Me pareció que susurraban muy bajito, como suaves ecos que resonaban en mi cabeza. Hasta tuve que detenerme para oírlas bien. Y juro por mis cinco sentidos que me estaban pidiendo, por favor, que escribiera sobre ellas: su vida. Así de claro.
A la mañana siguiente, por supuesto, no lo tenía yo tan claro, y al final acabé ignorándolo por completo durante algunos años, hasta que hace no mucho las estrellas volvieron a acentuar su parpadeo y regresaron los susurros, los ecos, las súplicas. Por falta de tiempo, o tal vez por incredulidad, quise volver a hacer oídos sordos, pero esta vez no funcionó: las estrellas empezaron a gritar más fuerte y con mayor insistencia, y empezaron los dolores de cabeza y las noches con la cabeza bajo la almohada y con las persianas completamente cerradas para que no entrara el más mínimo atisbo de su luz. Me estaba volviendo loco.
Hasta que, simple y llanamente, me rendí.
Ahora, en el silencio de la madrugada, salvo por el seseo del Mediterráneo y el crujir de la Rasalhague, me parece poder oírlas algo más calmadas, como si estuvieran susurrando algo entre ellas; y espero poder tranquilizarlas pronto, pues aquí tendré muchísimo tiempo para escribir. Por eso me embarqué.
¿Cómo es que supe de la Rasalhague? Resulta que la capitana, Carla «Sable», es una sobrina segunda o tercera de mi padre: hija de un primo segundo suyo o algo así, lo cual supongo que la convierte en mi prima lejana. Cuando supe el nombre del barco lo interpreté como una señal del universo para que me embarcara. Para añadirle cuento y por si todo esto no fuese ya lo suficientemente ridículo, Carla tiene una prótesis de madera en su pierna izquierda: ¡una pata de palo! Y el caso es que, por alguna extraña razón que aún no acabo de comprender, Carla aceptó de buena gana acogerme como uno más de su tripulación, mientras yo escribo mi libro sobre las estrellas.
El cocinero de a bordo se llama Silva «el Largo», y lo único que tendré que hacer a cambio de haberme dejado acompañarlos será ayudarlo a él en la cocina. ¡Es todo!
Luego están la contramaestre de Carla, Ana «Boon», y el timonel, Íñigo «Seisdedos», que sí, que tiene seis dedos en cada mano. Y creo que esta mañana me he quedado mirándole las manos durante más tiempo del reglamentario, porque un rato después de que Carla me lo presentara se me ha acercado Boon, la contramaestre, sin que la viera venir siquiera, y me ha dicho cerca del oído con voz ronca y acento isleño:
—No verás otro timón como el de la Rasalhague. Fue tallado durante seis semanas y seis días para ser manejado solo por una persona con seis dedos en cada mano.
Boon ha concluido tosiendo desagradablemente junto a mi oreja. Y no sé si eso del timón tiene algún sentido o acaso los meses en alta mar acaban volviendo a uno chiflado —aunque puede que eso case bien con todo el asunto este de las estrellas que me hablan—, pero confieso que Boon me ha dado un poco de yuyu . Tiene tanta o más pinta de pirata de cuento como la tiene Carla: con un tatuaje de una serpiente en su antebrazo izquierdo que sube desde su muñeca hasta la parte interior de su codo, y una cicatriz blanca que le cruza la cara desde la parte derecha de la frente, por el entrecejo, hasta la mejilla izquierda. Vaya, que sí, que un poco de miedito sí que me ha dado.
Una última cosa que debo decir es que aquí todo el mundo tiene un apodo, así que pienso que me tendré que buscar uno yo también. Un día en cubierta me ha bastado para aprendérmelos todos, aunque aún no sé bien quién es quién. Trece en total: Boon, Catalejo, Garfio, Jarana, Largo, Lobo, Navaja, Pala, Sangre, Sable, Seisdedos, Timple y Vudú.
