Al momento me llegó su respuesta:
Genial, allí estaré. Te quiero…
¡Bien! Leer eso fue una bocanada de aire, pude respirar al darme tregua la presión que hasta entonces se había instalado en mi pecho. Seguía queriéndome. Ahora tenía que preparar la maleta sin que se enteraran mis padres, porque había cosas imprescindibles: cepillo de dientes, compresas (porque, qué raro, tenía que venirme la regla) y recambio de ropa interior. Así que me dispuse a reunirlo todo y meterlo apretujado dentro del bolso que me llevaría. Cuando lo tuve todo, escondí el bolso dentro del armario hasta el día siguiente, no fuera que a mi madre le diera por hurgar en él y descubriera todo el pastel. Así que me fui a dormir sin cenar, no quise ni salir, pues estaba muy enfadada con el mundo.
Al día siguiente, me desperté con sentimientos encontrados: por un lado estaba enfadada con mi familia por no dejarme ir, pero por el otro estaba feliz de saber que dormiría con él. Me levanté muerta de hambre y me decidí a salir a ver el panorama. Estaban todos desayunando y me uní a ellos en la mesa de la forma más discreta que pude. En silencio y sin decir nada cogí una tostada y empecé a untármela con mantequilla. Mi madre me puso una mano en la pierna a modo de buenos días, pero yo no cedí y seguí con lo mío. Cuando terminé, cogí mis cosas y me fui a la playa sola, pues un baño de agua fría no me iría mal y quizás me servía para aplacar un poco el genio que me caracterizaba y que, en aquel momento, tenía bastante a flor de piel. Al volver, ya habían comido y estaban todos durmiendo la siesta. Mejor, no tenía ganas de entablar ningún tipo de conversación. Cada vez me sentía más incomprendida en aquella familia.
Al caer la tarde llegó mi hora. Cogí el bolso con todo el material secreto y fui directa a la puerta, pues mi autobús para ir hasta el pueblo de al lado para coger luego el tren estaba a punto de salir. Me dirigí a la plaza y tuve que correr porque ya estaba en la parada esperando a los últimos pasajeros. Compré el billete y me senté en el primer asiento de todos, me encantaba ver las vistas desde allí arriba, la carretera era de curvas y bastante estrecha y se podía ver perfectamente el mar en su azul más bonito.
Cuando bajé, comprobé que todo estuviera en su sitio y seguí andando hasta la estación de tren. Tenía que darme prisa, pues había un buen trozo andando, ya que tenía que cruzar todo el pueblo hasta llegar casi a las afueras y solo tenía quince minutos. Al llegar, estaba sudando y miré si tenía suelto para comprarme un agua, ya que no había cogido ninguna botella de casa al no caberme nada más en el bolso. Tenía dos minutos para comprar el billete y la botellita. No me dio tiempo ni a sentarme en uno de los bancos que había allí porque escuché las campanas del tren. Siempre que escuchaba ese ruido algo en mi interior se alteraba, sentía los nervios recorrerme desde los pies hasta situarse en mi estómago y no moverse de allí hasta que no bajaba. Me gustaban los trayectos, iba tranquila escuchando música y pensando en mis historias, pero ese era distinto. No sabía si Ricardo iba a perdonarme y me arriesgaba a quedarme tirada en aquella ciudad desconocida, pues el último tren salía a las 21 h y si discutíamos mucho rato no tendría tiempo de cogerlo para irme.
Mientras miraba por la ventana, situada en mi asiento, noté que algo pasaba: la regla. ¡Menos mal que llevaba compresas en el bolso! Me levanté y busqué con la vista el cartel de aseos. Sabía que había lavabos, pero no estaban en todos los vagones, solamente en algunos. Así que empecé la excursión en busca de un cubículo en el que poderme meter para ponerme una compresa y no mancharme los pantalones cortos, porque solo tenía esos para pasar hasta mañana. Fui andando de vagón en vagón hasta que vi el ansiado cartel. Abrí la puerta donde estaba colgado y me metí dentro. Ahí, haciendo equilibrios como pude, conseguí ponerme la compresa.
