Está claro que, como Jane explicaba, cada uno de nosotros tiene sueños y esperanzas para nuestras vidas y sueños y esperanzas para el mundo. La ciencia de la esperanza ha identificado cuatro componentes fundamentales para tener una sensación duradera de esperanza en nuestras vidas, y tal vez también en nuestro mundo: debemos tener metas realistas a las cuales aspirar, así como vías realistas para obtenerlas. Además, necesitamos tener confianza en que vamos a alcanzar estas metas, y apoyo para superar las adversidades que surjan por el camino. Algunos investigadores llaman a estos cuatro componentes el “ciclo de la esperanza”, porque cuanto más tenemos de cada uno, más se potencian entre sí y más esperanza infunden en nuestras vidas.
La ciencia de la esperanza era interesante, pero yo quería saber qué pensaba Jane, sobre todo, acerca de cómo podemos tener esperanza en épocas difíciles. Pero antes de que pudiéramos explorar esta pregunta, el doctor Anthony Collins, colega de Jane en Gombe, fue a avisarnos que el equipo de grabación de National Geographic la necesitaba. Nos detuvimos por el día y acordamos retomar a la mañana siguiente, para conversar sobre la esperanza en épocas de crisis. No podía saber que para la noche siguiente la esperanza se volvería aún más urgente —y esquiva—, durante una crisis personal.
¿Cómo conservar la esperanza en épocas difíciles?
El canto de un muecín que llamaba a la oración me despertó temprano, cuando ya se dejaba sentir el pegajoso calor veraniego de Tanzania. En la luz rosada del amanecer, mientras el agua y el cielo azul cobraban brillo, observé a un pescador en un pequeño bote de madera, más bien como una piragua, que arrojaba al agua una delicada red blanca con la esperanza de atrapar un pez. La tiraba una y otra vez, recogiéndola cada vez para eliminar los palos y hojas y las ocasionales botellas y bolsas de plástico que pescaba, pero ningún pez. Debía ser la esperanza —y el hambre— lo que lo hacía levantarse cada mañana para salir a conseguir el sustento para su familia.
Cuando llegué a casa de Jane, más tarde esa mañana, me recibió en el jardín trasero y señaló una mancha oscura en una rodilla de su pantalón.
—Es sangre —dijo. Pasamos a su amplio jardín silvestre y me mostró dónde se había tropezado la noche anterior y se había raspado la rodilla.
Me explicó cómo había ocurrido.
—Llevaba las velas así —dijo, levantando mucho las manos—, de modo que podía ver hacia dónde iba, pero no el suelo bajo mis pies. Alguien dijo: “Cuidado por donde pisas”, pero para entonces ya era tarde.
A Jane no parecía preocuparle lo más mínimo su herida.
—Mi cuerpo sana rápido —explicó.
—Estoy seguro de que te han tocado peores —dije, pensando en su actitud tranquila y despreocupada.
—Ay, sí. Mira ésta —dijo Jane, señalando su mejilla y casi disfrutando la hendidura que sugería un posible hueso roto en su historia.
—¿Qué fue eso?
—Una interacción con una roca en Gombe.
—Cuéntame qué pasó.
—Ah, pues si vamos a hablar de esto, te lo voy a contar con lujo de detalle, porque fue de lo más dramático…
Pero antes de que pudiera comenzar, los perros corrieron hacia nosotros y nos saltaron encima cariñosamente. Uno de ellos, Marley, era un perrito blanco de patas cortas, una especie de cruza entre un corgi y un terrier West Highland, con grandes orejas peludas. La otra, Mica, era más grande y de color negro y marrón, una mezcla con las orejas caídas típicas de los labradores.
—A todos los rescatamos —cuenta Jane—. Mica viene de un refugio que comenzó un amigo. Y Merlin encontró a Marley vagando por las calles, sin hogar. No tenemos idea de cuál sea su historia.
Lo acarició y dio inicio a la suya.
