Noelia Truffa - Escribiendo por el mundo

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En 2016, durante un viaje en solitario por el sudeste de Asia, arriba de un colectivo destartalado en el norte de Tailandia y rodeada de monjes budistas vestidos con túnicas anaranjadas, Noe lo vio muy claro: supo que quería dedicar sus días a viajar y escribir, y ya no hubo vuelta atrás. El 1.º de enero de 2019, después de años de soñarlo y planificarlo, ese sueño se convirtió en realidad y, acompañada de Omar, su pareja, transformó el viaje en su nuevo estilo de vida. Escribiendo por el mundo reúne los relatos de las vivencias de los primeros dos años de esa vida nómada en la que Noe y Omar recorrieron doce países de Europa, África y Asia. Es una mezcla entre crónica de viaje y diario íntimo. Por un lado, el viaje exterior, que incluye lugares, experiencias, mares, olores, montañas, fronteras, sabores y más. Por otro, el viaje interior, que recopila todas las decisiones, aprendizajes, trabas burocráticas y oportunidades que llevaron a Noe y Omar a tomar uno u otro camino, y van mucho más allá de los destinos en sí, convirtiendo a la comunión entre ambos en un viaje totalmente personal, único y subjetivo. A lo largo de las páginas de
Escribiendo por el mundo, Noe invita al lector a tener una experiencia interactiva y a sumarse al viaje a través de recetas típicas de cada uno de los países que visitaron y consignas creativas para «poner manos a la obra».

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Pasaron tres días antes de la siguiente respuesta de Suzanne, como si el universo hubiera adivinado que necesitábamos un tiempo para que las ideas decantaran. Nos preguntaba cuánta plata esperábamos a cambio del housesitting y eso nos desconcertó por completo. Teníamos entendido que en el housesitting no había dinero de por medio. ¿Por qué entonces nos estaba preguntando eso? ¿O habíamos entendido todo mal?

Le respondimos que no esperábamos ninguna retribución económica, intuimos que estábamos cerca de cerrar el trato y tomamos internamente la decisión de ir por esta opción que, aunque tenía sus riesgos, nos parecía la mejor.

El día siguiente nos despertamos con la sorpresa de que Suzanne, que casi siempre se tomaba su buen tiempo para responder, lo había hecho más rápido que nunca y nos había confirmado el housesitting . No lo podíamos creer. Teníamos nuestro primer housesitting y empezaba dentro de un mes. Ahora tocaba decidir qué hacer en el medio.

Córdoba, colección de novedades

“¡Entonces nosotros tenemos que aparecer en el libro!”, dijo uno de los tres seminaristas latinoamericanos con los que viajábamos cuando le conté que quería escribir un libro sobre mis experiencias explorando el mundo. Sus dientes blancos brillaban como estrellas en un cielo de piel caribeña. Le respondí que sí, que sin duda iban a aparecer. Era la primera vez que viajábamos con Omar a dedo y lo iba a recordar para siempre.

Córdoba se ganó un lugar en nuestra ruta por pura casualidad. Desde que Suzanne nos había confirmado el housesitting nos habíamos dedicado a hacer todo tipo de planes para rellenar ese mes que se veía como una página en blanco entre Madrid y Granada. Durante varios días hubo —como ya venía siendo costumbre— un montón de opciones sobre la mesa. El lugar nos daba más o menos lo mismo, lo que más nos importaba era cómo hospedarnos. Las premisas eran no pagar alojamiento y no desviarnos demasiado de la ruta hasta Granada. Eran momentos de novedades, de cosas nuevas, y ya que en unas semanas íbamos a probar el housesitting , pensamos que ese tiempo de relleno era una buena oportunidad para probar otro pendiente: el trabajo voluntario.

Sabíamos que el trabajo voluntario era un sistema de intercambio de hospitalidad por el cual una parte aportaba horas de trabajo a cambio de alojamiento y, a veces, también de comida. Todas las condiciones (cantidad de horas, tipo de alojamiento, cantidad de comidas incluidas, etcétera) dependían de cada caso.

Nos suscribimos a la plataforma Workaway y aplicamos a unos cuantos avisos que estaban más o menos en el camino. Nos aceptaron en uno en el que el trato era quince horas de trabajo semanales a cambio de alojamiento en una habitación privada. Y así, por puro azar, apareció Córdoba en el viaje, del mismo modo que nosotros en ella. O al menos así se sintió estar en Madrid y aparecer en Córdoba sin haber tomado un bus, un tren o un avión.

