Como apuntaba, en este primer libro Girard toma como punto de partida la novela española por antonomasia, El Quijote , para determinar los caminos que a su juicio ha seguido el deseo imitativo en la subjetividad moderna. Para Girard, la grandeza de estos novelistas europeos radicaría en haber identificado la potencia del deseo como motor de las acciones humanas, no tanto en su dimensión sexual (al modo freudiano) sino en el deseo de ser en medio del pánico a no existir propio del sujeto moderno.
En contra del criterio romántico más extendido (y más mentiroso , en palabras de Girard), la naturaleza del deseo en la subjetividad moderna no sería —paradójicamente— natural sino mimética. En realidad, según Girard, el héroe (es decir, la noción romántica de ‘héroe’ que hemos recibido) no desea espontáneamente, su deseo no es original sino que nace por imitación (y oposición, muchas veces) de los otros. Es decir, el deseo se produce siempre en el interior de una estructura triangular: el sujeto desea un objeto (o a un ser humano) no tanto de forma espontánea sino a través de un mediador, que determina totalmente los propios deseos. Así, en El Quijote el protagonista persigue la gloria del caballero andante, mientras que Sancho se va quijotizando —como suele señalar la crítica— en su hidalgo deseo, por ejemplo, de ser gobernador de la ínsula Barataria. Del mismo modo, los personajes cuerdos, aquellos que quieren ayudar al héroe a recuperar la sensatez, acaban haciendo gala de comportamientos más extravagantes que el propio caballero andante, al que en realidad admiran y de algún modo emulan.
En relación con esta obra, Girard señala que resulta de todo punto llamativo que la imagen más difundida del caballero manchego sea la del loco-cuerdo, aquel que por oponerse a los demás personajes logra un estatuto de autenticidad heroica, más consciente en realidad que la mayoría bienpensante. Girard insiste en recordar que Alonso Quijano imita al Amadís de Gaula y que quiere, como él, ser admirado y reconocido por sus hazañas aunque produzca paradójicamente una imagen ridícula e invertida de caballero andante. En efecto, los modelos que se imitan ya no son, como en la Edad Media, figuras de santos o religiosos y los hombres han pasado a imitar a otros hombres. De hecho, el propio Sancho le pregunta a su amo por qué no eligió la santidad en vez de la caballería (2007: 84), haciendo patente el cambio de paradigma que se produce entre la Edad Media y la Edad Moderna. Los hombres, como señala Girard, se han convertido ya (en el Barroco) en dioses los unos para los otros.
Si bien Cervantes proyecta una imagen menos cruel que otros escritores de esta realidad (piénsese por ejemplo en la violencia que late tras el ferviente deseo de El Lazarillo de lograr un cierto estatuto social), según Girard ese deseo de ser visto por los demás se va acentuando con el paso de los siglos. Así, si don Quijote reconoce constantemente su deuda con Amadís, los héroes de Proust o de Dostoievski intentan escondérselo a sí mismos y a los demás. Es decir, con el afianzamiento de la burguesía y la progresiva desaparición de diferencias que traen consigo los cambios políticos o sociales tras la Revolución Francesa, se van reduciendo las distancias entre los grupos sociales, trayendo consigo una aceleración del deseo y, por tanto, de la violencia.
De este modo, Girard no sólo identifica la realidad deseante del sujeto sino que afirma la estructura triangular del deseo, esquema que conduce de forma inexorable a la violenta angustia del sujeto moderno. En efecto, la frustración va de la mano del antihéroe moderno, fascinado por unos semejantes con los que se mide de forma permanente y frente a los que siente una suerte de terror religioso (2007: 65). En este sentido, Girard pone especial énfasis en cuestionar hasta qué punto en los triángulos amorosos no interviene la fascinación por el rival, como sucede en El eterno marido de Dostoievski o en El curioso impertinente de Cervantes. La mujer, en estos casos, hace para Girard las veces de objeto de deseo mientras que en realidad la mirada del sujeto parece puesta en el rival, quien parece determinar todo deseo propio. Recordemos la premisa fundamental de Girard (2007: 81) según la cual el ser humano sigue siendo un ser trascendente, aunque con el fin de la Edad Media esa sed de trascendencia se ha desviado al más acá, es decir, hacia los semejantes que se convierten en modelos y rivales a un tiempo. Este deseo metafísico está directamente determinado por la distancia que separa al sujeto del mediador: cuanto más cerca se encuentran, más violento resulta este deseo. De hecho, el deseo mimético (de ser como el otro, de ser el otro) se inocula de un sujeto a otro, resulta contagioso y afecta cada vez a más personajes en las obras literarias (2007: 113).
Girard afirma por tanto que los grandes novelistas, especialmente en sus últimas obras, habrían plasmado a la perfección estas dinámicas imitativas. Esta suerte de dialéctica heggeliana del amo y del esclavo aparece con mayor frecuencia en las obras que han sobrevivido a lo largo de los siglos puesto que han tratado de representar la infeliz subjetividad moderna. También aparece con claridad en las tragedias de la honra que aquellos que se arrogan el derecho de matar, los que hacen valer su condición de amos, actúan en realidad como los esclavos de sus mujeres y sus amantes, dependencia que intentan ocultar mediante el asesinato de las mismas, forma primitiva y sangrienta de la dialéctica del amo-esclavo.
La indiferenciación social pone en especial peligro la identidad del sujeto noble, que resulta amenazado por el arribismo de los burgueses que le disputan abiertamente la exclusividad de la nobleza espiritual o moral, según Girard (2007: 137). En el Siglo de Oro español, por ejemplo, se venden ejecutorias de nobleza mientras que, recordémoslo, la Revolución Francesa trae consigo una exacerbación violenta y repentina de las rivalidades. Esta conciencia del deseo mimético también se plasma según Girard en los finales muchas veces reconciliados (e incomprensibles para la crítica) que han dado a sus obras Cervantes, Proust, Dostoievski o Stendhal. Esta profunda anagnórisis en los héroes cuando van a morir ha sido muchas veces ignorada o menoscabada por la crítica, en cuanto que se advierte una suerte de rendición al establishment o a la sociedad alienante. Antes bien, esa banalidad de muchos finales, torpes en ocasiones, sería intencional según Girard (2007: 287) y daría cuenta de la posibilidad de reconciliación y de paz una vez se abandonan las rivalidades imitativas.
Once años más tarde, Girard publica La violence et le sacré para explicar, según él afirmaba, el origen cultural del ser humano. Esta empresa tan ambiciosa había de tomar como punto de partida las religiones arcaicas y una visión por tanto mucho más antropológica. Sin embargo, otros textos literarios (teatrales, en este caso) se convertirán en elementos clave para entender sus propuestas. Con esta obra el foco se desplaza de lo individual a lo comunitario, de lo interpersonal a lo colectivo, a lo social. Así, Girard pone el acento en la violencia que se desencadena en el seno de la comunidad y en el recurso fundamental que tiene la misma para protegerse de su propia violencia.
En primer lugar, Girard apunta al sacrificio sangriento como mecanismo pacificador arcaico y fundacional (2007: 305), aunque esta idea no es en absoluto exclusiva de este autor. 2Asimismo, Girard reconoce la profunda deuda que tiene también con La pharmacie de Platon , de Derrida (1972), especialmente con su noción de pharmakon , es decir, con la idea del remedio sacrificial que se empleaba en la Grecia arcaica en tiempos de crisis para acabar con la misma. La víctima de este sacrificio era en origen humana pero fue, progresivamente, sustituida por animales, «eminentemente sacrificables» (2007: 309).
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