Con estos ayudantes tan lamentables, bien podría valérselas por sí misma. Manuel se negaba a aceptar su forma de hacer las cosas, prefiriendo seguir el procedimiento tradicional. Los otros tres lo seguían, incluso siendo ella la que firmaba sus nóminas.
—Quizás deberías volver a casa —dijo Manuel— a curarte la herida. Trabajar aquí es peligroso.
Paró antes de finalizar la frase con un «para una mujer». Por lo menos hoy había aprendido algo.
Todo esto había surgido cuando ella sugirió utilizar azúcar, además del cereal, para acorralar al nuevo toro que acababa de comprar, y poder así marcarlo. El azúcar ayudaría a calmarlo, pero era una nueva forma de hacer las cosas y Manuel se había opuesto. Luego el toro se puso a dar coces.
Brenda estaba demasiado cansada para discutir. La sangre que le seguía entrando en los ojos le dificultaba supervisar lo que estaban haciendo y sabía que no lo estaban haciendo como ella quería. Pero el toro estaba marcado, lo que significaba que ella era la dueña. Esa era la tarea más importante del día, así que ya podía darlo por terminado.
Entró por la parte de atrás de la casa dando un portazo y paró en seco. Esa puerta llevaba directamente a la cocina. La cena se estaba calentando en una sartén: un filete al punto y puré de patatas con judías verdes recién salido del horno. La nevera estaba abierta y detrás de la puerta asomaba el cuerpo de alguien agachado. Se cerró la puerta y se puso en pie un hombre que llevaba delantal.
—Eres un regalo del cielo —dijo Brenda.
—Y a ti te sangra la cabeza —respondió el hombre—, pero no veo ninguna espina.
Brenda se tocó la frente. Un hilo de sangre le impregnó las puntas de los dedos. Por suerte, no le dolía.
—Si salgo ahí fuera, ¿voy a encontrar a uno de tus ayudantes muerto, Bren?
Brenda suspiró, con un regusto de decepción en el aire expulsado.
—No, Walter. No vas a tener que dar ninguna extremaunción esta noche.
El hermano de Brenda, el pastor Walter Vance, cogió unas servilletas y presionó la frente de su hermana.
—¡Ay! —se quejó ella.
Walter no le hizo caso. No era la primera vez que la limpiaba cuando se hacía daño. Sucedía de forma habitual en la casa de los Vance cuando eran niños. Quizás fuese una de las razones por las que él había escogido el camino de la iglesia.
—¿Vas a contarme qué ha pasado?
—Incompetencia. Machismo. Ayudantes perezosos. Eso ha pasado.
—Creía que Bautista era uno de los mejores —dijo Walter.
—Puede que hace veinte años. Los tiempos han cambiado.
—Por suerte —respondió Walter—. Con toda esa tecnología que has incorporado al rancho no necesitas tanta ayuda como cuando éramos pequeños.
Su padre les había dejado el rancho a ambos, pero Walter cedió su parte a Brenda y entró a formar parte de la iglesia. Ella se lo agradecía, sobre todo porque, al no ser un socio, no tenía que compartir con él cuánto le había costado toda esa tecnología, por no hablar del toro nuevo. Lo había financiado y se acercaba el primer pago. No tenía suficiente dinero líquido para estar al día con todas las facturas y los gastos generales.
—Bren, si hay algún problema —dijo su hermano— ¿me lo dirías?
No se lo diría.
—Por supuesto que sí.
Brenda sabía desde hacía mucho tiempo que mentir a un pastor no provocaba que te fulminara un rayo al instante, así que tenía tiempo.
—Mientras sigas viniendo y haciéndome la comida, todo irá bien.
—Quizás deberías casarte —dijo Walter.
Brenda dejó caer los cubiertos en el plato. Su hermano no había evolucionado en lo referente a este tema. Ella no quería casarse. Los hombres la ralentizaban. Un buen ejemplo era cómo sus ayudantes hacían que su actividad fuera más lenta.
—Tienes un rancho repleto de soldados ahí al lado —dijo Walter— y algunos de ellos quieren casarse en noventa días, para cumplir con las normas de las tierras del rancho.
