—¿Cómo ha ido? —preguntó.
—Ay, mamá, pues ha ido muy bien —contesté embobada, aún recordando la que había sido mi primera cita, y fui directa a mi habitación.
Me gustaba estar sola, valoraba mucho tener mi propia habitación para poder estar tranquila. Era mi sitio en casa, mi rincón, mi pequeño refugio que podía decorar a mi manera, donde podía estar conmigo misma y reflexionar sin que nadie interfiriera. Aunque, tengo que decir que tan íntima no era, ya que mi armario era el más grande de la casa y allí guardaban el stock de detergente, la plancha, la caja de hilos y agujas para coser y las sábanas. Así que era mi guarida, pero a la vez servía de almacén, lo que significaba que la mayor parte del tiempo que pasaba en mi alcoba podía estar sola, pero en cualquier momento podía entrar alguien a buscar cualquier cosa del armario. Aun así, yo valoraba mucho tener mi propia habitación y no tener que compartirla con mi hermano, como le pasaba a una de mis mejores amigas, que tenía una hermana y no podía estar casi nunca sola, siempre que la llamaba por teléfono estaba ella a su lado. Así que apreciaba el hecho de poder ir a la habitación a encerrarme y, así, aislarme del mundo exterior que a veces me parecía injusto y cruel, y eso me hacía enfadar. Sí, siempre he sido muy justiciera. Me da toc el hecho de que un tema no quede cerrado de forma equitativa para ambas partes, me desequilibra y no soy capaz de tener paz mental sabiendo que hay una injusticia. Cuando eso pasa, manifiesto mi opinión y, como tengo carácter, la mayoría de veces me pierden las formas y lo digo mal, lo cual enfada a la otra persona y al final acabo discutiendo con media sociedad, encerrándome en mi habitación (y en mí misma) para desahogarme llorando.
CAPÍTULO 2. PRIMERA MENTIRA
CAPÍTULO 2. PRIMEROS CELOS
Los meses fueron pasando y, al fin, el curso escolar terminó. Aprobé sociales por pena, porque el profesor vio mi esfuerzo y mi voluntad a la hora de estudiar, pero se dio cuenta de que mi memoria no daba para más y que, evidentemente, era incapaz de aprenderme todos los ríos de Europa. Con las mates no tuve tanta suerte, suspendí y tuve que ir a la prueba extraordinaria, pero, finalmente, conseguí aprobar con un 5 raspado.
Como era de esperar, me pusieron deberes para las vacaciones de verano, pero me los repartí de tal forma que hice un esfuerzo al principio para luego estar libre el resto de días.
Con Ricardo nos habíamos ido viendo cada fin de semana: él venía el sábado por la mañana y estábamos juntos paseando por mi barrio hasta la hora de la comida, que me acompañaba a casa y se iba a coger el tren para volver a la suya. Entre semana le echaba mucho de menos, pero nos llamábamos por teléfono todos los días y hablábamos un rato.
El día de mi cumpleaños vinieron mis amigas a casa, estuvimos en mi habitación llamando por teléfono a números al azar para hablar con ellos. En una de esas llamadas, coincidimos con un chico, Nil, con el que hablamos casi toda la tarde. Congeniamos tanto que nos guardamos los números de teléfono respectivos para seguir hablando más días. Así que, cada día, después de hablar con Ricardo, nos llamábamos con Nil para charlar un rato y contarnos qué tal había ido nuestro día. Me reía mucho con él. Hasta que Ricardo tuvo miedo de perderme y empezaron a entrarle inseguridades. Fue entonces cuando me pidió que dejara de hablarme con él, y yo obedecí, pero solo unos días. Al cabo de una semana me di cuenta de que no quería perder a un amigo de verdad, Nil me aportaba mucho y no quería perderle, así que seguí hablando con él a escondidas de Ricardo.
Un día, la que se suponía que era mi mejor amiga del pueblo, Dúnia, le mandó un mensaje que ponía: dile a Mía que le mande recuerdos a Nil de mi parte, como habla tanto con él…
Fue un mensaje claro, directo y mandado con mala leche. Automáticamente Ricardo me llamó:
—Oye Mía, ¿es cierto que te hablas todavía con Nil?
