Noelia Truffa - Escribiendo por el mundo

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En 2016, durante un viaje en solitario por el sudeste de Asia, arriba de un colectivo destartalado en el norte de Tailandia y rodeada de monjes budistas vestidos con túnicas anaranjadas, Noe lo vio muy claro: supo que quería dedicar sus días a viajar y escribir, y ya no hubo vuelta atrás. El 1.º de enero de 2019, después de años de soñarlo y planificarlo, ese sueño se convirtió en realidad y, acompañada de Omar, su pareja, transformó el viaje en su nuevo estilo de vida. Escribiendo por el mundo reúne los relatos de las vivencias de los primeros dos años de esa vida nómada en la que Noe y Omar recorrieron doce países de Europa, África y Asia. Es una mezcla entre crónica de viaje y diario íntimo. Por un lado, el viaje exterior, que incluye lugares, experiencias, mares, olores, montañas, fronteras, sabores y más. Por otro, el viaje interior, que recopila todas las decisiones, aprendizajes, trabas burocráticas y oportunidades que llevaron a Noe y Omar a tomar uno u otro camino, y van mucho más allá de los destinos en sí, convirtiendo a la comunión entre ambos en un viaje totalmente personal, único y subjetivo. A lo largo de las páginas de
Escribiendo por el mundo, Noe invita al lector a tener una experiencia interactiva y a sumarse al viaje a través de recetas típicas de cada uno de los países que visitaron y consignas creativas para «poner manos a la obra».

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Carola nos contó que su plan era alquilar los pequeños departamentos de la casa a turistas hasta que hubiera terminado de pagar el crédito. Una vez que no tuviera deudas, usaría la casa con fines solidarios, por ejemplo, para hospedar refugiados de forma gratuita hasta que pudieran regularizar su situación en España.

La casa de Carola había sido construida en el siglo XIII y, como tenía sus años, necesitaba mantenimiento constante. Carola se lo daba, pero aun así parecía que nunca era suficiente. Siempre se podía mejorar, siempre había algo más por hacer. Aquello era una lucha interminable contra el paso del tiempo, una lucha que solo se podía ganar invirtiendo una suma gigantesca en reformas. Carola no tenía a su alcance la posibilidad de dejar la casa como nueva de un tirón y hacía lo que podía, mantenimiento básico pero constante. Y para eso estábamos nosotros. Nuestro trabajo era pintar el interior de algunos de los departamentos, darles una lavada de cara para que se vieran lo mejor posible.

Como los departamentos se usaban con fines turísticos, se habían adaptado a la versión de casa­patio privatizada: aunque eran mínimos, todos tenían baño y cocina. Para nosotros, los voluntarios, la cosa era diferente. Nosotros sí vivíamos la casapatio en la más tradicional de sus formas: habitación privada, baño al otro lado del patio y cocina exterior. En la práctica, eso significaba que para ir de la habitación al baño había que pasar de un espacio interior y privado a uno exterior y público; que la cocina tenía un techo pero no paredes; que el lugar donde sucedía la mayor parte de la vida social y de nuestro día, donde comíamos y trabajábamos, el lugar que normalmente ocuparía un estar, era un espacio exterior y público, el patio. Si quería coleccionar experiencias, vivir en una casa­patio sin duda tenía todas las fichas para ser una bastante memorable.

Los primeros días fueron los más extraños, de esos en los que todo requiere un esfuerzo extra y parece un poco más difícil de lo normal. Pero, con el paso del tiempo, la novedad se fue haciendo costumbre y esa nueva forma de vida empezó a tomar sabor.

Me parecía un híbrido entre estar de cámping y vivir en una casa convencional. Implicaba una sensibilidad muy profunda a cada mínimo cambio en el clima, porque la mayoría de la vida transcurría en el exterior. Empezaba con los desayunos helados en la terraza, buscando que los primeros rayos de sol nos dieran en la cara para que ese frío tremendo fuera más leve. Seguía con los almuerzos bajo un sol tan fuerte y unas temperaturas tan altas que no dejaban de sorprenderme. Y terminaba con las cenas igual de heladas que los desayunos, pero sin la esperanza de que el sol apareciera pronto. El mismo ciclo climático se repitió idéntico cada uno de los doce días que vivimos en esa casa­patio cordobesa.

La casa, además, era muy grande, y eso hizo que empezáramos a prestar atención a cada movimiento, a pensar muy bien qué llevar en cada travesía de la habitación a la cocina, de la cocina al baño, del interior al exterior, del calor al frío, del frío al calor, todo lo cual iba cambiando según el momento del día. Aprendí, también, a reprimir ese primer impulso natural que siempre había tenido al llegar de la calle a casa: sacarme la campera. Vivir en una casa­patio significaba que la campera seguía puesta y el patio seguía siendo un pedacito de calle, de espacio público, de cielo que se escurría dentro de la casa.

