—¡Ja, ja, ja! ¡Es tu obligación! Vaya con la niña. ¡Y nosotros te mantenemos! – contestó mi madre.
—¡Pues no haberme tenido! —grité enfadada. Y me levanté para irme, ruborizada de la rabia, a mi habitación.
—Ay, Mía, todo termina siempre con una bronca contigo. No hay día que no te enfades por algo.
Me encerré en mi cuarto y empecé a llorar. ¿Qué pasaría si le decía que no? No querrá volverme a hablar, me borrará de sus contactos y no sabré nada más de él. Adiós a tener novio, adiós a estar con un chico mayor que yo. Y encima parece majo. ¿Dónde encontraré a alguien capaz de viajar de una ciudad a otra por mí?
Lloré desconsoladamente de la impotencia, de la rabia que me daba no sentirme comprendida. ¿Qué les costaba a mis padres ir un día más tarde al pueblo? ¡Nada! Pero no les daba la gana, y eso me crispaba por dentro. El hecho de que otra persona tuviera el poder de decidir sobre mí me ponía histérica. Aunque esa persona fuera mi padre o mi madre, me daba igual. Nunca me ha gustado eso y, en aquel entonces, aunque tuviera 13 años, seguía sin hacerme gracia. Era dejar parte de mi felicidad en manos ajenas, y por ahí no pasaba. Así que tomé una decisión: ayudaría a mi hermano con los deberes a cambio de que me ayudara a convencer a mis padres.
Al día siguiente me despertó mi madre, como todas las mañanas, para ir al colegio. Tardé menos de lo habitual, pues quería demostrarles a mis padres que merecía que atrasaran un día el viaje al pueblo. De camino a la escuela, mi madre aprovechó el trayecto que hacíamos las dos en moto para soltarme la típica charla de Mía, no puedes ser así. Eres muy pequeña para tener tanto carácter. Es que te pierde la boca. Ese carácter no te llevará a ninguna parte, porque la gente se va a alejar de ti cuando vea que les contestas mal. A nadie le gusta que le peguen un bufido, y menos a nosotros, que somos tus padres. Merecemos un respeto. Charla a la que asentí como una oveja, agaché las orejas y le di la razón. Hecho que a ella le pareció muy sospechoso y me dijo:
—Uy, qué mártir te has vuelto. A ver, ¿qué quieres? Quedar con ese chico, ¿verdad?
—Mamá, ¡está dispuesto a venir hasta Barcelona! ¿Qué más quieres? Es atento, se preocupa por mí y tiene en cuenta que no me dejáis ni siquiera salir del barrio.
—Tienes 13 años.
—Sí, pero eso no le quita mérito. Mamá, por favor, ¿qué más os da? Si solamente se atrasa un día la partida hacia Port, UN DÍA.
—Bueno, está bien. PERO tendrás que ayudar a Dani con los deberes. Y quedar con este famoso chico por la mañana TEMPRANO. Nada de quedar por la tarde que yo quiero comer allí.
—¡Gracias, mamá! ¿Te he dicho ya que eres la mejor madre del mundo?
—Anda, anda, no me hagas la rosca que se te ve el plumero.
Al bajar de la moto tenía una sonrisa de oreja a oreja. Por fin podría confirmarle a Ricardo —sí, así se llamaba EL chico— que íbamos a vernos. Durante la hora del patio me escondí en uno de los lavabos de abajo y le mandé un sms:
¡Hola! He hablado con mis padres y me han dicho que puedo quedar contigo el sábado que habíamos hablado por la mañana. Luego nos iremos al pueblo.
Las clases se me hicieron eternas, estaba impaciente por ver si me habría contestado o no, así que no estuve muy atenta a lo que explicaba el profesor de catalán, el cual, por cierto, tenía una cara de chiste que no podía con ella. A veces, me pillaba aguantándome la risa y me preguntaba que qué era lo que me hacía tanta gracia, que él también quería reírse. Yo, por dentro, pensaba que si supiera realmente el motivo no le haría tanta gracia.
Y así pasé el día, entre clases, nervios y amigas. Iba a segundo de la ESO, ¿qué más podía pedirme el mundo?
Cuando salí del colegio no tenía ningún mensaje. ¿Se habría olvidado de mí? Cogí el autobús para irme a casa. Me gustaba el trayecto, mirar por la ventana e imaginarme historias. Tengo mucha imaginación.
