Miguel Tornquist - Ladrón de cerezas

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"Ladrón de cerezas" es un ensayo arquetípico atravesado por una novela, o una novela atravesada por un ensayo arquetípico: así como las aguas dulces y saladas de los estuarios que se funden en una sola agua, el lector decidirá pararse del lado del ensayo o del lado de la novela.
Rufino Croda es un publicitario del montón con graves desvaríos de personalidad que promueve una extraña teoría arquetípica basada en los hallazgos del psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung, jamás utilizadas en campañas políticas.
Relatos de aventureros, héroes, magos, villanos, inocentes, sabios y rebeldes se confunden entre historias de amor, pasión, traición y amistad.
Con sutil humor y un final sacudido por la conmoción, «Ladrón de cerezas» libera los arquetipos del corsé del marketing y la publicidad para acercarlos al folclore popular.

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El nuevo expedicionario escalaba un volcán en erupción vestido de saco, corbata, y mocasines de charol de ala ancha con una hebilla plateada que lo encandilaba y no le permitía ver con claridad a la persona en la que se había convertido. Aquel atuendo no parecía el adecuado para llevar la embarcación hacia aguas menos turbulentas. Su barba blanca y su extensa melena se habían ido de excursión sin él y yacían olvidadas en el desagüe de algún depósito de baño y encarpetadas en vinilo como una obra de colección.

—No tengo más que palabras de agradecimiento, Rufino —dijo Salvaje—. Sin un buen envase no me hubiera convertido en gobernador.

—Envase que acabás de reemplazar por uno más del montón —se sinceró Rufino descargándole un botellazo de ira en la cabeza.

—Ah, veo que tus ojos te sirven para diferenciar al candidato del gobernador —manifestó Salvaje sin retroceder un ápice en su disposición de convertirse nuevamente en un pez ahogándose en el mar—. Me parece que ha llegado el momento de verter el contenido del producto en un envase más prudente. Un gobernador debe parecer gobernador, no debe parecer un hombre común y silvestre; debe cuidar las formas y adecuarse al sistema. Ya es hora de bajar al expedicionario del bote y subir al ejecutivo al transatlántico.

—La gente votó la agilidad del bote para virar y cambiar rápidamente de dirección y no la lentitud del transatlántico incapaz de maniobrar con la suficiente velocidad para eludir un iceberg —lo reprendió Rufino.

—En un transatlántico se viaja mejor y se llega más lejos.

—Salvaje, hasta aquí te trajeron tus zapatillas desgastadas y tu camisa leñadora que arremetió con un hachazo en las urnas y le gritó en la cara a Micaela Dorado: “fueraaa, abajooo”, y encima con la fortuna deliberada de que el árbol seccionado golpeó de lleno contra el ego de Jalid. Todos sabemos lo difícil que es mantenerse en el poder. Ahora más que nunca debés reconciliarte con el expedicionario que hay en vos. No te seas infiel a vos mismo, no cometas semejante sacrilegio.

—Por una vez en la vida deberías ponerte en mis zapatos y entender que un gobernador no puede andar derrapando por la vida.

—¿Cómo me voy a poner en tus zapatos cuando deberías andar en patas pisando caracoles en la arena?

—En patas uno corre el riesgo de electrocutarse y lo que yo necesito es conectarme con los bonaerenses para resolver sus problemas.

—Estaban tan conectados con vos que hasta te confiaron su voto.

—Eso es verdad, pero ahora necesito desempacar los pedazos de montaña y de mar que llevo en la mochila y empacar los trozos de asfalto y de cemento que extravié en el camino. Debo hacerme más visible porque en la montaña o en el medio del mar nadie me puede encontrar.

—En eso estamos de acuerdo, pero cuando te encuentren deben encontrar al capitán de la embarcación, no al ejecutivo de saco y corbata que saca chapa por viajar en primera clase. No debés transformarte en el blanco fácil de la falsedad. El expedicionario prefiere encontrar a que lo encuentren, buscar a que lo busquen. Debés navegar mucho más frecuentemente por las arremolinadas calles de la provincia que por las serenas aguas de tu oficina. Ese es tu mar, no este lindo despacho. El territorio inexplorado se encuentra fuera de estas cuatro paredes; en los barrios, en las escuelas, en los hospitales, en las caras desesperadas de los bonaerenses que no llegan a fin de mes. Todos aquellos que te confiaron su voto desplegaron sus alas aguardando el viento de cola. Ese que los llevará a buen puerto, a tierra firme. No seas justamente vos quien arríe las velas de la esperanza que vos mismo les enseñaste a extender.

