Julia Cage - El precio de la democracia

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"Una persona, un voto": he ahí el principio esencial de la democracia. Fácil de enunciar y, lamentablemente, fácil de pasar por alto, esa regla está bajo asedio en muchos países. El financiamiento de las campañas electorales y de los partidos políticos —que, a pesar de su generalizado descrédito, aún son la vía natural para acceder a los puestos de elección popular— es uno de los frentes donde está dándose la batalla por la representación y por la fuerza del Estado. En este ambicioso repaso de los sistemas imperantes en algunas de las más añejas democracias del mundo, Julia Cagé revisa aquí los riesgos de que el dinero privado domine la discusión pública y determine la acción gubernamental. Con atención a los detalles jurídicos, a la idiosincrasia de cada nación y a las tendencias sociales presentes en el orbe entero, este libro examina las fórmulas para financiar la vida pública en una docena de países, a lo largo de varias décadas, y presenta los intentos —a menudo infructuosos, siempre instructivos— de regular la relación entre dinero y política. Pero no sólo eso: convencida de que las esclerosadas instituciones aún pueden recuperar la salud, Cagé propone un mecanismo para que los ciudadanos asignen cada año recursos al movimiento o partido de su preferencia, para expresar su voluntad más allá de las urnas, y nos invita a repensar la forma en que hoy se componen los parlamentos. Que el lector juzgue cuál es el mejor precio a pagar por la democracia.

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El costo de la democracia no es, forzosamente, demasiado alto: en Francia, el gasto total de los 11 candidatos en la elección presidencial de 2017 ascendió a 74 millones de euros, es decir, menos de 1.50 euros por cada francés adulto. Nada nos obliga a seguir el ejemplo estadounidense y dejar que los gastos de los candidatos sobrepasen los mil millones de euros. Sin embargo, si este razonable costo se distribuye de manera desigual y, en particular, si un puñado de donadores ricos financia lo esencial de las campañas y el funcionamiento de los partidos políticos, entonces todo el sistema está amenazado. Ahora bien, lo que nos muestran las donaciones es que, en Francia como en el Reino Unido, el 10% de los donadores más ricos representa más de dos tercios del total de las donaciones. Y lo que nos enseña la historia es que sólo lograremos poner fin a los excesos del financiamiento privado de la democracia si los limitamos por medio de leyes y los sustituimos con un sistema de subvenciones públicas suficientemente cuantiosas.

¿EL FIN DE LOS PARTIDOS?

Otra respuesta frecuente a la crisis de la democracia electoral —y del principio de representación— es el rechazo a los partidos. El Movimento 5 Stelle, que desafió al financiamiento público de la democracia italiana, se definió desde el principio como un “antipartido”: ni de derecha ni de izquierda, ni partido ni sindicato. Es vieja la idea de querer abolir las divisiones entre partidos y las antiguas estructuras colectivas en nombre de una recuperada eficacia al servicio del interés general, y sin embargo cada cierto tiempo se nos demuestra que es tibia. Al mismo tiempo, a fuerza de seguir en marcha, tal vez algunos no han tenido tiempo de examinar el pensamiento político del general de Gaulle. 16

Los partidos, evidentemente, conducen a la división; a decir verdad, el mismo de Gaulle no podría reclamar la paternidad de esta idea. El paralelismo entre partidos políticos y división es tan viejo como los partidos mismos: ya en el siglo XIX, la división se utilizaba como argumento contra el surgimiento de los partidos. Partidos políticos sembradores de conflicto: esta percepción, en gran número de autores, desemboca en el planteamiento de los partidos en términos de mercado. 17Así, los partidos serían a la vez un signo de la democratización del sistema político y de su mercantilización. ¿Por qué, entonces, no dejar que el dinero entre? El nihilismo ante los partidos alimenta los excesos del financiamiento privado.

