En este sentido, incluso una comedia tan eminentemente cómica como A midsummer’s night dream pone de manifiesto, para Girard, esa mímesis conflictiva mediante el empleo de un truco teatral: el filtro de amor con el que Puck confunde a los cuatro amantes precipita la acción trayendo consigo el desorden. En realidad, los amantes de esta pieza no son víctimas de una represión externa (la autoridad paterna) sino que actúan movidos por una fuerza que no aciertan a identificar. El filtro de amor de Puck parece denunciar la condición mítica del obstáculo externo y pone de manifiesto la realidad cambiante y caprichosa del deseo. De forma paralela, se puede pensar ahora en los amantes de las tragedias de la honra que en muchas ocasiones habrían podido casarse con sus damas y que, sin embargo, se han ido a la guerra o las han abandonado por motivos que no siempre quedan claros en las obras. Esas referencias a una suerte de fuerza externa (que sin embargo no aparece de forma explícita en todas ellas) revelaría pues la naturaleza caprichosa de su propio deseo, la importancia que la fascinación por el obstáculo (en este caso, el marido) ejerce sobre el sujeto. Así, la elección espontánea y libre parece resultar menos atractiva que la competición por una misma mujer con un rival: la propia inseguridad desparece también en esos amantes de la tragedia de la honra cuando vuelven y descubren que la mujer a la que amaban (pero con la que no se habían querido casar por motivos que permanecen oscuros) es ahora una mujer casada.
Por otro lado, se da también una marcada similitud entre los maridos de las tragedias de honra y los personajes de Shakespeare caracterizados por Girard. En efecto, el crítico francés perfila sujetos inestables emocionalmente y siempre dispuestos a esperar lo peor. La combinación fatal de total susceptibilidad al deseo ajeno y pesimismo produce que «most people give credence to popular gossip and follow the mimetic trend» (1991: 88). Así aparecen los maridos de la tragedia de honra en Calderón, siempre dispuestos a esperar lo peor, como bien señalaba Cesáreo Bandera (1975, 1994).
Girard identifica con claridad en el teatro de Shakespeare que no hay bien (amor, gloria o victorias) que tenga valor intrínseco para los personajes si no es reconocido por el otro, por el doble, por el mediador y rival a un tiempo. De hecho, el espectador mismo se ve contagiado de este deseo mostrado ante sus ojos, puesto que el teatro le proporciona una gratificación y frustración simultáneas, convirtiendo la representación en una experiencia adictiva, perspectiva que constituye según Girard un cuestionamiento de la función que tradicionalmente se atribuye a la catarsis teatral (1991: 159). Una concepción tal del teatro parece remitir al teatro de la crueldad con el que soñó Artaud: la purga de las pasiones al modo aristotélico no se produciría de forma directa, sino a través del contagio de las pasiones de los personajes, de una identificación mimética con sus propios deseos que contribuye a la expulsión de la violencia sacrificial de los personajes y del público mismo.
Por tanto, la crisis que se representa ha de venir precedida de una pérdida de diferencias, del contagio que se produce cuando se reducen las distancias entre los modelos y sus imitadores. Así, la Modernidad se revela como el caldo de cultivo perfecto del desorden que conduce a la crisis; el Barroco español vive de forma dramática la destrucción de las diferencias jerárquicas, la mezcla estamental. En ese sentido, Girard adelanta que Shakespeare recurre en muchas ocasiones a imágenes bélicas para dar cuenta, precisamente, de ese desorden que se vive en todo el cuerpo social (1991: 175). De hecho, el papel del poderoso o del barba (padre o rey) se cuestiona constantemente en las obras de Shakespeare, según Girard:
The destruction or undermining of all legitimate authority is a recurrent feature in Shakespeare and, more often than not, it occurs with the passive or active collaboration of this authority itself. For a crisis of Degree to occur, fathers and kings must be destroyed or neutralized at the beginning of all comedies and tragedies. 10(1991: 182)
Evidentemente, aceptar esta tesis de Girard conlleva importantes cambios interpretativos con respecto a textos muchas veces leídos en términos de cues-tionamiento de la autoridad o de lucha generacional. Ciertamente el poder es puesto en entredicho, pero no tanto por los jóvenes como por el desorden en que vive el cuerpo social todo, la autoridad incluida, cuyo peso es cada vez menor y más cuestionado. De hecho, la crisis siempre ha de resolverse mediante el sacrificio ritual de un chivo expiatorio, y para ello no importa qué haya hecho o dejado de hacer la víctima sino su capacidad de concitar la unanimidad violenta. Los asesinos siempre aducen motivos sagrados (la República o Roma en Julio César , la libertad, el bien común, etc.) cuando en muchas ocasiones actúan movidos por sus bajos instintos, por celos o envidia. Sin embargo, Girard hace hincapié en las llamativas coartadas que se dan a sí mismos los asesinos, por ejemplo los del César, quienes reclaman ser «sacrificadores pero no carniceros».
Así, la unanimidad se convierte en condición sine qua non , en requisito fundamental para poder ejecutar el sacrificio que, como se exponía en La violence et le sacré , tiene sus propias normas: así, hay que contener la lujuria de sangre para dar paso a la «good violence» que describía Girard, la que contribuye a hacer verosímil la «comedia de la inocencia» que implica todo crimen sacrificial (1991: 217). Una de las normas no escritas de este espectáculo es que los sacrificadores deben evitar a toda costa el contacto directo con la sangre de la víctima, guardar un determinado tipo de asepsia que Girard relaciona con la medicina:
Medical images are traditional in connection with violence and sacrifice, and their pertinence is rooted in the sacrificial origin of medicine. [...] Traditional medicine is sacrificial in the sense that it is of the same nature as the disease; it is a strictly controlled and measured dispensation of the disease itself (1991: 220). 11
Por ello, habría que administrar con sabiduría la dosis de pharmakon que se vaya a emplear para no desdibujar la barrera que separa la violencia de lo sagrado. El teatro usa de este mismo mecanismo, ya que funciona como atenuación del sacrificio, como nueva edulcoración de la violencia «en el sentido de que las víctimas ya no son inmoladas en absoluto» (1995: 283). Su muerte se simula o se saca fuera de escena, pues la representación de la muerte está en muchas ocasiones prohibida por el decorum aunque, advierte Girard,
the bloodlessness of tragedy does not radically alter the nature and purpose of the reenactment, which remains the same as in the case of ritual; the Aristotelian definition of it as catharsis or purification makes this abundantly clear. The medical usage of the word goes back to the religious usage, which designates the assuagement produced by sacrifice (1991: 221). 12
Resulta por tanto más sencillo comprender el papel de los efectos catárticos de la tragedia, no tanto en el sentido de que eliminan unas determinadas pasiones sino más bien porque despiertan determinados sentimientos (temor y piedad, éleos y phobos ) ayudando así al apaciguamiento temporal de la violencia sacrificial. Esta, en su dosis adecuada, permite revelar al cuerpo social que acude a los teatros los extremos a que conducen la envidia o el deseo descontrolados, pues desembocan, indefectiblemente, en una violenta crisis sacrificial. Girard propone por tanto una doble lectura: la escenificación de una crisis serviría para purgar las pasiones más elementales mientras que, a un nivel más profundo, en el buen teatro aparecerían también las hondas raíces que vinculan el deseo con la violencia. De ahí que se haya tildado en infinidad de ocasiones a los clásicos de ser pesimistas u oficialistas, de ofrecer finales reconciliados que, según Girard, no pueden ser otro modo por las conciencias que tienen dichos autores acerca de la violencia y el deseo (1991: 228).
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