La edición no tardó en llegar a los conventos de España[68], donde fue muy mal recibida, sobre todo por parte de los superiores de la orden (el general Alonso de Jesús María y sus secuaces), quienes por su aversión a las misiones y a Gracián se lanzaron contra determinadas páginas (capítulos 1 y 23) para ellos inadmisibles. Con todo, la edición tiene el valor, además de ser la primera, de haber servido de modelo a las siguientes, tanto en español (Valencia 1613; Zaragoza 1623; Amberes 1630; incluso la considerada oficial, Madrid 1661), como para las traducciones a otros idiomas: francés (París 1616), italiano (Roma 1622), polaco (Cracovia 1623), latín (Colonia 1626), alemán (Colonia 1649), inglés (Londres 1669), etc[69]. Y hay que decir también que sólo fue superada en 1661, con la edición madrileña de José Fernández de Buendía, que logró recuperar los pasajes omitidos[70].
Fue a finales del siglo XIX cuando los lectores teresianos pudieron gozar de una edición más fiable, concretamente a partir de 1880, fecha en la que don Vicente de la Fuente ofreció la reproducción autografiada del manuscrito original y la transcripción del mismo[71], todo un alarde editorial que cautivó a estudiosos y editores, quienes a partir de entonces, con el espejismo de dicha reproducción, se creyeron dispensados de acudir al autógrafo[72].
A lo largo del siglo XX las ediciones del libro se fueron multiplicando vertiginosamente y por parte de editores bien cualificados, como Silverio de Santa Teresa (BMC, 1918), Efrén de la Madre de Dios (BAC, 1954), Tomás de la Cruz (MC, 1971), Teófanes Egido (EDE, 1976), etc., que a su vez han servido de fuente para numerosas traducciones. Hoy día, enmarcado en las obras completas, se puede decir que no existe idioma que no cuente con su traducción. Sin embargo, a juicio del propio Tomás Álvarez, «quizás el único editor que haya colacionado el texto del libro con el original autógrafo es Silverio de Santa Teresa, y aun él sin gran fortuna»[73]. Esto quiere decir que todos, por más que dijeran otra cosa, seguían editando el texto teresiano por el facsímil autográfico del siglo XIX. De ahí la necesidad –la urgencia– de contar con una nueva edición facsímil del autógrafo, absolutamente fiel, con la transcripción paleográfica del mismo (letra a letra, línea a línea, página por página) y con todos los detalles de un buen aparato crítico. Afortunadamente, esta es la obra que ha logrado llevar a cabo Tomás Álvarez, publicada el año 2003, y que marcará un hito, una nueva etapa, sin duda, en la historia editorial del Libro de las Fundaciones[74].
4. La presente edición
El texto que ahora publicamos ha sido rigurosamente revisado con el de la citada edición crítica-facsímil de Tomás Álvarez, lo que a su vez nos ha permitido incorporar numerosas correcciones con respecto a las ediciones anteriores. Lo hemos adaptado a la ortografía y fonética modernas, siempre que no suponga valor fonológico, y a las actuales normas académicas (signos de puntuación, prácticamente ausentes en el autógrafo teresiano, a excepción de los frecuentes trazos trasversales, y división de párrafos). Hemos resuelto las abreviaturas, los evidentes lapsus (haplografías, metátesis, errores por atracción fónica, etc.) y hemos incluido, entre paréntesis, las referencias bíblicas a las que ella suele aludir de memoria. De acuerdo con las mejores ediciones, y habida cuenta de su utilidad práctica para la localización de textos y el uso de instrumentos de trabajo, mantenemos la división usual y numeración de párrafos.
