechas las cosas, acumular el conocimiento y transmitirlo a otros congéneres es una característica de los humanos. No la única, quizás, pero una de las pocas.

Como es un tema central del libro puedo permitirme repetirlo: el mundo existe independientemente de nosotros, pero el conocimiento es producto de los humanos. Es fruto de la observación y del debate y, como a menudo hay que ponerse de acuerdo para cerrar los debates, también es fruto del consenso. Lo hacen personas, entre quienes hay relaciones de poder, como en cualquier otro lugar donde haya más de dos o tres personas. Hay una cierta organización, sin centro ni jerarquías evidentes. Los participantes funcionan de manera aproximadamente asamblearia. Aún así, hay un escalafón informal, con peces gordos prestigiosos y hormigas laboriosas.

Hasta aquí puedes decir que hay otras organizaciones que funcionan de manera parecida a la ciencia. Por ejemplo, los humanos que aseguran haber tenido contacto con extraterrestres. Tienen publicaciones, congresos, testimonios y comparten un mundo que, para el resto de nosotros, sólo existe en su imaginación. A ellos les parece bastante real. Los raelianos, que saltaron a la fama como defensores de la clonación humana, incluso tienen una religión. Su argumento (que la clonación fue el método que usaron los extraterrestres para traer la vida al planeta) es perfectamente creíble si aceptas sus razonamientos. ¿Podría ser que la ciencia sólo fuese una variante sofisticada de los raelianos, con máquinas más caras y pretensiones más amplias?

Esta pregunta es más importante de lo que parece, y cada día te esfuerzas para darle una respuesta. Un día cualquiera te llegan montones de información. Una parte de las cosas que escuchas y lees cada día tiene una base científica y el resto no. La habilidad para distinguir entre unas y otras hace que analices estos datos con la razón o con la emoción, y sabes muy bien que estos análisis son muy diferentes.

LA IMPORTANCIA DE MARCAR LÍMITES

¿Dónde empieza y dónde acaba la ciencia? Las explicaciones científicas limitan, por un lado, con las explicaciones míticas o religiosas. Es fácil notar cuándo aparece un dios en la discusión: en este momento has salido del terreno de la ciencia y has ido a parar al de la religión. Los otros límites de la ciencia son mucho más difusos. Muchas de las cosas que haces cada día podrían ser consideradas científicas: desde el mecánico que hace hipótesis sobre lo que le pasa a tu coche hasta la teoría de que tu compañero de piso se come los yogures que dejas en la nevera compartida. El sentido común es una especie de «ciencia popular» que funciona en la mayoría de las situaciones cotidianas.

Pero cuando quieres explicar fenómenos más complejos aparecen los problemas. Supongamos que quieres explicar la electricidad diciendo que es el flujo de una sustancia invisible llamada electrón. O afirmas que hay una fuerza que empuja a los objetos hacia el suelo. O que hay unos puntos en el cuerpo humano por donde fluye la energía cósmica, y que la interrupción de este flujo causa enfermedades.

¿Dónde pones el límite de la ciencia? Si me preguntas a mí, te diré que las dos primeras afirmaciones del párrafo anterior habitan en un terreno claramente científico, y las observaciones siguientes están al otro lado de la valla. En algún momento hemos cruzado una línea invisible que marca unos límites de lo que es aceptable como conocimiento científico. Por lo menos, este es el consenso actual: los electrones y la gravedad no son visibles, pero existen, mientras que los meridianos de energía cósmica, que tampoco son visibles, no existen.

El conocimiento científico está lleno de palabras que se refieren a cosas que no se ven o que son difíciles de definir. Entre otras: el electrón, el gen, el magnetismo, el enlace covalente o el ciclo de Krebs. ¿Por qué aceptamos que existen las feromonas, pero no aceptamos que existen las auras? Nadie ha visto nunca directamente ni las unas ni las otras. Tiene que haber alguna manera de certificar que algo que no se ve a simple vista existe.

El intento de marcar dónde están los límites de la ciencia ha dado trabajo a cerebros mucho más privilegiados que el mío, y no soy lo suficientemente insensato como para intentar aclarar este tema. La dificultad principal al dibujar una línea que separe la ciencia de otros sistemas de creencias vecinos es que todas las definiciones posibles de la palabra ciencia dejan fuera a prácticas que querríamos aceptar como científicas, o incluyen a prácticas que, en general, no consideramos científicas.

A lo largo del libro veremos unos cuantos ejemplos de cómo se trabaja a un lado y a otro de la frontera. Es la manera más clara que conozco de transmitir la diferencia entre la ciencia y lo que normalmente llamamos pseudociencia. Una guía de bolsillo para identificar qué afirmaciones son pseudocientíficas puede incluir uno o más de los puntos siguientes:

1. No tienen pruebas experimentales que las demuestren. Por ejemplo: en un pueblo de la India hay una familia que, desde hace más de ciento cincuenta años, prepara una vez al año unos pequeños peces rellenos de una mezcla secreta de hierbas. Se dice que las personas que se tragan los peces enteros y crudos tres años seguidos se curan del asma. Esta familia siempre ha rechazado participar en un ensayo clínico para demostrar si el tratamiento funciona, pero un médico que siguió la evolución de mil pacientes durante seis meses llegó a la conclusión de que no. La respuesta de la familia: «el hecho de que miles de pacientes vengan de lugares lejanos cada año para tomar esta medicina demuestra que funciona». A este tipo de argumento no se le puede llamar prueba ni con mucha flexibilidad del lenguaje.

2. Están blindadas para ser irrefutables. Por ejemplo, el psicoanálisis. Un psicoanalista siempre tiene una explicación para cualquier cosa que le expongas, y no hay manera de contradecir sus explicaciones. Los sueños, las represiones, todo cuadra en su sistema. Si le dices que no crees en las capacidades terapéuticas del psicoanálisis te dirá que es un problema de tu psique, y que se puede curar con terapia. Es imposible ganar.

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