”Como naturalista debes tener empatía e intuición. Y amor. Tienes que estar preparada para ver una parvada de estorninos y maravillarte por la asombrosa agilidad de estas aves. ¿Cómo pueden volar en una bandada de varios miles de individuos sin tocarse unos a otros y, sin embargo, mantener formaciones tan cerradas y girar y lanzarse en picada todos juntos, casi como si fueran uno solo? ¿Y por qué lo hacen? ¿Por diversión? ¿Por placer? —Jane alzó la mirada hacia unos estorninos imaginarios, y sus manos bailaron como si fueran una parvada de aves ondulando en el cielo.
De pronto, Jane me pareció una joven naturalista llena de maravilla y asombro. Al comenzar a caer una pesada lluvia que nos obligó a hacer una pausa en la conversación, no fue difícil imaginarla en esos primeros días, cuando sus propios sueños y esperanzas parecían tan lejanos y difíciles de alcanzar.
Cuando la lluvia cesó, pudimos retomar nuestra charla. La pregunté a Jane qué recordaba de su primer viaje a África. Ella cerró los ojos.
—Fue como un cuento de hadas —respondió—. En esos días, no había aviones que hicieran esa ruta (era 1957), así que llegué en barco, el Kenya Castle. Debería haber tardado dos semanas, pero terminó tomándonos un mes, porque había una guerra entre Inglaterra y Egipto, así que estaba cerrado el canal de Suez. Tuvimos que rodear todo el continente africano, bajando hasta Ciudad del Cabo y subiendo nuevamente a lo largo de la costa de Mombasa. Fue un viaje mágico.
Jane iba decidida a cumplir su sueño de estudiar animales en estado salvaje, un sueño que nació de niña, cuando leía las historias del Doctor Doolittle y Tarzán.
—Está claro que Tarzán se casó con la Jane equivocada —ella bromeó.
La inverosímil vida de Jane ha inspirado a muchas personas en todo el planeta. En esa época, las mujeres no viajaban a medio mundo de distancia para vivir en la selva con animales salvajes y escribir libros sobre ellos. Como Jane dijo: “¡Ni siquiera los hombres lo hacían!”.
Le pedí que me contara más sobre aquellos primeros días.
—Me fue muy bien en la escuela —recordó—, pero cuando me gradué, a los dieciocho años, no había dinero para la universidad. Tuve que encontrar trabajo, así que tomé un curso de secretaria. Era muy aburrido. Pero mi mamá me dijo que tendría que trabajar muy duro, aprovechar las oportunidades que tuviera y nunca rendirme.
”Mi mamá siempre decía: ‘Si vas a hacer algo, hazlo bien’. Creo que ha sido una piedra angular en mi vida. Si no quieres hacer algo, déjalo por la paz, pero si lo vas a hacer, pon lo mejor de ti.
La oportunidad de Jane llegó cuando un amigo de la escuela la invitó a visitar la granja de su familia en Kenia. Y fue durante esa visita que escuchó hablar del doctor Louis Leakey, el famoso paleoantropólogo que había pasado su vida buscando los restos fosilizados de nuestros ancestros más antiguos en África. Por ese entonces era curador del Museo Coryndon (ahora Museo Nacional de Nairobi).
—Alguien me dijo que si me interesaban los animales tenía que conocer a Leakey —dijo Jane—. Así que hice una cita para verlo. Creo que lo impresionó lo mucho que sabía sobre animales africanos; había leído todo lo que había podido sobre ellos. Y adivina qué: dos días antes de conocerlo, su secretaria se había ido sorpresivamente, y necesitaba un reemplazo. Ya ves: ¡ese aburrido curso de secretaria rindió sus frutos después de todo!
Jane fue invitada a acompañar a Leakey, a su esposa Mary y a Gillian, otra joven inglesa, a su excavación anual en la garganta de Olduvai, en Tanzania, en busca de antiguos restos humanos.