Nuestro primer trabajo voluntario avanzaba viento en popa. El horario era muy flexible y lo podíamos acomodar como quisiéramos, siempre que cumpliéramos con las quince horas semanales acordadas. El inicio y fin de la jornada era respetado por nosotros y por Carola con puntualidad estricta. Una vez que el trabajo del día estaba terminado, éramos libres de hacer lo que quisiéramos hasta el siguiente día laboral. Esa enorme cantidad de tiempo libre nos permitió recorrer la ciudad de arriba abajo más veces que las que puedo recordar, visitar un par de veces la mezquita en el horario que era gratis, comer el primer helado de nuestra vida nómada, ver el atardecer en el Alcázar de los Reyes Cristianos, hacer una excursión al conjunto arqueológico de Medina Azahara, sentarnos en tantas plazas y escuchar el agua de las fuentes corriendo, visitar el museo Casa Árabe, cocinar la primera tortilla del viaje, ver tres conciertos de flamenco gratis con lágrimas de emoción en la Posada del Potro, visitar la antigua sinagoga, comer gazpacho y berenjenas asadas con miel de caña, conocer muchas otras casas­patios que se habían convertido en museos, amar Córdoba un poquito más cada día.

Flexibilidad por un lado y rigurosidad por el otro era exactamente lo que necesitábamos para poner un poco de orden a nuestra vida de viaje, que hasta ese momento había sido bastante caótica. Ese nuevo orden nos generaba dos sensaciones que, aunque eran opuestas, se complementaban a la perfección: sentir que teníamos un lugar al cual llamar hogar , que teníamos un plan, que no estábamos —tan— de paso y, al mismo tiempo, que estábamos viajando. Ese cóctel que nos resultaba tan exquisito como novedoso nos acompañaría durante gran parte del viaje. Las cosas se estaban acomodando y empezábamos a agarrarle el gustito a la vida nómada.

Córdoba y la lluvia

En el poco tiempo que llevábamos de viaje ya había aprendido muchas lecciones, una de ella era desnaturalizar. Había entendido que aquello que es “normal” en un lugar, eso que toda la vida fue de la misma forma y ya nadie se cuestiona, a lo que no prestamos atención, puede ser lo más extraño del mundo en otro lado. Había aprendido a apreciar con detenimiento esas diferencias, que podían ser pequeñas o enormes, y eso me resultaba increíblemente enriquecedor.

Cuando llevábamos cuarenta y cuatro días en España, repartidos entre Madrid y Córdoba, llovió por primera vez. Fue una lluvia muy tímida y suave, nada comparada con una lluvia torrencial como podría suceder en el trópico. Un ratito a la mañana y un ratito a la tarde. Fin. Para mí, que había vivido toda mi vida en Buenos Aires (uno de los lugares más húmedos que conozco), la lluvia y la humedad constante en el aire nunca habían sido elementos destacables, simplemente estaban ahí, a veces más, a veces menos, y el agua, de una forma u otra, era parte de la vida cotidiana. En cambio, en Córdoba (y en general en toda la región de Andalucía), la escasez de agua es un problema grave y cada gota que cae del cielo tiene valor. Las plantas, la gente, las calles, todos están agradecidos cuando llueve. Y a mí, que ahora estaba en ese lado del mundo y entrenando toda una gama de nuevas sensaciones, me pasaron dos cosas en ese día lluvioso: me sorprendí lo suficiente como para documentarlo —con fotos y tinta— y me acordé un poquito de Buenos Aires.

Housesitting, crónica de novatos

“¿Ustedes se marean en rutas de montaña?”, nos preguntó Suzanne apenas abandonamos el confort de la autopista para meternos tierra adentro y arriba. Los primeros quince minutos de viaje se habían sentido como estar volando en una alfombra de seda que iba serpenteando con cada recodo del Mediterráneo. Pero eso había terminado. Por suerte para nosotros, respondimos que no, que no nos mareábamos. Curva, montaña, curva, subida, distintos tonos de verde, curva, subida, almendros, curva, pueblos blancos, subida, curva. Estábamos llegando a La Alpujarra Granadina y todavía no lo sabíamos.

Cuando empezamos a soñar con vivir viajando sin límite de tiempo, no sabíamos muchas —muchísimas— cosas, pero algo estaba claro: había que hacer lo posible por reducir gastos. Investigando cómo llevar eso del plano de los sueños a la realidad, notamos que algunas palabras empezaban a repetirse entre viajeros que habían hecho o que estaban haciendo algo similar, y muchas se fueron grabando en nuestra recién nacida memoria viajera. Una de ellas era housesitting .

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