Justo al llegar a casa sonó mi móvil:
Hola guapa, ¡qué bien que te dejen quedar! Pues ¿te parece bien que venga sobre las 10 h?
¡Por fin! Se me había hecho eterna la espera. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Esperar? ¿Contestarle ya? Esperaría un tiempo prudencial por no parecer desesperada y luego le contestaría amable.
Fui a dejar la mochila en la habitación y, al pasar por delante de la cocina, mi madre soltó:
—Uy, parece que aún te dura la sonrisa de esta mañana. Así me gusta, que estés de buen humor.
Al entrar, cerré la puerta y escribí:
¡Genial! Tengo ganas de verte en persona.
CAPÍTULO 1. PRIMERA CITA
CAPÍTULO 1. BIENVENIDA AL INFIERNO
Llegó, al fin, el famoso sábado. El día en que conocería al chico que, desde luego, cambiaría mi vida por completo.
Estaba nerviosa, no, nerviosísima. Me cambié de ropa un millón de veces antes de decidirme. Y, cuando estaba vestida del todo, me vi reflejada en el espejo de la habitación de mi madre mientras hablaba con ella y fui directa a cambiarme otra vez. ¿Cómo había podido elegir este pantalón? ¡Me quedaba fatal!
Estaba cambiándome cuando, de repente, sonó el interfono. Imposible que fuera él, habíamos quedado 45 minutos más tarde. Escuché a mi madre al otro lado del pasillo: sí, ¡sube!
¡¿SUBE?!
—¡Mamá! ¿Qué significa sube? —grité desde mi habitación mientras intentaba andar y meter la pierna en el camal del pantalón a la vez.
—Hombre, Mía, pues que yo quiero verle la cara. ¿Y si es un violador? ¿O un secuestrador? Yo tengo que verle la cara para luego describirlo en comisaría.
—¡Pero mamá! ¿Cómo voy a presentártelo el primer día? ¡Por favor, qué vergüenza! —supliqué, intentando quitarle la idea de la cabeza, aunque sabía perfectamente que habría sido más fácil enseñarle a hacer el suricata a un perro que hacerla cambiar de opinión.
—Mía, salgo, le veo la cara y me vuelvo a meter dentro de casa, pero yo quiero verle la cara, y no se habla más del tema. Punto final —sentenció mi madre.
Aterrorizada anticipando la catástrofe abrí la puerta y, ahí estaba él, sonriendo tímido porque, por supuesto, había escuchado toda la conversación desde el otro lado de la puerta.
—Hola… —saludó.
—¡Hola, guapo! Soy la madre de Mía —se autopresentó mi madre.
—Vale, mamá, ya le has visto la cara, ahora métete para dentro y deja de molestar —le dije a mi madre con una mirada de por favor, por una vez en tu vida, HAZME CASO.
—Bueno, chicos, pasadlo bien. Mía, sé puntual. Aquí a las 11.30 h COMO MUY TARDE —se despidió.
—Sí, mamá. Adiós.
En cuanto mi madre cerró la puerta, me giré y le besé. Me salió instantáneo, no sé exactamente por qué, como un acto reflejo. Se suponía que era mi novio, ¿no? Pues teníamos que saludarnos así.
Él me devolvió el beso, aunque sorprendido, pero no me abrazó ni me pasó el brazo por la cintura. Igual era por respeto, porque le pareció que sería abusar.
—Bueno, ¿a dónde quieres ir? Tenemos una hora y media… —advertí.
—Pues… no me conozco la ciudad así que tú mandas —contestó todavía tímido.
—Vale. Conozco un sitio que te gustará. Vamos.
Le cogí la mano y me dirigí a la Avenida Gaudí, un paseo que había justo al lado de mi casa. Allí había bancos y podíamos estar tranquilos.
Esa hora y media me pasó volando. No hablamos mucho, pero estuvimos mirando cómo los perros se parecen a sus amos y fue muy divertido. Me contó que había venido con un amigo suyo que le había acompañado, que no tenía hora de vuelta a casa, que pasarían el día en la ciudad y luego volverían otra vez en tren.
Cuando nos despedimos eran las 11.30 h justas. Al entrar en casa mi madre me recibió con una sonrisa porque llegaba puntual.
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