Las migraciones y los medios de comunicación tienden a matizar la oposición tradicional entre campo y ciudad (cf. Spiller/Schreijäck 2019). Celina Manzoni ha destacado la importancia de los ‘no lugares’ (Marc Augé), de la errancia en la ficción reciente: formas por las que la violencia se imprime en el espacio y desestabiliza sus fronteras (Manzoni 2015: 111–112). Por cierto, la literatura de la violencia cambia también la topografía, y sobre todo las proporciones del mundo que representa:
En principio, una paradoja se establece de inmediato: lo que es afuera y suburbano se convierte, en la obra literaria, en centro ígneo donde confluyen todas las coordenadas de la imaginación y la palabra. Y la paradoja llega hasta tal punto que, en esta narrativa, la violencia marginal se vuelve vasta representación de la realidad nacional. Representación a la vez cabal y fragmentada a través de espacios literarios donde la muerte es lo único real. (Montoya 2000, 50)
Por lo tanto, no deberíamos asumir de forma automática que obras individuales, La virgen de los sicarios (1994), por ejemplo, una de las novelas más citadas a este propósito, proporciona ni una imagen adecuada de lo que es la violencia en Colombia, ni un prototipo de la narrativa colombiana contemporánea. De hecho, el marco interpretativo elegido por algunos de los comentarios más destacados de esta obra, como los de Herlinghaus (2009) o los contenidos en el volumen editado por Teresa Basile (2015), queda contextualizado en el género discursivo y no en el espacio urbano elegido como escenario de ficción.
Por cierto, el género literario como marco interpretativo no está menos contrastado que la división por países y el contexto geográfico. Podemos observar que, al mismo tiempo que el concepto de la violencia se amplía también lo hace el concepto de “narrativa”. Pasa de la definición de un conjunto de textos pertenecientes a la “narrativa de la violencia” (Liano 1997) al substrato simbólico de aquel fenómeno multiforme que describimos en el apartado anterior. Por lo tanto, Oswaldo Estrada utiliza
“narrativas” en el sentido más amplio de la palabra, en tanto todas ellas “narran”, desde diversos géneros, situaciones históricas y posicionamientos ideológicos, múltiples historias de violencia, episodios traumáticos, catástrofes personales o comunitarias. (2015: 19)
Por un lado, se perfilan géneros muy específicos, en los que la violencia forma parte de la definición: el narcocorrido o la “sicaresca”1, la novela negra y la novela neopolicial (cf. Forero Quintero 2010; Adriaensen/Grinberg Pla 2012). Por otro lado, se abre un panorama de medios estéticos en transformación continua: teleseries, adaptaciones cinematográficas y películas originales, notas rojas y ficciones apoyadas en ellas (Quijano/Vizcarra 2015).
Más allá de estas diferenciaciones, parece que lo fundamental es contar : dar una forma narrativa a la violencia parece una necesidad más que una elección. El historiador Michael Riekenberg explica el vínculo antropológico de la narración con la violencia:
En ese momento de contracción, la violencia no es significativa porque se reduce a sí misma y la persona se queda sin habla. En consecuencia, quien quiera describir la violencia misma habla de algo que no posee ningún significado. Por eso, en la historiografía tampoco podemos decir absolutamente nada de ella. La violencia solo se reviste de significado cuando las personas la narran y así se la muestran a sí mismos y a otras personas. La narración es un proceso opuesto a la contracción. Supone un desarrollo en el tiempo, más allá del momento puntual. La narración genera algo que en la violencia en sí no es importante, es decir, un antes y un después y a través de estos, también un porqué y un para qué. (2015: 21)
En otras palabras, la representación cultural de la violencia reviste siempre la forma de una historia. La literatura y los géneros narrativos serán, entonces, una puesta en escena de estas historias, o sea, representaciones de segundo grado, y los estudios literarios aparecen, por lo tanto, como un tercer grado. En cada nivel, las formas narrativas confieren una realidad simbólica a la violencia, mientras la interpretan y la proyectan en espacios o géneros determinados. Martin Lienhard recuerda que
[n]o se trata, ni mucho menos, de negar la realidad de los hechos a menudo sangrientos que configuran lo que llamamos “violencia urbana”, sino de dejar claro que esta, en rigor, es una “construcción social”: un concepto creado colectivamente por medio del discurso. En esta construcción intervienen, en particular, el discurso oficial, los diferentes discursos partidistas, el discurso policial, la investigación social y cultural, la prensa, la televisión, el cine (documental y de ficción), el show business musical. Sea desde posiciones críticas o, al contrario, cercanas a las de la cultura de masas, la literatura también contribuye a configurar la “violencia urbana” en el imaginario social. (2015: 16–17)
Aunque desde un punto de vista funcional se entiende la necesidad de transformar la violencia de esta forma, los propios textos literarios plantean los límites de la representación (cf. Martínez Rubio 2017) y la responsabilidad del escritor ante este fenómeno (cf. Lespada 2015). Esta responsabilidad es compartida por el crítico, que debe comentar la violencia sin contribuir a la producción o reproducción de ella (Haas 2013: 8).
4. Los límites de un marco investigativo
Asomaron ya a lo largo esta introducción los malentendidos sobre una agresividad “endémica” (Adriaensen 2016: 10), destino inevitable de la región al Sur de los Estados Unidos. Este estereotipo ha alimentado sin duda el ideal del “muro” propugnado por la actual administración estadounidense, y puede explicar la existencia de los barrios privados en América Latina. En vez de aportar más claridad, la acumulación de interpretaciones produce un efecto de opacidad, y quizás también una pérdida de pertinencia comunicativa. Virginia Capote Díaz muestra contundentemente cómo
esta profusión de análisis sobre la significación política y social de la violencia en Colombia, corren el riesgo de contribuir a la mencionada banalización del mal y acabar contribuyendo a la conformación de una ya acuciada, amnesia colectiva. (2016: 17)
Su reivindicación es que se consideren los “universos particulares que hay detrás de las cifras” (2016: 17) y que la ficción o el testimonio pueden representar mejor que un discurso teórico.
Efectivamente, el traslado de la discusión crítica hacia la visibilización de una violencia cultural o simbólica es, hasta cierto punto, una respuesta eficaz a estos prejuicios; la ficción es capaz de dar voz a la incertidumbre e incluir una diversidad de hablas –como muestran de forma ejemplar Valeria Grinberg Pla (2008: 100) y Alexandra Ortiz Wallner (2008: 88) en sus interpretaciones de las novelas de Horacio Castellanos Moya. En nuestro libro, Ortiz Wallner da continuidad a esta idea mediante la búsqueda de nuevos lenguajes literarios y artísticos en la posguerra; la reacción a la violencia extrema del genocidio en Guatemala repercute, de esta forma, también en la representación de la violencia simbólica.
El análisis de Bourdieu debe suscitar también cierta duda sobre la inevitabilidad de establecer nuevos hábitos hegemónicos en el interior de la academia –y facilitar la autocrítica de la investigación literaria. Werner Mackenbach y Günther Maihold advierten de la responsabilidad del crítico en este sentido, y conectan con las consideraciones del sociólogo francés sobre la lucha en torno al discurso legítimo:
Las representaciones simbólicas, así como también las definiciones, interpretaciones y clasificaciones discursivas y estéticas alrededor de las que se ha soltado una verdadera lucha por la soberanía interpretativa en el ámbito de la violencia, el crimen y la (in)seguridad, juegan un papel central en relación con la percepción social de la violencia. (2015: 3)
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