Así es como el dinero ha entrado en la política y ha tomado las elecciones. Hoy en día, las donaciones privadas —de individuos, pero a veces también de empresas, en los países donde eso está autorizado— representan 70% de los recursos del Partido Conservador en el Reino Unido, 40% de los de Forza Italia y casi 22% para Les Républicains [Los Republicanos] en Francia. Esto tiene como consecuencia directa el fin de cierta forma de división: la de la lucha de clases. Las divisiones entre partidos, base de las grandes batallas por las conquistas sociales, han dado paso al conflicto de clase “cultural” desde que los partidos ubicados a la izquierda del espectro político tomaron la decisión de buscar donadores privados. Pongo por ejemplo el caso del Reino Unido: el Partido Laborista, fundado por los sindicatos, ha sido por mucho tiempo el partido del movimiento obrero. Hasta mediados de la década de 1980, las categorías populares (obreros y empleados) representaban un tercio de los miembros laboristas del Parlamento en el Reino Unido. Después desaparecieron poco a poco, al mismo tiempo que las donaciones privadas se convertían en una fuente de ingresos más importante para el partido que las contribuciones de sus militantes: en 2015, las donaciones privadas de individuos y empresas constituían 38% de los recursos del Partido Laborista, contra 31% de las cuotas de militantes. Hoy, los empleados y los obreros representan menos de 5% del Parlamento en el Reino Unido y menos de 2% en el Congreso de Estados Unidos (mientras que representan 54% de la población activa). La Asamblea Nacional francesa no tiene ningún miembro obrero.

LA CRÍTICA LIBERAL A LA DEMOCRACIA ELECTORAL

Así como las objeciones a la democracia electoral no vienen solamente de los Chávez, los Mélenchon, los Grillo y demás “populistas” de toda clase, tampoco se originaría principalmente con los abstencionistas. Quisiéramos escuchar más las protestas de las clases populares contra el déficit de representación del cual éstas son las primeras víctimas, pues en el juego de “un euro, un voto” perdieron la partida por adelantado. Sin embargo, el abandono de la lucha de clases por parte de los partidos políticos en el terreno económico significa que la línea de transmisión de estas protestas hoy está rota. Como en El grito de Antonioni, la clase obrera ha quedado muda, obligada a la resignación y la repetición, condenada a cierta forma de vagancia. Cuando no se le expropia, se le segrega en lo geográfico y en lo escolar.

Entonces, ¿a quién escuchamos protestar contra la democracia? No a los obreros, sino a quienes tienen dinero y a quienes tienen tiempo. Los que protestan contra la democracia porque les parece que aún es demasiado representativa y, sobre todo, demasiado restrictiva, y que no les permite suficiente libertad para hacer un buen uso de su dinero. Es una crítica más insidiosa y mucho más peligrosa. Pienso en particular en todos esos íconos de Silicon Valley —en el sentido más amplio— convertidos en representantes del pensamiento libertario, y que evidentemente no defienden los intereses de los obreros.

¿Libertarismo contra democracia? Esta oposición se formaliza, de entrada, en la negativa de los multimillonarios de la industria tecnológica a pagar impuestos. Según su retórica, no es que no deseen participar en los esfuerzos colectivos, sino que sería mejor que ellos mismos decidieran sobre el mejor uso de su dinero. Para el bien público, por supuesto. Mientras tanto, el Estado sería, por definición, lento, ineficaz y, las más de las veces, corrupto. El Estado aprisiona, en todos los sentidos de la palabra, mientras que la libertad permite la realización personal. ¿Por qué, entonces, cobrar impuestos a esos filántropos de la nueva generación, si ellos mismos sólo exigen poder demostrar su generosidad? ¿Si ellos, héroes de la nueva modernidad, no dejan de crear fundaciones y alimentarlas a millonadas, unas por la paz, otras por el ambiente, algunas más contra la pobreza? ¿Por qué cobrarles impuestos, pues? ¿No podríamos dejar en paz a todos esos triunfadores? Que hoy nos planteemos semejantes preguntas es, tristemente, un síntoma de la contradicción inherente que existe en la idea misma de la filantropía en una democracia.

Estudiaré los múltiples recursos —desde los think tanks hasta los medios de comunicación, pasando por todo tipo de fundaciones— que están a disposición de los ciudadanos más adinerados y deseosos de influir no sólo en los resultados de las elecciones, sino también en los términos del debate público. Las fundaciones —a menudo generosamente subvencionadas por el Estado, por medio de numerosas deducciones fiscales—permiten a un puñado de individuos sobreponerse a las decisiones democráticas de la mayoría. Como si los más ricos fueran mejores que los gobiernos democráticamente electos para decidir qué actividades deberían financiarse o no, por completo o en parte. Es importante resaltar este descarrilamiento de nuestras sociedades vanguardistas: el secuestro de la democracia bajo pretexto del bien público, pues son muchos los que se dejan atrapar en las redes de estos comunicadores y terminan por aplaudir la pretendida generosidad de los exiliados fiscales globalizados 18cuando, en realidad, lo que se dibuja aquí son los inicios de un nuevo régimen censitario.

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