También era mala suerte que justo el día que iba a dormir con Ricardo me viniera la regla. Pero bueno, igualmente no habríamos hecho nada porque yo no estaba preparada para tener relaciones, ¡tenía 13 años! Así que me consolé con eso y volví a relajarme en mi asiento hasta que llegó el momento de bajar.
CAPÍTULO 3. ADIÓS VIRGINIDAD
CAPÍTULO 3. PRIMERA VIOLACIÓN
Al bajar, sentí como los nervios del estómago me apretaban tanto hasta el punto de hacerme daño. Me invadió un sudor frío en la nuca y empecé a marearme. Se me secó la boca y me vi incapaz de articular palabra. Mientras intentaba aparentar normalidad, quise encontrar con la mirada la moto azul de 49cc con la que tenía que venir a buscarme. Y lo vi. Ahí estaba, esperando mi llegada. Al acercarme, me dedicó una mirada fija e intensa, pero no me besó. Permanecimos en silencio durante todo el camino hasta casa y, al entrar por la puerta me dijo:
—Puedes dejar tus cosas en esta silla, si quieres.
En silencio, retiré la silla del comedor donde me había indicado e, intentando no llevarle la contraria ni en lo más mínimo, dejé mi bolso ahí y la botellita de agua que había comprado en la estación encima de la mesa.
—Ricardo, yo… —quise empezar.
Pero no me dio tiempo de terminar la frase porque me cortó con un beso y, cogiéndome por la cintura, me llevó hasta el pasillo. Me cogió de la mano y me dijo:
—Hoy dormiremos aquí —y se me abalanzó, cogiéndome con fuerza para tumbarme en la cama de matrimonio de sus padres mientras me besaba sin separarse de mí. Apenas podía respirar, pero lo pasé por alto. ¿Significaba eso que Ricardo me había perdonado? Por su actitud deduje que sí, así que hice lo mismo que él y le besé tumbada hacia arriba mientras intentaba no morir ahogada.
Estuvimos así mucho rato, seguramente menos de lo que a mí me pareció, y, cuando quise darme cuenta, sacó un condón y se lo puso.
—¿Qué haces…? —pregunté algo asustada. Nunca antes lo había hecho con nadie, tenía 13 años… Además, ¡tenía la regla!
—Venga… demuéstrame que me quieres… —me susurró al oído.
—No… Es que yo… no sé si estoy preparada… —dudé nerviosa.
—Venga… que después de la discusión viene la reconciliación… —insistió.
—No lo sé… Es que no sé si es el momento… Y tengo la regla… —seguí.
—Venga, Mía… Si tienes la regla no me importa, igualmente vas a sangrar. Yo te he perdonado, pero me tienes que demostrar que me quieres… Ahora te toca a ti. – sentenció.
—Sí, yo te quiero mucho… —empecé de nuevo.
—Pues demuéstramelo —me cortó él.
—Vale… pero poquito a poco, por favor… —accedí.
Notaba como si el corazón se me fuera a salir del pecho, mi respiración estaba agitada y eso jugó en mi contra, pues él creyó que jadeaba de excitación. Me dolió. Aunque le pedí que fuera poco a poco respetando, por lo menos, mi tiempo (y lo hizo), me dolió. No estaba excitada porque tenía miedo y, por lo tanto, no estaba lubricada. Al ser el primer día de mi ciclo tampoco no manchaba mucho y eso no ayudaba a que hubiera algo de lubricación. Sentía miedo por si me saldría mucha sangre, porque nunca lo había hecho con nadie y no sabía ni como se hacía, por si me juzgarían en el colegio… ¿A quién se lo podría contar que me comprendiera? Mis amigas todavía jugaban a las Barbies, y dudo que ninguna de ellas tuviera la menor idea de cómo va el tema del sexo hetero. Por lo tanto, pensé que no podía saberlo nadie. Estaba asustada, pero no podía decirle que no, al fin y al cabo yo le había fallado, tenía que compensárselo para que pudiera volver a confiar en mí. Intenté concentrarme y dominar mis temores para poderme relajar, ya que supuse que así no me dolería tanto. Y así fue: intenté aceptar el dolor en vez de negarlo a la vez que relajaba los músculos de forma consciente. De esa manera conseguí que, por lo menos, no me doliera tanto. Pero me dolió. Y me salió sangre, mucha.
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