Y si así son las cosas, ¿por qué entonces seguir viviendo en el pasado? ¿Por qué no agradecer a Dios porque la preciosa sangre de su Hijo nos ha dado perdón y redención?
Gracias, Padre celestial, porque la sangre de Cristo ha limpiado mi pasado, y porque me ha dado una nueva oportunidad, un nuevo futuro. ¿Qué más puedo desear?
19 de febrero
“Al despertar Jacob de su sueño, pensó: ‘En realidad, el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta’ ” (Génesis 28:16, NVI).
A Jacob, el patriarca bíblico, le sucedió lo mismo que tantas veces nos sucede a ti y a mí: creemos estar solos, sin Dios, cuando en realidad estamos solos, pero con Dios.
¿Cuándo nos sentimos solos, sin Dios? Especialmente después de haber pecado. La gran noticia es que nuestro Padre celestial no nos abandona cuando más lo necesitamos. La experiencia de Jacob, después de engañar a su padre Isaac para apropiarse de la primogenitura, enseña precisamente esa preciosa verdad.
Conocemos los detalles de la historia. Después de engañar a su padre y a su hermano, Jacob debió huir a Harán para salvar su vida. Según el libro Patriarcas y profetas , durante su viaje Jacob se sentía tan atribulado por su vergonzosa conducta, que incluso “temía que el Dios de sus padres lo hubiese desechado” (p. 182).
Una noche, mientras dormía, Jacob soñó con una escalera que con un extremo tocaba la tierra y con el otro el cielo. Además, escuchó la voz de Dios que le dijo: “Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y de tu padre Isaac. A ti y a tu descendencia les daré la tierra sobre la que estás acostado. […]. Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas” (Gén. 28:13, 15, NVI).
Grande tuvo que haber sido la sorpresa de Jacob. Por haber pecado, él creía que el cielo estaba muy lejos de él, pero en el sueño Dios le reveló que estaba muy cerca. Tan cerca, que Jacob dijo: “El Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta” (vers. 16, NVI).
¿Había estado Jacob solo mientras huía? Es decir, ¿solo sin Dios? Nunca estuvo solo. A pesar de su pecado, Dios no lo había abandonado. ¿Por qué no nos abandona Dios, ni siquiera cuando hemos pecado? Porque “el Salvador [...] nunca abandonará a un alma por la cual murió. A menos que sus seguidores escojan abandonarlo, él los sostendrá siempre” ( El Deseado de todas las gentes , p. 446).
Cuando por haber pecado te sientas inclinado a creer que Dios te ha abandonado, recuerda que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1:15). Es decir, a salvar a gente como tú y como yo.
Lo que esto significa, en pocas palabras, es que Dios no te ha abandonado, y nunca lo hará. Ahora mismo está muy cerca de ti. ¿No te has dado cuenta?
Gracias, Jesús, porque a pesar de mis caídas no me has abandonado, y nunca lo harás. ¡Cuán alentador es saber que nunca abandonas un alma por la cual moriste en la Cruz!
20 de febrero
Difícil, pero no imposible
“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).
Perdonar. ¿Hay algo más difícil en la vida que perdonar? No estoy hablando aquí de perdonar al vendedor que miente descaradamente para hacer pasar su mercancía como una de las maravillas del mundo moderno. Ni del empleado en la oficina que te saluda con tanto cariño, pero tiene la vista puesta en el cargo que ocupas. Me refiero a cómo perdonar a quien dice ser tu mejor amigo, o amiga, y a tus espaldas está hablando mal de ti. Perdonar a ese ser querido en quien creíste y que terminó traicionando tu confianza.
Esta última experiencia la vivió Mike, según un relato que cuenta Graeme Loftus (“God’s Lesson in Grace”, Signs of the Times , octubre de 2003). El caso es que el mejor amigo de Mike lo había convencido de invertir en un negocio que, en su opinión, estaba “blindado”. Pero el negoció fracasó, y Mike perdió los ahorros de toda su vida.
