Clara Bonet Ponce - Que tenga el honor mil ojos.

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El lector o espectador que se aproxime a las tragedias de honra de Calderón de la Barca se hallará, ciertamente, frente al mismo problema interpretativo con el que todavía lidia la crítica hispanista. Si bien el dramaturgo da sobradas muestras de modernidad en otras obras, su trilogía del honor conyugal parece respaldar la violencia uxoricida que pone en escena. De hecho, el cierre de las piezas supone un enigma profundamente inquietante, pues las tres esposas -inocentes del adulterio del que se las acusa- resuelven con su muerte el conflicto dramático. Este libro parte de las teorías de Réné Girard en torno a la violencia y el sacrificio para tratar de explorar una clave hermenéutica alternativa válida que ilumine unas piezas que mantienen vigente su capacidad de asombrar y conmover.

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Sin embargo, Girard observa que las víctimas humanas comparten una serie de rasgos arquetípicos: las víctimas potenciales del sacrificio apenas pertenecen a la comunidad que las sacrifica. Suelen ser, de hecho, esclavos, prisioneros, marginados, niños o mujeres... Todo aquel sospechoso de no formar parte plenamente de la comunidad es potencialmente susceptible de convertirse en víctima de la misma. En cuanto al estatuto femenino de víctima, Girard sostiene que si no son casi nunca sacrificadas en sociedades principalmente masculinas es por el peligro de que su muerte suscite deseos de venganza en su grupo familiar. Así, aparece otro rasgo del chivo expiatorio: puesto que la función del sacrificio es expulsar la violencia del seno de la comunidad, la víctima no debería ser vengada por ningún miembro de la misma.

En consecuencia, el ciclo de la violencia ha de detenerse tras el sacrificio, hecho que en las sociedades modernas garantiza sobre todo el sistema judicial, al limitar la violencia a una única represalia cuyo ejercicio se confía a la autoridad (2007: 314). En realidad, Girard afirma de forma provocadora que la violencia que ejerce la ley es esencialmente igual de «injusta» que las venganzas privadas. En efecto, el principio de justicia no sería muy distinto del principio de venganza (2007: 315), pero el primero dispone de un marco legal que administra la acción violenta para garantizar el final de la escalada de violencia.

Girard pone de relieve, asimismo, la dimensión religiosa y sagrada del sacrificio. Lo sagrado trata siempre de apaciguar la violencia y de evitar que esta se extienda mediante la aplicación de la justa dosis de la misma en el sacrificio: violencia y sacrificio resultan pues inseparables (2007: 319). No obstante, el éxito del sacrificio (de lo sagrado) reside precisamente en ocultar su dimensión violenta, en disimularla. Para ello, se ha de ocultar la condición inocente de la víctima y aislarla, separándola del resto del cuerpo social, para que cumpla de forma adecuada su condición de chivo expiatorio y no contagie su violencia, por ejemplo, mediante el contacto de la comunidad con su sangre. Así, el ritual sacrificial ha de tener una apariencia lo más pura posible para potenciar la posterior pacificación del cuerpo social.

Evidentemente, Girard destaca que para que la crisis llegue a este extremo, al punto de necesitar un sacrificio que restaure la paz, se ha de producir una escalada de violencia generalizada a nivel comunitario. Esta rivalidad descrita en Mensonge romantique, vérité romanesque en términos de parejas de rivales (sujeto y mediador) que se comportan de modo cada vez más similar, pasa a designarse en términos de dobles miméticos. Esa dinámica imitativa y violenta se extiende al resto de la comunidad, pues, multiplicando «los efectos de espejo entre los adversarios». 3Se produce una alternancia acelerada de roles: la inestabilidad del orden cultural conlleva una dramática pérdida de las diferencias en la cual resulta imposible discriminar al opresor del oprimido. Es precisamente esa pérdida de diferencias, esa reciprocidad violenta, la que conduce a la crisis sacrificial y no lo contrario: la diferencia (jerárquica, el grado, por ejemplo) garantiza paz social, mientras que la desjerarquización o indiferenciación exacerban las rivalidades.