—¿Cómo sabes tú eso? —pregunté asustada.
—He recibido un mensaje de Dúnia —contestó seco.
—No quería que te preocuparas… Solo me apetecía hablar con él, no quería perderle… —empecé a justificarme.
—¿PERDERLE? ¿ES QUE A CASO ESTÁS ENAMORADA DE ÉL? —gritó desde el otro lado del teléfono.
—¿Enamorada de él? ¡No! ¡Yo estoy enamorada de ti! —lloré.
Pero no obtuve respuesta. Me colgó. En seguida marqué el número para llamarle de vuelta, pero no me lo cogió. Me fui a llorar a mi habitación.
Por la tarde, lo volví a intentar, pero no obtuve respuesta. Lo seguí intentando a lo largo de las horas, a la vez que aumentaba mi angustia y la sensación de opresión en el pecho. Era como si me hubieran arrancado una parte de mí. Jamás volvería a hablar con él, le prometí algo y no lo cumplí, le había fallado y eso no me lo perdonaría nunca. En un gesto de desesperación volví a coger el teléfono para marcar su número, ya me los sabía de memoria, y, finalmente, escuché su voz:
—¿Qué quieres? —contestó.
—Hablar contigo… —dije temerosa.
—Dímelo rápido porque no tengo tiempo —dijo en un tono de voz totalmente neutro, sin ningún tipo de sentimiento. Eso me asustó y me bloqueó, no me salían las palabras ni el discurso lleno de argumentos que me había repetido mentalmente millones de veces aquella tarde.
—Pues… quiero pedirte perdón, sé que te he fallado y no quiero que esto suponga nuestra ruptura. Sé que no me lo merezco, pero me gustaría que me perdonaras. Por favor…
—No lo sé, Mía, me has hecho mucho daño. Te pedí que no volvieras a hablar con él y te ha dado igual. No puedo confiar en ti.
—Por favor… Me gustaría vernos y hablarlo en persona… — supliqué empezando a llorar de nuevo.
—No lo sé… Bueno, si quieres ven tú. Mis padres se van mañana por la tarde, ven a mi casa mañana por la noche y lo hablamos. —Al oír estas palabras se me iluminó un brillo de esperanza. Significaba eso que me iba a perdonar… O a eso me cogí como a un clavo ardiendo.
—Sí! ¡Claro que sí! No sé si mis padres me van a dejar, pero me las apañaré —contesté al momento.
—De acuerdo, hasta mañana —se despidió.
—Hasta mañana, te quiero… —esperé respuesta por su parte, pero lo único que escuché fue el ruido de su teléfono al colgar.
Bueno, se había despedido seco, pero por lo menos había accedido a vernos… Ahora me tocaba negociar con mis padres, otra vez.
Me dirigí dudosa hacia el comedor, donde se encontraba mi familia jugando a cartas y me senté junto a ellos:
—Mamá… —empecé.
—¡Sí…? —preguntó mirándome de reojo.
—Ricardo me ha invitado a su casa… mañana por la tarde —comenté.
—Muy bien, mientras no vuelvas tarde puedes ir. Tu padre te recogerá en la estación de tren a las 21 h —determinó ella.
—Es que… no puede quedar hasta las 19 h, y una hora es muy poco… ¿puedo dormir allí? Estarán sus padres y dormiríamos en habitaciones separadas —dije apresurada, con miedo a que me cortara, pero deseando que lo hiciera porque no tenía más argumentos.
—No —me cortó rápida.
—Pero ¿por qué? —pregunté indignada.
—Porque no, Mía, y no me hagas hablar —empezó a enfadarse.
—¡Pero mamá! ¿Tú sabes que hay más probabilidades de tener sexo pasando un día entero en su casa que yendo solamente a dormir? ¡Por la noche la gente duerme, mamá! ¡LA GENTE DUERME!
—Mía, no empieces. Te he dicho que no.
Me fui a mi habitación llorando por el camino. Era mi oportunidad de arreglar las cosas con Ricardo y no pensaba perderla, así que, me dejaran o no, yo me quedaría a dormir.
Mis padres me han dicho que sí. Ya te contaré. Te espero mañana a las 19 h en la estación de tren. Te quiero…
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