Ángeles Malonda Arsis - Aquello sucedió así

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La Guerra Civil española no acabó para todos en 1939: quienes se encontraron en el bando de los vencidos tuvieron que sufrir las represalias de los vencedores. Encarcelada durante cinco años y castigada a la pena de muerte, la autora transmite su incomprensión ante el abuso de poder ejercido por algunos de los responsables de las prisiones. Indignada por la injusta muerte de Antonio Azcón, su marido, el libro muestra la pena, el dolor y la rabia de Ángeles Malonda por el sufrimiento de sus más allegados, a la vez que la desesperación por la separación de sus hijas. Finalista del Premio Espejo de España en 1982, este volumen es una crónica de nuestra historia, vivida en primera persona y relatada para dejar constancia de los recuerdos de una época, con el deseo de que nunca nadie sea espectador de una guerra, y menos aún de una guerra civil.

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En su primera charla, al comenzar el curso, la directora expuso que al haber ingresado en la Residencia, y puesto que para ello era condición indispensable haber cursado la segunda enseñanza, ya éramos, teníamos que ser, mujeres con cierta formación proveniente del hogar, del país; en una palabra: del ambiente en el que nos hubiéramos desenvuelto; y que cada una tenía que respetar los criterios y las ideas de las demás. Convivían con nosotras algunas extranjeras que cursaban español, arte, literatura, con sus diversas ideas en cuanto a creencias religiosas: protestantes, sionistas, etc., así que respecto a esta cuestión predominaba una libertad absoluta. A las recién llegadas del país se nos indicó que muy cercano a la casa, en el paseo del Cisne, existía un espacioso templo, el de San Fermín (Carmelitas Descalzas), al que se podía asistir, sin coacción alguna, quien lo desease.

En el vestíbulo de entrada se exponían anuncios con las convocatorias para cuantos actos nos pudieran interesar, tanto los que se realizaban en el interior de la casa como en el exterior: conferencias, fiestas en el Ateneo o en otros diversos centros, para lo que se disponía de invitaciones.

Cercana a nuestra Residencia, en la calle del Pinar, en los altos del Hipódromo, se hallaba situada la de muchachos estudiantes. Figuras destacadas unos años después fueron sus residentes: Dalí, Buñuel, García Lorca, los hermanos Machado, etc.

Durante las vacaciones navideñas y de verano retornábamos a nuestros hogares conducidas por aquel ferrocarril que te inundaba el cuerpo de carbonilla, después de un largo trayecto de toda la noche. Al recordar estos viajes me viene a la mente la cínica frase de un pretendiente desdeñado, cuando, al término, me susurró al oído: «Ahora podré decir que hemos pasado una noche juntos», lo que me produjo gran indignación.

Pasado el primer curso, pude conseguir de mi madre que consintiera en dejarme viajar sola. Al llegar a Madrid, a la estación de Atocha, y montar en un coche de caballos entre los muchos que había estacionados, y «tras, tras, tras», al trote de los mismos Castellana arriba, me embriagaba, me sentía flotar al verme inmersa en esa libertad de acción después de aquellos tantos años de sometimiento. Liberada de los resabios pueblerinos, iba camino de conseguir, ya muy pronto, ser una mujer independiente, aquello que mi padre me había inculcado desde niña con tanto fervor. Al fin me había encontrado a mí misma. Pasaron fugaces esos felices e inolvidables años.

Al estar nuevamente internada e ir recordando etapas anteriores, me sentía feliz con esta cierta independencia, que te permitía salir y entrar a tu acomodo, sin tener que dar explicaciones. Un portero uniformado, Habencio, vigilaba la puerta sin entrometerse en nuestras andanzas. Venía a mi mente la estancia en el colegio, en donde todo era prohibitivo. Recuerdo un domingo por la tarde: a través de los cristales atisbaba la plaza de San Agustín cuando acierta a pasar por allí la superiora, quien, retirándome bruscamente, exclama: «Una colegiala no debe asomarse al balcón. Escriba esa frase diez veces». «Oiga, pero si…». «Por replicar, escríbalo veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.