Y no ha sido hasta que nos estábamos alejando de la costa cuando realmente he caído en la cuenta de que este no es un barco cualquiera, sino un puñetero barco pirata, ¡lleno de puñeteros y puñeteras piratas! Como un completo idiota, he subido al castillo de popa y me he acercado tímidamente a Carla para preguntarle si tendré que participar yo en los saqueos y en los abordajes y en todas esas cosas de piratas. ¿A quién se le ocurre? Lo dicho: solo a un idiota. Ella ha soltado una carcajada mientras azotaba su pata de palo contra el suelo de madera y me ha gritado:
—¡Bienvenido a bordo de la Rasalhague, bribón!
Está bien… pero ¿eso es un sí o un no?
Después me ha invitado a acompañarla a mirar por la borda y ha acariciado el barandal del barco mientras susurraba su nombre:
—Rasalhague…
Tras un rato en silencio me ha dicho, con su mirada fija en la costa:
—Despídete de tu tierra como lo haría una estrella de su constelación. —Volviéndose luego hacia mí—. Es lo que somos, ¿no?
Pues, ¿qué quieres que te diga? A mí como metáfora me ha parecido un poco raro. Supongo que eso de las estrellas me lo ha dicho porque pensaría que así me estaba hablando «en mi idioma»… Yo qué sé.
Pero, en fin, ¿no iba yo a escribir un libro sobre las estrellas? ¿Qué demonios estoy haciendo entonces? Ahora a ver por dónde empiezo…
¿A dónde van las estrellas cuando mueren?
¡Ah, sí! ¡Quería empezar con aquello de que los seres vivos nacen, crecen y toda esa parafernalia! Pero eso ya tendrá que ser mañana. Ahora voy a tratar de descansar un poco que, para ser la primera noche, menudo prólogo me he echao…
¿Que si me creo lo que está sucediendo? No del todo. ¿Que si va a servir de algo? No estoy muy seguro. ¿Que si estoy emocionado? ¡No te imaginas cuánto!
Luna, espero no volver a verte en varios días. Me quedo con las estrellas.
Primera parte
SEGUNDA NOCHE
Los seres vivos nacen, crecen y toda esa parafernalia
Cuando era niño me enseñaron en la escuela que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pues una de las cosas más geniales que he aprendido en toda mi vida es que las estrellas también nacen, crecen y mueren; y que luego se reproducen.
Aunque, por lo que yo sé, solo hay dos maneras de aprender esto, y la primera es ser niño durante toda la vida. Esto lo supe cuando leí Peter Pan y Wendy , de James M. Barrie, y ahora puedo decir con seguridad que eso de que las estrellas nacen, crecen, mueren y se reproducen, Peter Pan debía saberlo muy, pero que muy bien. El pobre era un despreocupado y un descarado de lo peor; no creo que hubiera nada en el mundo que le importara más que más bien poco —como no podía ser de otra manera, dicho sea de paso, ya que no tenía una mamá ni un papá—, pero lo que sí es cierto es que ser niño durante tanto tiempo le había enseñado muchísimas cosas. Peter podía volar, incluso sin polvo de hadas, y comprendía el lenguaje de las estrellas. Tanto es así que a menudo jugaba a bromear con ellas: se cuenta que cuando estaba aburrido se les acercaba volando por detrás en silencio y trataba de apagarlas de un soplido. Y, de hecho, fue precisamente una estrella, la más pequeña del cielo, la que le avisó que los papás de la niña Wendy estaban fuera de juego para que Peter pudiera entrar en casa a buscar su sombra, que había perdido en su última visita. Posiblemente fue la estrella número 61 de la constelación del Cisne, yo diría… Pero a lo que iba, que eso de que las estrellas nacen, crecen, mueren y se reproducen, Peter seguro que lo sabía.
Sin embargo, aun siendo niño durante toda una vida, uno corre el riesgo de olvidarlo todo si crece, como temo que me pasará a mí si algún día bajo de este barco, lo que me lleva de forma inevitable a la segunda manera.
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