Y en Ávila, en la famosa arquilla de sus papeles, guardó los cuadernos incompletos, pues a primeros de 1575 tuvo que ir a fundar a Beas, y luego a Sevilla, y desde allí llevar a distancia la fundación de Caravaca; negocios que la ocuparon todo el año andaluz, hasta mayo de 1576.
En cuanto pudo escapó de Andalucía, con la que no acababa de entenderse, y regresó a Castilla, cuyo deseo de verse en ella le parecía como tornar «a tierra de promisión»[16]. El 11 de junio llegó a Malagón, desde donde dio cuenta del viaje realizado en compañía de sus hermanos y con la simpática escena de la lagartija impertinente[17]. El 23 de junio llegó a Toledo. Y allí, pocos días después, su venerado P. Gracián tuvo la feliz ocurrencia de ordenarle que siguiera con las interrumpidas Fundaciones: «me mandó que las acabase», que «poco a poco, o como pudiese, las acabase»[18]. «Harto de mal se me hace –escribía el 24 de julio a su hermano don Lorenzo–, porque el rato que me sobra de cartas quisiera más estarme a solas y descansar»[19]. Con todo, sin embargo, puso manos a la obra, ya que en esa misma carta le dice que saque de su arquilla «los papeles de Las Fundaciones» y se los envíe a Toledo, más «un papel en que están escritas algunas cosas de la fundación de Alba; envíemele vuestra merced con esotros, porque el padre visitador me ha mandado acabe Las Fundaciones y son menester esos papeles para ver lo que he dicho y para esa de Alba»[20]. Pasarían todavía varios meses hasta recomenzar la tarea. El 5 de octubre anunciaba a Gracián: «Ahora comenzaré lo de Las Fundaciones»[21]. Pero a finales de mes le comunicaba con gran satisfacción: «Las Fundaciones van ya al cabo. Creo se ha de holgar de que las vea, porque es cosa sabrosa»[22]. Y el 14 de noviembre, día de San Eugenio, puso el colofón del capítulo 27. Con celeridad que no deja sospechar su lectura, había redactado en poco más de un mes la historia fundacional de Alba de Tormes (cap. 20), de Segovia (cap. 21), de Beas (cap. 22), de Sevilla (cap. 23-26) y de Caravaca (cap. 27). En total, 8 capítulos nuevos en otras 35 hojas más (fol. 65v-99r).
Ahora sí que dio por concluido el libro, pues los amargos sucesos que se precipitaron sobre su Reforma (la presencia del visitador general Jerónimo Tostado, «que nos venía a destruir»[23]; la llegada del nuncio hostil, Felipe Sega, «que parecía le había enviado Dios para ejercitarnos en padecer»[24]; la persecución de los principales descalzos, de Gracián, del P. Antonio, y sobre todo de fray Juan de la Cruz) la fueron convenciendo de que esa historia estaba ya definitivamente acabada[25]. De hecho, a mediados de 1579, y tras un par de paginas en blanco, incluyó en el manuscrito una hoja suelta de medio folio con los «Cuatro Avisos a los Descalzos», recibidos en la ermita de San José de Ávila, y puestos ahí como otro colofón más del libro[26].
Pero la astucia de un recién llegado, el P. Nicolás Doria, que pasó desapercibido en la contienda[27], y la decisiva protección del monarca, Felipe II, que ventilaba en este asunto una rivalidad de mayor alcance con Roma, hicieron cambiar el sesgo de los acontecimientos, lo que permitió a la Madre Teresa que en dos años de actividad febril fundara otros cuatro conventos más, que dieron lugar a otros cuatro capítulos del libro: el de Villanueva de la Jara, debido a la importunación de sus frailes y al mito de la extraña Catalina de Cardona (cap. 28); el de Palencia, el de la gente de «mejor masa» (cap. 29); el de Soria, el menos dificultoso de todos, gracias a la excepcional generosidad de la patrocinadora, doña Beatriz de Beaumont (cap. 30); y el de Burgos, que para ser la última sería también la más difícil de sus fundaciones, por culpa del quisquilloso arzobispo que tanto la hizo sufrir (cap. 31). Estos cuatro capítulos, los más extensos y logrados del libro, fueron escritos seguramente a raíz de los sucesos, in situ, como parece sospecharse por el cúmulo de detalles, la vivacidad del relato y el dinamismo que respiran, además de las referencias locativas y temporales que hay dentro del texto[28], y suman en total 31 hojas nuevas (fol. 101r-131v) de papel distinto[29].