Finalizados mis estudios, yo me aferraba a la idea de seguir mi vida por nuevos derroteros. Siempre sentí el ansia de viajar, conocer el mundo. Vislumbré la ocasión en una convocatoria de la naciente Junta de Ampliación de Estudios, que tenía como misión el intercambio de estudiantes y que, previos unos requisitos, como eran el de estar ya licenciados con buen expediente y conocer algo de inglés, se podía optar a una beca para ampliar estudios en América, concretamente en Florida, para dos años. Otra compañera y yo, al reunir las condiciones exigidas, la solicitamos con éxito, pero…vino a mi encuentro una de mis primeras grandes contrariedades: para el embarque precisaba del permiso materno, el cual me fue denegado, por lo que hube de renunciar.

Con mi flamante título de licenciada y mi curso de doctorado, me vi obligada a reintegrarme a mi ciudad, Gandía.

Un farmacéutico de los establecidos, por asuntos particulares, decidió dejar de ejercer su profesión y ofreció a mi madre el traspaso de su oficina, lo que ella se apresuró a aceptar para mí. Al verme propietaria de una farmacia, con la responsabilidad que ello implica, quedé «atada de pies y manos», ahogando mis ansias de vuelo. Fui consciente de que dejaba atrás una primera etapa de juventud radiante. Tenía que estar agradecida a mi destino; éste seguía sin portarse mal; me iba amoldando bien a mi nueva forma de vida, en plena actividad y éxito en el ejercicio de la profesión que había elegido. En ese periodo surge mi definitivo amor en la figura de un compañero de profesión que ejercía en una ciudad contigua. Unimos nuestras vidas después de un año de sólida amistad, en el que constatamos nuestra compenetración en todos los órdenes; ello ocurrió en el año 1929. Transcurrieron años felices, entre los que nos nacieron dos preciosas nenas. No me agradaban los continuos desplazamientos de mi marido a unos treinta kilómetros de distancia de nuestro hogar. Convinimos en traspasar la farmacia de Alcira. Realizado esto, se montó un laboratorio de especialidades farmacéuticas, actividad que Antonio ya venía desarrollando en pequeña escala. Del importe del traspaso quedó un remanente y, como siempre, de mutuo acuerdo se adquirió un flamante coche. ¡Un automóvil! Por aquellas fechas eran muy pocos los que circulaban. Nuestro cuidado Citroën de cuatro puertas causaba la admiración de amigos y envidia en otras personas; él lo denominó «nuestro brillante». Todo iba siguiendo su curso normal en un feliz hogar cuyos cimientos eran amor y trabajo. Así nos vimos inmersos en el fatídico julio del treinta y seis.

A partir de esta fecha da comienzo la narración en la que me propongo dejar un testimonio más, entre los muchos ya aparecidos, de la hecatombe en la que nos vimos envueltos todos los españoles con el estallido de la cruel guerra civil.

FACULTAD DE FARMACIA

Viejo caserón enclavado en pleno centro de Madrid, en la que aún hoy se denomina calle de la Farmacia, entre Fuencarral y Hortaleza. Entre, como máximo, un centenar de varones en el curso, éramos unas siete mujeres, muy bien acogidas tanto por el profesorado como por los compañeros.

En las aulas, al comienzo de la clase, se pasaba lista nombrando a los alumnos uno por uno, y tenían que hacer acto de presencia. El faltar sin causa justificada se consideraba muy importante, incluso para la calificación en los exámenes. El profesor requería a un alumno para que pasara a la tarima y expusiera el tema que había explicado el día anterior. Esto ocurría de una forma inesperada, y había que ir preparado por si eras el elegido. Si éste fracasaba, se le calificaba con una mala nota (un cero) y solía llamar a cualquier otro de los que estaban cercanos en la lista, lo que resultaba muy emocionante para los interesados. La mayoría adoptamos el sistema de los «apuntes», que consistía en prestar la máxima atención al profesor en su disertación e ir tomando nota de la misma. Era una eficaz ayuda para salir del paso de la forma más airosa cuando eras el agraciado. Para cada una de las asignaturas se nos había recomendado un adecuado libro de texto; en muchos casos su autor era el mismo catedrático. Don Marcelo Rivas era nuestro querido profesor en Botánica. Cuando la época y el clima eran propicios, organizaba excursiones a montes y campos cercanos; dirigidos por él y por sus auxiliares, se escogían especies para el montaje de nuestro herbario, que había que tener muy bien clasificadas para el examen de fin de curso.

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