Sin restar mérito a esta aproximación, el relato de Kamrava, tan útil para desentrañar las interacciones que abren la espita subversiva, carece de una gramática filosófica que explique el significado último de cualquier sublevación. A tenor de este, por ejemplo, cabría proponer una clasificación de las revoluciones diferente y de mayor calado a la ofrecida por el profesor de Georgetown. Arendt lo intentó, con innegable base histórica, distinguiendo entre las revoluciones que tienen como objetivo la constitución de la libertad, y aquellas de índole más social, que buscaban liberar al hombre de los imperativos de la necesidad o la pobreza.
A la pensadora alemana no le faltaba razón al traducir el excesivo peso concedido a la Revolución francesa como un alejamiento de lo que, en esencia, es constitutivo de la política. Creemos que esta consiste en el ejercicio del poder, que su función reside en gestionar las demandas de una ciudadanía anónima, cuando, en verdad, está relacionada con la posibilidad de una vida comunitaria y la participación del hombre en un proyecto conjunto. Necesitamos Estados del bienestar que ayuden a los menos pudientes, pero también un marco de libertad en el que dilucidar nuestros valores. La diferencia entre una revolución y otra llevó a Arendt a realizar una afirmación que hoy, imbuidos como estamos por el mito de la revuelta gala, puede sonar escandalosa. Y es que la «libertad ha sido mejor preservada en aquellos lugares donde no se ha dado la revolución»[4].
Bajo un enfoque filosófico, la revolución se nos presenta como una suerte de secularización racionalista del más allá. En efecto, en su narrativa el hombre se encarga de engendrar el futuro. Ni siquiera Marx, que tuvo el atrevimiento de concebir la violencia como la partera de una historia tan inexorable como la naturaleza, negó el papel radical que desempeña el ser humano cuando se trata de anticipar, a golpe de rebelión, el paraíso.
Pero si, como indicábamos, podemos emplear como sinónimo del mundo moderno la palabra revolución es porque la dualidad ideológica, tan interminable como fecunda, que enfrenta a los partidarios del progreso con los de la tradición, arranca en 1789. La diferencia entre los revolucionarios y quienes no lo son toma, de ese modo, un cariz antropológico. ¿Somos eslabones de una cadena o, por el contrario, cada generación surge en la más completa orfandad, arrostrando la titánica encomienda de crear de nuevo todas las cosas? Los conservadores, con Burke a la cabeza, no tienen ínfulas prometeicas, y si rechazan la revolución no es por miedo al cambio, sino casi siempre porque siguen ese innato sentido de la política que les conmina antes que nada a conservar y a reformar, no a destruir[5]. No hay que llevarse a engaño y pensar que el incondicional del progreso suscribe una antropología más optimista, como suele decirse. En realidad, quien vive pletórico de ilusión es el conservador, que no es tan ciego ni tan insensible como para pasar por alto el valor de todo aquello que merece ser preservado.
Los principales acontecimientos de los dos últimos siglos han estado vinculados, sin embargo, con el punto de vista más proclive a la algarada. Es decir, con el marxismo. El caso de Rusia, Cuba, China o el sudeste asiático sirven solo para atestiguarlo. En agosto de 1917, Lenin, a punto de convertirse en el timonel de la historia, firmaba un texto en el que vituperaba lo que entendía que era una manifestación de oportunismo político —el reformismo socialdemócrata—. Aprovechaba el momento, además, para abrir camino a la Revolución de Octubre, sosteniendo que la violencia era el instrumento para acabar con la democracia mutilada de su país. Para el camarada no había duda: la meta de la revolución era la destrucción completa del Estado y de la política[6]. Y es esta última posibilidad —la de un eclipse definitivo de la política— el principal riesgo del totalitarismo, puesto que el gulag y el campo de concentración solo pueden emerger una vez que la ciudad ha languidecido o expirado.
Por todo ello, la clasificación más importante de las revoluciones no es la que ofrece Kamrava en este libro, sino aquella que sitúa las “monstruosas comedias” revolucionarias de las que hablaba Burke junto a los sanos arrebatos por instaurar un régimen fundado en la libertad cívica. Las primeras son fantasmagorías ideológicas urdidas o por los revolucionarios profesionales o por los intelectuales interesados en cumplir con el papel de Mefistófeles de la política. Las segundas, que cuestionan el despotismo, no se identifican con una determinada opción política, sino con eso tan sano y perentorio que es la causa del hombre libre.
Más allá de las categorizaciones que sugiere y de su labor desmitificadora, este ensayo recuerda que las revoluciones nunca son la causa, sino siempre la consecuencia, de una crisis política. Dicho de otro modo: que la oportunidad de un levantamiento irrumpe en Estados debilitados, a punto de desintegrarse o exánimes de legitimidad[7]. No sabemos si en el futuro habrá más revoluciones, pero sí cabe aventurar que, teniendo en cuenta el progreso y la proximidad política de un mundo globalizado, las que se han producido seguirán repercutiendo en la forma de entender los principios de nuestra vida en común. Aunque solo sea por eso, revisar las pasadas merece la pena.
JOSÉ MARÍA CARABANTE
[1]J. Carabante, Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Madrid, Rialp, 2018).
[2]H. Arendt, Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 2013), p. 42.
[3]Un intelectual como Thomas Paine, cuyo radicalismo no puede ponerse en duda, sugería, por ejemplo, llamar a los levantamientos “contrarrevoluciones”.
[4]H. Arendt, o. c., p. 182.
[5]E. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa (Madrid, Rialp, 2020).
[6]V. I. Lenin, El Estado y la Revolución (Madrid, Alianza, 2012), passim.
[7]J. Dunn, Revoluciones modernas. Introducción al análisis de un fenómeno político (Madrid, Tecnos, 2014), p. 64-65.
1.
Introducción
ESTE ES UN LIBRO SOBRE REVOLUCIONES, cuyo estudio es tan antiguo como el de los sistemas políticos despóticos. Cómo caen los estados, la manera en que los rebeldes normalmente movilizan a la población y combaten, las formas en que quienes lideran el movimiento organizan el poder y aplastan a los opositores… todo ello ha sido objeto de análisis por parte de generaciones y generaciones de académicos. Por tanto, este ensayo recorre una senda ya transitada. De hecho, muchos de los temas que aborda han sido tratados con anterioridad por diversos teóricos de la política y reputados sociólogos. Mi propósito no es cuestionar lo que se sabe sobre el modo en que se producen las revoluciones o por qué se llevan a cabo. Pretendo, por el contrario, presentar un marco que nos permita ubicar y clasificar las distintas categorías de revolución según sus causas y procesos. A mi juicio, la originalidad de este enfoque estriba en diferenciar tres tipos ideales de ellas: revoluciones planificadas, revoluciones espontáneas y, por último, revoluciones negociadas.
Antes de examinar detalladamente cada una de estas categorías, es importante ofrecer una definición de revolución común a todas. Zoltan Barany aporta una muy útil, de corte minimalista, según la cual se entiende por revolución «cualquier desafío popular dirigido de abajo hacia arriba, es decir, de las masas al régimen político establecido y o sus gobernantes»[1]. De modo parecido, yo creo que las revoluciones provocan cambios importantes en tres dimensiones políticas fundamentales: en el Estado, es decir, en el cuadro de líderes, sus instituciones y sus funciones; en segundo lugar, en la naturaleza y alcance de las relaciones entre el Estado y la sociedad, así como en sus respectivas interacciones. Y, por último, en la política imperante, o, por decirlo de otro modo, en la manera en que la sociedad concibe la política, las instituciones y los principios políticos, así como a sus líderes.
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