Recorrimos los primeros cuarenta y ocho kilómetros con Javier, un colombiano que vivía en España hacía dieciocho años y había viajado muchísimo a dedo durante su juventud. Los siguientes trescientos treinta y siete, con los que llamamos “los tres ángeles del camino”, que aparecieron en forma de tres seminaristas de El Salvador, Nicaragua y Guatemala, viajando en un minibús con un montón de asientos vacíos.

En el camino que separa Madrid de Córdoba aprendí muchas cosas sobre los cuatro países de nuestros cuatro acompañantes, países que estaban más cerca de Argentina que de España y que, sin embargo, yo no conocía. Recordé que para eso quería viajar en general y a dedo en particular, para demostrar(me) que era posible, para escuchar historias, para ver el mundo desde muchas perspectivas diferentes.

Antes de llegar a Córdoba no sabíamos nada sobre la ciudad. Esto para mí era una particularidad: era la primera vez que iba a un lugar sin saber nada de él, más allá de que había una mezquita. Ni siquiera había visto un mapa de la ciudad. No sabía si era grande, chica, si nos iba a resultar interesante o aburrida desde el día uno. En ese contexto de desconocimiento total habíamos hecho planes para estar en Córdoba dos semanas, después de todo, ya lo decía Gustavo Cerati en la letra de “Magia”: “Nada me importa más que hacer el recorrido, más que saber adónde voy”.

Los primeros tres días los pasamos en un Airbnb para aclimatarnos al lugar y conectarnos con la ciudad antes de empezar el trabajo voluntario. No solo nos aclimatamos sino que nos enamoramos y la cita a ciegas se convirtió en amor a primera vista. Sentía que la ciudad y yo éramos una misma cosa y me había estado esperando desde hacía tiempo. Los callejones blancos y ocre que iban y venían, subían y bajaban, las fuentes de agua, los naranjos adornando y perfumando cada rincón de la trama, el legado de los siglos de ocupación musulmana, el flamenco por todos lados, la primavera que ya empezaba a adivinarse, los patios de las casas explotando de color, el arte islámico, los azulejos, las macetas repletas de flores, todo me parecía soñado.

El cuarto día nos mudamos a la casa donde haríamos el trabajo voluntario. Nos recibió Carola, dueña y futura jefa. Carola había nacido en la República Democrática Alemana (Alemania Oriental), por aquella época en la que Alemania estaba dividida en dos. Cuando ella tenía un año y su hermana tres, sus padres decidieron dejar toda una vida atrás y cruzar con ellas en brazos hacia la República Federal Alemana (Alemania Occidental) de la única forma que era posible, ilegalmente. Cuando conocimos a Carola, habían pasado más de cincuenta años desde aquella noche y treinta desde que vivía en España, donde habían nacido sus dos hijos.

La casa no solo tenía una ubicación privilegiada en el corazón del casco antiguo, sino que era una típica casa cordobesa, una casa­patio. La forma de vivienda conocida como casa­patio surgió en distintos lugares del mundo después de la Revolución Industrial, como respuesta económica a la necesidad habitacional de las grandes masas de gente que migraban del campo a las ciudades. Y aunque en cada lugar se les dio un nombre diferente (en Buenos Aires, lo más parecido sería el conventillo), el espíritu era el mismo. Se trataba de una solución económica en la que muchas viviendas pequeñas se organizaban alrededor de un patio. En cada vivienda se alojaba una familia y se compartían los espacios de cocina, baño y lavado de ropa, los cuales, en general, se ubicaban en sectores exteriores o semicubiertos. El corazón de la casa, también compartido y donde sucedía la mayor parte de la vida social, era el patio. De ahí que este espacio aparezca en el nombre que este tipo de viviendas recibió en España. Los únicos espacios privados eran las habitaciones. Esta disposición generaba un sentido muy fuerte de comunidad y unión entre las distintas familias que vivían en la misma casa­patio. Eran mucho más que vecinos, eran una familia extendida y, por ejemplo, festejaban juntos cumpleaños, navidades y otras fiestas importantes.

Con el paso de los años, y a medida que la situación económica de los nuevos habitantes de la ciudad fue mejorando, las casas­patio empezaron un proceso de “privatización”. Cada familia comenzó a generar, poco a poco, sus versiones de los espacios que antes eran públicos, construyendo cocinas y baños en espacios cerrados y propios.

Para cuando llegamos a Córdoba, la historia de las casas­patio había cambiado por completo. Ya no era una alternativa de vivienda económica sino todo lo contrario. Vivir en una casa­patio en el casco antiguo de la ciudad se había convertido en un privilegio y una opción reservada para la minoría, de la cual, gracias a un crédito a pagar en veinte años, formaba parte Carola.

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