Justo el motivo por el que Brenda se mantenía alejada de sus vecinos del rancho Purple Heart. Y de la línea fronteriza, que les obligaba a casarse para poder seguir en el rancho. Estaba segura de que era una solución ilegal, pero nadie lo había denunciado.
—¿No fue uno de esos soldados quien se escapó con tu prometida? —dijo ella.
Beth Cartwright, la hija del pastor, había estado prometida con Walter. Pero su amor de la infancia, desaparecido en combate por un tiempo, regresó, haciéndola caer a sus pies con una petición de mano y un anillo de compromiso.
—Reese es un buen hombre —dijo Walter. Parecía que lo decía de verdad, a pesar de lo dura que había sido la ruptura—. Todos los soldados lo son.
Walter era demasiado indulgente, pero formaba parte de su trabajo. El trabajo de Brenda consistía en ser ranchera. No tenía tiempo para ser la esposa de nadie. Estaba demasiado ocupada con el ganado, más proyectos de reparación de los que cabían en un folio a espaciado sencillo, y unos ayudantes que no valían para nada y a los que observaba dirigiéndose a sus camionetas antes del atardecer sin haber hecho su trabajo.
No. Estaba mejor sola. Dudaba mucho que algún día fuera a dar su mano a un hombre.
Keaton observaba a su paso el paisaje del corazón de América. Las majestuosas montañas de color marrón salpicadas de diferentes colores, los ondulados y verdes pastos que parecían prolongarse hasta la eternidad. Le sorprendió cuánto se parecían estas hermosas tierras a las de Afganistán, Irak y Siria. La única diferencia con respecto a aquellas era que en el aire fresco de estas montañas se respiraban esperanza y oportunidades. Las zonas de guerra estaban plagadas de conflictos, agitación y desesperación.
Durante su servicio en cada uno de esos países, Keaton había visto morir a hombres jóvenes. Había sido testigo del sufrimiento diario de mujeres y niños, y observado cómo la tierra era devastada y arrasada por la política y los proyectiles.
Conduciendo por la avenida principal de esta pequeña ciudad de Montaña, la perspectiva no podía ser más diferente. Por la ventanilla del Jeep rojo de alquiler, Keaton observaba a los niños correteando por las calles, a las madres que seguían de cerca a sus pequeños con pantalones de yoga y botas cowboy , a un grupo de ancianos sentados en los porches de sus casas fumando en pipa y escupiendo tabaco. El aire impregnado de olor a pan recién hecho en lugar del regusto metálico de la pólvora de los explosivos.
Comprendió por qué los soldados del rancho Purple Heart venían aquí y decidían quedarse tras su rehabilitación. El paisaje les recordaría a aquel donde habían estado, pero la gente representaba el futuro por el que luchaban: una comunidad de la que formar parte.
Durante los últimos seis años, Keaton había regresado a su lugar de origen después de cada misión. El ajetreo de la ciudad lo ponía nervioso. Los rascacielos y el frío hormigón lo inquietaban. Las miradas perdidas de la gente en la calle, sus bocas tensas, e incluso los gestos de exasperación de extraños que se evitan en las aceras, le producían preocupación.
Los soldados se miraban a los ojos. Hablaban claro, sin rodeos.
Así que no, Keaton no interactuaba bien con la vida civil. Tampoco los otros cuando habían regresado a sus vidas en la ciudad. Ninguno deseaba volver al combate activo, pero todavía querían un poco de acción. En este sitio que parecía una zona de guerra envuelta en paz, Keaton sabía que todos ellos podrían establecerse.
Media hora después, llegaba a las puertas del rancho Bellflower. Sabía que estaba en el sitio correcto al ver la insignia de la flor púrpura en las barras de hierro. Esa flor en forma de lirio era el símbolo de los guerreros heridos. Había más campanillas púrpura en las zonas de hierba que bordeaban el camino pavimentado. Era una planta propia de aquí y parecía que en estas tierras crecía de forma natural. No era de extrañar que los veteranos heridos se sintieran como en casa en este rancho.
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