Con el doctor Louis S. B. Leakey, el hombre que hizo mis sueños realidad (Instituto Jane Goodall / Joan Travis).
—Cuando se acercaba el fin de nuestra estancia de tres meses, Louis comenzó a hablar de un grupo de chimpancés que vivía en los bosques que bordean la costa este del lago Tanganika, en Tanzania, que por entonces aún se llamaba Tanganika y se encontraba bajo el régimen colonial británico. Me dijo que el hábitat de los chimpancés era remoto y agreste, y que habría animales peligrosos; los chimpancés mismos son cuatro veces más fuertes que los humanos. Ay, ¡qué ganas tenía de emprender una aventura como la que Leakey imaginaba! Dijo que estaba buscando a alguien con amplitud de miras, con pasión por el aprendizaje, que adorara a los animales y dotada de una paciencia inagotable.
Leakey pensaba que entender el comportamiento en estado salvaje de nuestros parientes más cercanos podría arrojar luz sobre la evolución humana. Quería que alguien se ocupara de este estudio porque, si bien podemos aprender mucho sobre el aspecto de una criatura a partir de su esqueleto, y de su dieta gracias al desgaste de los dientes, la conducta no se fosiliza. Creía que debía existir un antepasado común, una criatura entre simio y humano, que vivió hace unos seis millones de años. Si los chimpancés modernos (con quienes compartimos casi noventa y nueve por ciento de la composición de nuestro ADN) mostraban conductas similares (o idénticas) a las de los humanos modernos, argumentaba Leakey, éstas podrían haber estado presentes en ese antepasado común y formar parte de nuestro repertorio a lo largo de nuestras rutas evolutivas divergentes. Pensaba que esto lo ayudaría a deducir con más precisión el comportamiento de nuestros ancestros de la Edad de Piedra.
—No tenía idea de que estaba pensando en mí como candidata —dijo—, ¡y casi no lo pude creer cuando me preguntó si estaba lista para la tarea! —Jane sonrió al recordar a su mentor—. Louis era un verdadero gigante —afirmó—, en genialidad, visión y estatura. Y tenía un enorme sentido del humor. Le tomó un año obtener los fondos. Al principio, la administración británica se negó a concederle el permiso, horrorizada por la idea de que una joven blanca se internara en la espesura, pero Leakey insistió y terminaron por acceder, siempre y cuando no fuera sola y tuviera un compañero “europeo”. Louis quería alguien que me ayudara en segundo plano, no que compitiera conmigo, y decidió que mi mamá sería perfecta. No tuvo que retorcerle mucho el brazo: le encantaban los desafíos y la expedición no habría sido posible sin ella.
”Bernard Vercourt, el botánico del Museo Coryndon, nos llevó hasta Kigoma (el pueblo más cercano a Gombe) en un Land Rover sobrecargado y de batalla corta, por caminos de tierra llenos de agujeros y de baches. Más tarde reconoció que al dejarnos, no esperaba volver a vernos con vida.
Mi mamá me ayudaba a prensar las plantas que yo recolectaba tras observar que los chimpancés las comían, así como a secar cráneos y otros huesos que hallaba. Nos encontramos en la entrada de nuestra vieja tienda militar de segunda mano (Instituto Jane Goodall / Hugo Van Lawick).
A Jane, sin embargo, le preocupaba más cómo cumplir su misión que los posibles peligros. Jane hizo una pausa, y la invité a que continuara.
—Cuando estuviste en Gombe, le escribiste una carta a tu familia que decía: “Mi futuro es totalmente ridículo. Me la paso de cuclillas como chimpancé, sobre las rocas, sacándome púas y espinas, y río al pensar en esta desconocida señorita Goodall que dice estar haciendo investigación científica en algún lejano lugar”. Cuéntame sobre esos momentos de esperanza y de desesperación —le pedí, ansioso por entender la incertidumbre y la falta de confianza que experimentó, sobre todo al tratar de hacer algo que nunca se había intentado antes.
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