Asimismo, a pie de página, hemos incluido abundantes notas de carácter filológico, histórico y doctrinal, con el fin de facilitar la lectura, la comprensión del texto y su acceso a todo tipo de lectores. De ahí que la mayor parte de ellas sean aclaratorias, sobre acepciones que han quedado envejecidas, sobre giros y expresiones coloquiales, o sencillamente para que el lector no pierda el hilo de la conversación teresiana, dado que estamos ante un texto eminentemente oral, donde «el hervor de la sintaxis emocional rebasa a cada momento los cauces gramaticales ordinarios»[75] y hace incurrir a la escritora en aparentes descuidos: elipsis, anacolutos, concordancias trocadas, ad sensum (mentales más que lógicas o gramaticales), hipérbatos, incisos y digresiones, razonamientos inacabados por desviación del pensamiento, variación en el empleo de las preposiciones y conjunciones, trocadas unas por otras, etc., etc. Todo eso, en fin, que pueden ser incorrecciones en una lengua escrita, pero que en la lengua hablada es nada menos que «el lunar del refrán»[76], y que en la mayoría de los casos se resuelven fácilmente con sólo leerla en voz alta[77]. Ella escribe como es, como quiere y como habla, y de ahí ese acervo de singularidades sintácticas, fonéticas y morfológicas que la sitúan con toda justicia, cual caso inigualado e inigualable, en la cumbre de la prosa castellana.
Finalmente, queremos advertir al lector interesado que la mejor y más completa información bibliográfica al respecto se encuentra en la obra de Manuel Diego Sánchez[78], lo que, además de remitir a ella, nos dispensa de tener que alargar más estas páginas introductorias.
Salvador Ros García
[Prólogo]
JHS[79]
[1] Por experiencia he visto, dejado[80] lo que en muchas partes he leído, el gran bien que es para un alma no salir de la obediencia. En esto entiendo estar el irse adelantando en la virtud y en ir cobrando la de la humildad; en esto está la seguridad de la sospecha que los mortales es bien que tengamos, mientras se vive en esta vida, de errar el camino del cielo. Aquí se halla la quietud, que tan preciada es en las almas que desean contentar a Dios. Porque si de veras se han resignado en esta santa obediencia y rendido el entendimiento a ella, no queriendo tener otro parecer del de su confesor[81], y si son religiosos el de su prelado, el demonio cesa de acometer con sus continuas inquietudes, como tiene visto que antes sale con pérdida que con ganancia; y también nuestros bulliciosos movimientos (amigos de hacer su voluntad y aun de sujetar la razón en cosas de nuestro contento) cesan, acordándose que determinadamente pusieron su voluntad en la de Dios, tomando por medio sujetarse a quien en su lugar toman. Habiéndome su Majestad, por su bondad, dado luz de conocer el gran tesoro que está encerrado en esta preciosa virtud, he procurado, aunque flaca e imperfectamente, tenerla; aunque muchas veces repugna[82] la poca virtud que veo en mí, porque para algunas cosas que me mandan, entiendo que no llega. La divina Majestad provea lo que falta para esta obra presente.
[2] Estando en San José de Ávila, año de mil y quinientos y sesenta y dos (que fue el mismo que se fundó este monasterio mismo), fui mandada del padre fray García de Toledo, dominico, que al presente era mi confesor, que escribiese la fundación de aquel monasterio, con otras muchas cosas que, quien la viere, si sale a luz, verá[83]. Ahora, estando en Salamanca, año de mil y quinientos y setenta y tres, que son once años después, confesándome con un padre, rector de la Compañía, llamado el maestro Ripalda[84], habiendo visto este libro de la primera fundación, le pareció sería servicio de nuestro Señor que escribiese de otros siete monasterios que, después acá, por la bondad de nuestro Señor, se han fundado[85], junto con el principio de los monasterios de los padres descalzos de esta primera orden, y así me lo ha mandado. Pareciéndome a mí ser imposible (a causa de los muchos negocios, así de cartas como de otras ocupaciones forzosas[86], por ser en cosas mandadas por los prelados), me estaba encomendando a Dios, y algo apretada[87] (por ser yo para tan poco y con tan mala salud, que, aún sin esto, muchas veces me parecía no se poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural), me dijo el Señor: Hija, la obediencia da fuerzas[88].
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