Lo que más le dolió a Mike fue enterarse de que su “amigo”, en secreto, había protegido su propia inversión contra todo riesgo, de modo que cuando el proyecto se fue a pique, él nada perdió. Por si esto fuera poco, ni siquiera se dignó de ofrecer algún tipo de ayuda a Mike.
Dice el relato que, aunque el golpe fue severo, con el tiempo Mike “recogió los pedazos” de su fracaso, siguió adelante, y logró recuperar sus finanzas. Sin embargo, un día Mike supo que su amigo estaba en bancarrota y que su familia estaba pasando por tremendas dificultades. ¿Puedes imaginar lo que sucedió? Mike puso a un lado el pasado, y ayudó a su amigo a salvar su trabajo y también su familia.
Este es el milagro del perdón. Muy difícil, pero no imposible. ¿Por qué no es imposible? Porque nuestro Padre es un “Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia” (Neh. 9:17). Él quiere morar en nuestro corazón, para que así como él ha perdonado nuestras ofensas, también nosotros perdonemos a quienes nos han ofendido.
¿Hay en tu corazón alguna amargura, algún rencor, por el dolor que alguien te ha causado? Hoy es un buen día para perdonar. El perdón no solo nos acerca a Dios, también hace que seamos más semejantes a él. Más importante aún, si Dios ha perdonado el mal que nosotros hemos hecho, ¿por qué no perdonar a quienes nos han hecho mal?
Padre, que tu Espíritu more hoy en mí, de modo que yo pueda perdonar de la misma manera que tú me has perdonado. Solo así habrá unidad donde antes hubo separación; gozo, donde antes hubo sufrimiento y pesar.
21 de febrero
Lo que llama la atención del Señor
“Jesús se detuvo a observar y vio a los ricos que echaban sus ofrendas en las alcancías del Templo. También vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas de cobre” (Lucas 21:1, 2, NVI).
El Señor Jesús probablemente se encontraba frente a la sección del Templo conocida como “atrio de las mujeres”, cuando una viuda pobre echó en una de las arcas para ofrendas dos moneditas “de muy poco valor” (Mar. 12:42). Por ser viuda y pobre, esta mujer ocupaba el estrato más bajo de la sociedad.
Este estrato estaba integrado mayormente por quienes, por tener algún tipo de impedimento físico, no podían trabajar: ciegos, sordomudos, paralíticos, leprosos. Esta gente, por lo general, tenía que mendigar. También pertenecían a esta categoría los que dependían de la caridad pública: las viudas, los huérfanos y quienes, además de no poder trabajar, no tenían a nadie que les proveyera el sustento.
Con este trasfondo, no sorprende leer que Lucas, en su relato, diga que se trataba de una viuda “muy pobre”, y que el término que use en griego signifique “uno que vive con lo indispensable, y que tiene que trabajar cada día a fin de tener algo que comer al día siguiente” ( Comentario bíblico adventista , t. 5, p. 634). Su ofrenda, por lo tanto, tuvo que haber sido muy pequeña, y muy inferior a la de los ricos; estos, según Marcos, “echaban grandes cantidades” (Mar. 12:41, NVI).
Al reflexionar en este episodio, no puedo evitar sentir una amorosa reprensión de parte del Salvador por lo poco que estoy dando –de mi vida, de mi tiempo, de mis recursos– a su iglesia y a quienes tienen menos que yo. No puedo evitar pensar que, mientras esta pobre mujer dio como ofrenda “todo el sustento que tenía”, yo, en cambio, estoy dando de lo que me sobra.
Pero así como en este relato recibo una amorosa reprensión, también encuentro un poderoso estímulo. De todo cuanto ese día ocurrió en el Templo, fue el sacrificio de esa pobre mujer lo que más llamó la atención del Salvador. El Templo era imponente, también lo eran las ceremonias, pero lo que cautivó su atención fue la ofrenda más pequeña, proveniente de la persona que ocupaba el lugar más bajo del estrato más pobre de la sociedad judía.
Читать дальше