—Hasta aquí llegaron tus consejos, Rufino —lo frenó en seco Salvaje—. El concepto de la campaña fue premonitorio: ha llegado el momento de independizarme, de abolir las cadenas que me sujetan al pasado. Con tu ayuda alcancé el objetivo que me había propuesto durante toda mi vida, pero hasta acá llegamos. Fuiste bien recompensado por tu trabajo. Ya no tengo más nada que ofrecerte.

Por primera vez Rufino lo desconocía. Algo entre ellos dos se había roto, eso era indudable, pero no podía decodificar quién había lanzado la patada temeraria que había fracturado la tibia y el peroné. Y ya no había manera de hacerle comprender que así no llegaría a ninguna parte. En un abrir y cerrar de ojos, Salvaje se había desmoronado como un hormiguero intervenido con ramas y palos empuñados por niños que serpentean la superficie para observar el alboroto de un ejército de hormigas coloradas dispuestas a defender su territorio a cualquier costo sin amedrentarse por el tamaño de su oponente.

—Debo confesar que no me esperaba semejante asesinato a la racionalidad, Salvaje. Lo que está sucediendo es difícil de tragar, realmente. En todo caso hubiera preferido que perdieras la elección, pero mantuvieras tu esencia. Hubieras sido más feliz. Me cuesta entender cómo un simple cargo público pudo alterar de un día para el otro al hombre desprovisto de formalidad y prudencia. Pero ya no tiene caso rebelarse, no voy a insistir. Te deseo suerte, es evidente que la vas a necesitar.

Mientras Rufino se disponía a marcharse, Salvaje le puso la mano en el hombro y lo retuvo por unos breves segundos.

—Quiero decirte una cosa más antes de que te vayas. No quiero que vuelvas a ver a Septiembre nunca más, mucho menos que la asesores en su próxima campaña.

El tiempo se petrificó en la mente de Rufino y se paralizó aún más el desconcierto que quedó como estaqueado al escuchar semejante aberración. En ese instante lo atropelló un impulso de quitarle las manos de su hombro y hacerle tragar sus palabras, pero lo reprimió. Siendo apenas un muchacho, cientos de esquinas fueron testigos involuntarios de peleas intrascendentes ocasionadas por motivos sin importancia que lo hicieron comprender que el verdadero hombre no es el que busca pleito, sino el que no se acobarda cuando el pleito lo busca a él. Respirando hondo y haciendo un curso acelerado de recogimiento, miró en retrospectiva y comprendió que la alegoría de las hormigas coloradas simbolizaba con exactitud la escena trágica; porque Septiembre representaba al hormiguero, él a la rama y Salvaje a las hormigas coloradas que brotaban como sangre a borbotones y chorreaban el recelo que solo podía cauterizarse con la desaparición indeclinable de Rufino. Sin amedrentarse, se dispuso a agitar la rama y alborotar aún más a los rojizos insectos.

—¿Qué te hace pensar que podría aceptar semejante despropósito? —preguntó Rufino.

—Tu integridad moral —respondió escuetamente Salvaje.

—Lo inmoral es justamente lo que me acabás de proponer. Mi relación con Septiembre se basa simplemente en un intercambio comercial. Ella se mostró interesada en contratarme para su próxima campaña presidencial y yo me mostré interesado en asesorarla. Y debo recordarte que yo vivo de esto.

Salvaje no logró dilucidar si se refería al dinero o a Septiembre.

—Con el tiempo se te van a evaporar esas absurdas ideas de la cabeza —dijo verborrágicamente Salvaje.

—¿Absurdas ideas? ¿Esas que te ayudaron a convertirte en gobernador?

—Yo no soy Septiembre, Rufino. Los arquetipos no funcionarán con ella.

—No te imaginás lo equivocado que estás.

—Es una decisión tomada.

—¿Tomada por quién? ¿Por vos o por mí? Porque entiendo que Septiembre no fue consultada de todo esto.

—¡Ni lo será!

—No me había enterado de que habíamos vuelto a la época medieval.

—No me gustaría rememorar la batalla de los cien años —lo incriminó Salvaje en un tono amenazante.

—Por lo visto no te referías únicamente a mi integridad moral, sino también a la física.

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