—Esto pasó hace doce años, cuando tenía setenta y cuatro. Estaba subiendo una pendiente que, la verdad, era demasiado empinada. Fue una tontería, pero una chimpancé había subido por allí y trataba de encontrarla. Estaba resbaloso y era la temporada seca, así que no crecía nada de lo que pudiera sostenerme, sólo hebras de pasto seco que se desprendían al tomarlas. Pero bueno, conseguí llegar casi hasta la cima, y allí, justo encima de mí, había una roca grande. Pensé que podría treparme en esa roca y luego sobre otra que podía ver más arriba, y listo, habría llegado. Así que me estiré, me sujeté de la roca y, para mi horror, se desprendió. Y era como así de grande —Jane sostuvo sus manos a sesenta centímetros de distancia— y era muy, muy sólida y pesada. De modo que cayó sobre mi pecho y nos derrumbamos juntas. Yo terminé tirada de lado, ¡como sosteniendo la roca contra mí! Como dije, la pendiente era muy empinada y de unos treinta metros de altura. Si algo no me hubiera empujado a un lado para hacerme caer en una vegetación que ni sabía que estaba allí, no estaría aquí ahora. Yo me salvé, pero la roca cayó hasta el fondo. Hicieron falta dos hombres con una camilla para llevársela; era demasiado pesada para que yo la levantara.
”La tenemos afuera de mi casa en Gombe —concluyó Jane, describiendo su trofeo con aire triunfal—. Siempre hacemos que la gente trate de adivinar cuánto pesa.
—¿Cuánto pesa? —pregunté.
—Cincuenta y nueve kilos.
—Pero si le sumas la velocidad de la caída, debe haber producido un impacto mucho mayor sobre tu cuerpo mientras rodabas por la pendiente —dije.
—¡Dímelo a mí! —respondió Jane.
—¿Qué te empujó hacia un lado?
—Alguien o un poder desconocido que me cuida allá arriba —respondió Jane, mirando hacia el cielo—. Esto ya había pasado antes.
—Alguien… —comencé a decir, pero Jane todavía iba a la mitad de su historia. No tuvimos oportunidad de conversar sobre qué o quién la cuidaba, pero estaba seguro de que retomaríamos el tema más tarde.
—Entonces, al hacerme una radiografía dos días más tarde, descubrí que tenía un hombro dislocado. Y mucho tiempo después, cuando los moretones habían desaparecido hacía rato de mi cara, estaba segura de que algo seguía mal. Así que le pedí a mi dentista que me sacara una radiografía.
—¿A tu dentista?
—Pues sí. Ya estaba allí, y no quería hacer todo el trámite de pedirle una cita al doctor. El dentista me dijo que no podía tomarme una radiografía de muy buena calidad, pero parecía que tenía una fisura en el pómulo. Me dijo: ‘Podrían ponerte una placa metálica’. Yo estaba bastante segura de que no necesitaba una placa en la mejilla. ¡Imagínate el lío de seguridad en el aeropuerto! De todos modos, no tenía tiempo para achaques. Tenía trabajo que hacer. Aún no tengo tiempo para achaques. Todavía tengo trabajo que hacer.
Muchas personas mayores que conozco se la pasan concentradas en sus achaques, pero las que me parecen más sanas y felices son las que se concentran en algo distinto a sus propios problemas. Jane se revelaba como un poderoso ejemplo de resiliencia y persistencia frente a los obstáculos, atributos que los investigadores me habían dicho que eran indispensables para tener esperanza. Nada se interponía entre ella y sus objetivos.
—¿Siempre fuiste tan fuerte y ruda? —le pregunté.
Jane rio.
—No, de joven siempre me enfermaba. De hecho, mi tío Eric, que era doctor, me llamaba Weary Willie. * * Un payaso interpretado por Emmett Kelly, vestido de vagabundo y de gesto lastimero. (N. de la T.) (Catalin y Daniela Mitrache)
Yo en verdad pensaba que mi cerebro rebotaba dentro de mi cráneo; no sé por qué. Pero tenía unas migrañas horrorosas.
—Yo también tenía migrañas. Son horribles —le conté.
Me impresionaba su fortaleza mental, que al parecer la había hecho volverse muy dura en la vida adulta, a pura fuerza de voluntad. Me recordaba una de las historias más conmovedoras que había escuchado sobre el poder de la mente.
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