La tragedia griega proporciona a Girard sus argumentos en este segundo libro: estas piezas dan cuenta de la destrucción del orden cultural y de los mecanismos existentes para detener este contagio de la violencia (a veces, como en Edipo Rey , representada por la peste). El drama teatral es el que de acuerdo con Girard pone de manifiesto la vinculación entre la existencia de la peste y las acusaciones a Edipo de incesto y parricidio. Dicho de otro modo, la tragedia revela lo que oculta el mito, que no es más que la similitud entre la transgresión de Edipo y las funestas consecuencias de la plaga de la peste. Todo fenómeno contagioso a nivel social (piénsese en la enfermedad de la honra en el siglo XVII español) constituye un prólogo a la inevitable crisis sacrificial que le seguirá, puesto que la masa necesita hallar un culpable al cual transferir su propia violencia. Por tanto, la unanimidad violenta va a resultar liberadora (2007: 392), dado que el poder uniformador de la violencia permite su convergencia en un solo individuo.

De ahí que Girard pretenda con esta obra desmontar las versiones acusadoras de los mitos arcaicos (por ejemplo, la que afirma que Edipo es realmente culpable de parricidio e incesto) para así reivindicar la tragedia (el texto literario) como fuente reveladora de los violentos mecanismos sociales que llevan al sacrificio. Además, mediante este fenómeno de designación del chivo expiatorio les es dado a los hombres ocultar el origen de su propia violencia, ignorar de forma voluntaria la existencia de la violencia colectiva o, en otras palabras, méconnaître . 4De este modo, el sacrificio protege a todos los miembros de la comunidad de sus respectivas violencias por medio del de la víctima expiatoria (2007: 419). Para ello, el sacrificio ha de responder siempre a ciertos esquemas rituales como, por ejemplo, presentar un cierto grado de espectacularidad, así como la repetición de ciertas formas rituales rigurosas. Estas son las características que aseguran la pervivencia del rito sacrificial y su capacidad de dar solución (aunque transitoria) a la crisis social. Una honra manchada (en realidad, la mera sospecha de una honra manchada) remite sin duda a la crisis sacrificial, puesto que distinguir la honra de la deshonra, y castigar la primera, resulta imperioso para garantizar la paz futura de la comunidad. La función del rito es, precisamente, la de distinguir lo bueno de lo malo, lo positivo de lo negativo, a través de la institución de las diferencias.

Es decir, el sacrificio tiene para Girard un papel mayor que el meramente catártico, puesto que la violencia no solo es administrada a un solo individuo sino que además es expulsada, quedando fuera de la comunidad, y garantizando así la pervivencia de las instituciones culturales. Sin embargo, como he sugerido, los sacrificios tienen el peligro de sucederse de forma vertiginosa si se recurre a ellos en exceso, puesto que pareciera que el potencial apaciguador del rito cada vez es menor y que existiese una suerte de «dios cruel», ajeno a la comunidad inocente, que exige cada vez más víctimas y más sangre. No obstante, por lo menos en los momentos iniciales, este discurso mítico salva a la comunidad, la sitúa del lado de la inocencia frente a la legítima violencia de lo sagrado. Pensemos en este sentido en el dios ciego y cruel de la honra sobre el cual el marido de las comedias de uxoricidio va a descargar la responsabilidad del crimen que va a cometer (o que ya ha cometido).

La sangre de la víctima, por tanto, evita y previene futuros derramamientos de sangre mientras la comunidad no abuse de este mecanismo. Para ello, la víctima ha de ser puesta a distancia, expulsada como modo de prevenir el contagio y evitar que la violencia ritual se desencadene en el seno de la comunidad. Si el sacrificio cumple con los requisitos que hemos ido enumerando contribuye de forma efectiva, Girard insiste en este aspecto, a cohesionar al grupo social (2007: 636): «tant que la pensée moderne ne comprendra pas le caractère formidablement opératoire de bouc émissaire et de tous ses succédanés sacrificiels, les phénomènes les plus essentiels de toute culture humaine continueront à lui échapper». 5

Además, Girard también constata que a medida que los rituales sacrificiales se vuelven menos violentos pierden, asimismo, parte de una efectividad que comienza a desgastarse. El efecto mismo de la tragedia, la tan traída catarsis , no sería más que una repetición oscura del fenómeno religioso, según Girard (2001: 656), una reedición del crimen fundacional con sus mismos resultados. La violencia que se purga es una violencia real, aunque su verdadera naturaleza haya de permanecer oculta para el espectador que aplaude, por ejemplo, el crimen de honra que acaba de presenciar sobre las tablas.

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