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Ronald K. Noltze: Más allá del ayer

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Ronald K. Noltze Más allá del ayer

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Todo aquel que realiza un viaje tiene algo para contar. Tanto más hay para contar cuando un misionero no solo hace un viaje, sino que vive en la cultura foránea. A fines de la década de 1920, Karl F. Noltze fue enviado a Liberia, ubicada en la costa occidental del continente africano. Los desafíos que tuvieron que enfrentar él y su esposa, Clarle, son relatados por su hijo, Ronald K. Noltze, quien nació en Liberia. Muchas de las vivencias narradas son extraídas de los diarios personales de su padre. Más allá del ayer brinda una mirada profunda a la labor y a las alegrías –pero también a las angustias– de una pareja de misioneros que no sabía qué les depararía en el continente africano. Sin embargo, Dios mantuvo en todos los momentos críticos su mano protectora sobre la joven familia. Es emocionante ver hoy los resultados del esfuerzo de aquellos sencillos comienzos.

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Mientras seguían mirando tensos, Ising comentó a Karl, en alemán:

–También hubiese sido posible tomar el camino por tierra, a través de la selva. No estamos en época de lluvia. Pero, por seguridad, hemos preferido hacer el trayecto por el mar.

Inmediatamente, se explicó:

–Sabemos que traes mucho equipaje con equipamiento necesario para la misión y es muy difícil encontrar en Monrovia hombres honestos para las cargas. En un trayecto largo, de varios días de caminata por la selva, desaparecería más de una carga junto con sus encargados de transportarlas. Será tanto más sencillo y relajado con los hombres que vendrán a buscarnos desde Palmberg.

A la luz de aquel contexto, parecía una decisión sensata. Los marineros bajaron la ya conocida escalera de cuerdas por el casco de estribor. El mar seguía sorprendentemente tranquilo y la superficie del agua se mantenía casi lisa. Entre tanto, había salido el sol y estaba ya bastante alto en el horizonte. Los tres miraban concentrados el hormiguero humano que se había formado al nivel del agua.

–¡Allí!

Los tres misioneros reaccionaron casi al mismo tiempo. Habían divisado entre la maraña de embarcaciones una barcaza algo más grande. Del lado de la popa podía verse a un hombre de pie, delgado y que definidamente se diferenciaba por su vestimenta blanca y el casco tropical de los morenos remeros. Con gafas que lo protegían contra el sol brillante, recorría las cubiertas del barco en busca de los hombres que debía recoger. A su lado estaba el timonel de la embarcación, buscando un camino hacía el barco. Con voz alta de comando, que se escuchaba hasta la cubierta, ordenó replegar los remos y, aprovechando el empuje de la velocidad, hizo deslizar el bote a lo largo del casco directamente hasta la escalera. “Aquí sí que hay una mezcla de habilidad y práctica”, pensó Karl.

El hombre blanco en la barcaza había reconocido ahora también a sus colegas misioneros en la barandilla y agitaba su casco tropical como saludo:

–¡Hola! ¡Hola...!

Recién entonces los tres misioneros que observaban desde la barandilla del SS-Wadai comenzaron a moverse: aquel movimiento con el casco era la señal pautada. Esa era su embarcación. Ese era su hombre. El encuentro había resultado. La tranquilidad los embargó. Y, espontáneamente, se abrazaron entre ellos, con la seguridad de que aquel hombre de blanco era el misionero Helbig, quien venía a buscarlos.

Con mucho cuidado, cruzaron la barandilla y bajaron por la escalera. Primero bajó el mayor del grupo, el inglés, Read, mientras que Karl fue el último.

Al bajar, recordaron una lección que era recurrente en la vida: muchas cosas dependen de la perspectiva desde la cual se las mire. Es que lo que desde arriba aparentaba ser sencillo se convirtió en algo desagradable al comenzar a bajar: la escalera de cuerda se balanceaba de un lado al otro a lo largo del casco. Karl se dio cuenta de que era muy fácil que sus pies zafasen de alguno de esos débiles peldaños. Se sujetaba desesperadamente firme de la soga que hacía de barandilla, y registraba con preocupación cuántos peldaños faltaban todavía hasta llagar a la plataforma. Finalmente, los tres lograron llegar a la plataforma.

“El balanceo del barco es casi imperceptible hoy, no debiera ser tan difícil saltar a la barcaza”, pensó Karl. Esta vez, a diferencia de lo que había presenciado en Freetown, la maniobra fue rápida y, con la ayuda de los musculosos brazos de los marineros, pronto estuvo dentro de la barcaza.

–¡Lo hemos logrado! –se le escapó con evidente alivio.

Apenas después de que subieron al bote, comenzaron a llegar sus pertenencias. Sobre sus cabezas, con la grúa del barco, bajaba una gran red con parte de su equipaje. La misma descendió hasta ser delicadamente depositada junto a ellos, en el medio del bote. Luego, siguieron otras tandas. Maletas de acero, baúles, cajones y bolsas de lona; una carga tras otra bajaban sin contratiempo alguno. Esto también era un motivo para agradecer: no habría sido la primera vez que la carga completa de una red terminara en el agua. Sin embargo, un recuento rápido comprobó que la carga estaba completa. Acto seguido, los remeros guardaron y aseguraron cada una de las piezas en diferentes sectores del gran bote.

Ahora podían relejarse. Una nueva etapa había sido completada y los suspiros de alivio volvieron a escucharse.

Recién entonces comenzaron los saludos, los abrazos y las presentaciones. Karl no conocía a Rudi Helbig.

–Así que tú eres Karl. Te hemos estado esperando ansiosamente. Ernst me ha contado mucho sobre ti –dijo el misionero que los había esperado en Liberia.

–Es genial que todo haya funcionado tan bien y que hayas conseguido esta barcaza. Puedes imaginarte con cuánta curiosidad estoy esperando el encuentro con ustedes dos en Palmberg –respondió Karl.

–¿Has podido traer todas las cosas que habíamos pedido?

–Pienso que sí, ya ves que todo llegó bien.

Rudi y su esposa, Elisabeth, habían llegado apenas ocho meses antes a Liberia. Todavía, muchos aspectos del mundo en suelo africano le resultaban nuevos. Recién más adelante, durante la travesía a Grand Bassa, querría hablar sobre el curso dramático de sus primeros meses en África.

–Estamos listos –le dijo Rudi al timonel.

Los remeros tomaron sus posiciones, y el ritmo constante de los remos surcando el agua comenzó a oírse. La barcaza tomó velocidad y el gran barco donde Karl había pasado sus últimas tres semanas comenzaba a quedar lejano.

El joven dio una última mirada al SS-Wadai , sus pasajeros en las cubiertas y los pañuelos que se agitaban en despedida. Con más de uno de ellos Karl había logrado una sentida amistad. “¿Volveremos a vernos?”, se preguntó. Luego, realizó un nostálgico saludo con las manos y una silenciosa oración: “Eterno Dios, gracias por el largo viaje en barco sin ningún incidente negativo. Sigue acompañándonos ahora, por favor, en esta pequeña barcaza”.

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