Acabada la difícil fundación de Burgos, el día 26 de julio de 1582 emprendió la Madre su camino de vuelta a San José de Ávila, de donde era priora «por casi todos los votos del convento» (sin unanimidad, por tanto, y además «por pura hambre», como ella misma reveló en fina ironía, dada la escasa generosidad de los abulenses)[30], y adonde quería estar, a más tardar, a finales de septiembre para dar la profesión a su sobrina Teresita[31]. Pero en ese camino de vuelta, el 18 de septiembre se encontró en Medina del Campo con el P. Antonio de Jesús (Heredia), que hacía de vicario provincial en ausencia del P. Gracián, y le truncó los planes con la insensata ocurrencia de que fuera a Alba de Tormes a ayudar a bien parir a la duquesa joven. Y allí, en Alba de Tormes, falleció el 4 de octubre de 1582, a las nueve de la noche. Allí quedó también su manuscrito, al que poco antes le había añadido un par de folios nuevos (fol. 132v-133r) alusivos al cambio de jurisdicción del monasterio de San José de Ávila. Ese par de páginas –algunos editores las intitulan como epílogo, pero el espacio dejado en el original y el anagrama de encabezamiento son signos de que las vio como una pieza nueva o un capítulo aparte– debió escribirlas en alguna pausa de su última caminata (Palencia, Valladolid, Medina), lugares desde donde expidió sus últimas cartas, y cuando se dio cuenta de que ya no podría redactar la historia de la que ella pensaba sería su postrera fundación, la de Madrid[32].
2. Estructura de la obra
El Libro de las Fundaciones está vertebrado sobre un doble propósito, o con una doble intencionalidad que la propia escritora confiesa reiteradamente desde las primeras páginas del prólogo: en primer lugar, «irá señalada cada fundación, y procuraré abreviar, si supiere, sin ningún encarecimiento, a cuanto yo entendiere, sino conforme a lo que ha pasado»[33] esto es, la parte narrativa o de crónica sobre los acontecimientos históricos de cada fundación; y en segundo lugar, la parte didáctica o aleccionadora, tanto para exponer determinados avisos –«también me mandan, si se ofreciere ocasión, trate algunas cosas de oración y del engaño que podría haber para no ir más adelante las que la tienen»[34]– como para consignar las virtudes de sus monjas y la ejemplaridad de sus bienhechores: «Podrá ser que diga alguna cosa de ellas, para que se esfuercen a imitar las que van con alguna tibieza»[35], «para que las que vinieren procuren siempre imitar estos buenos principios»[36].
Este ritmo entre lo narrativo y lo didáctico es una nota común de todos los escritos teresianos y una característica propia de su estilo de escribir. Ella, que es una narradora excepcional, se encuentra incómoda con su oficio de cronista y, en cuanto puede, aprovecha la ocasión para ejercer el de conductora espiritual, engarzando oportunos avisos para el gobierno de sus comunidades, para saber discernir la verdadera oración de otras posibles patologías, y sobre todo de la temible melancolía. De ahí que en lo más animado del relato la veamos que sale de propósito y se “divierte”, para volver luego con alguna de esas expresiones que repite con frecuencia –«tornando a lo que decía, que me he divertido mucho»[37]–, haciendo aparecer como involuntario lo que ha sido intencional[38]; y si eso que ha provocado el salirse de propósito es una cuestión relevante, entonces todo está permitido: «¡Qué fuera he salido de propósito! Y podrá ser que hayan sido más a propósito algunos de estos avisos que quedan dichos, que el contar las fundaciones»[39].
Está claro, pues, que ella concibió el libro no sólo como la crónica de una apasionante aventura, sino también como una plataforma doctrinal y didáctica, en una mezcla de proporciones no muy desiguales[40]. Hay algún momento en que parece decidida a romper el equilibrio, ciñéndose al primer caso, dejando el segundo, el relato de las virtudes de las primitivas, «a quien lo diga mejor y más por menudo, y sin ir con el miedo que yo he llevado, pareciéndome les parecerá ser parte»[41]; o al revés, dejar el primero, el de los sucesos históricos, a «quien lo sepa mejor decir, que yo no hago sino tocar en ello, para que entiendan las monjas que vinieren cuán obligadas están a llevar adelante la perfección»[42], «porque esto escribirán estos padres en otra parte, cómo pasó, no había para qué tratar yo de ello»[43]. Pero enseguida olvida su propósito y vuelve a la alternancia temática, que sólo se desvanecerá en los capítulos finales[44].
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