La estrategia de recuperar e incorporar paulatinamente tierras previamente ocupadas por el mar debe considerarse una epopeya nacional que, en rigor, constituyó una práctica que se remonta al siglo XIII. El secado de aquellas y su preparación posterior para la explotación agrícola, además de aportar una producción creciente medida en toneladas y quintales, mostró una energía nacional como la que era aludida por Federico List, de caracteres inocultables. 5
Pero también hubo “otras energías” tanto entre “tempranos” como entre “tardíos”. Sin olvidar otros olvidados, como la sorprendente “pequeña gran Bélgica”, Francia también es dueña de su propio misterio. A veces opacado un tanto por el dominante influjo del apologético tratamiento del paradigmático modelo británico, la experiencia francesa ha demorado un tanto en ser reconsiderada para descubrir en ella notables signos de vitalidad histórica. Controlada Holanda y contenida España, la competencia en diversos lugares del mundo sería un mano a mano contra Inglaterra.
Y aquí aparecería la fuerte originalidad francesa con sus toques propios. El étatisme ligado de manera indeleble al nombre de Luis XIV, pero también a Richelieu, a Colbert o a Sully, moldearía una sociedad donde los funcionarios serían importantes a lo largo de su devenir de largo plazo, aunque es claro que también contendría a burgueses, burgueses no solo prebendarios sino también creativos. Rara combinación de cortesanismo y estatidad, ofreció una masa continental importante para que la agricultura y el campesinado aportaran un componente relevante e indisimulado no solo en sus avances sino también en sus rupturas. 6
Sus compañías comerciales, aunque menos exitosas que las británicas, se extenderían hacia el este y el oeste y a mediados del siglo XVIII, con un puñado de sus súbditos, estaba ocupando una gran fracción de América del Norte, desde Canadá hasta Luisiana. Tuvo poder para sostener ese y otros esfuerzos, perdió Canadá poco después, ayudó al futuro Estados Unidos contra Inglaterra y anticipó con ello su propia turbulencia en 1789.
Es obvio que el curso galo no se detuvo entonces. Durante el siglo XIX, aun después de Napoleón, y no sin otros estallidos, esplendores y opacidades, continuó aportando brillo y creatividad a escala mundial sin abandonar un expansionismo también peculiar, no interrumpido incluso por las sangrías de 1870 o de 1914-1918. 7Curiosamente, movilizaría fragmentos minúsculos, junto a un comercio, finanzas y tecnología mayúsculos. En este caso, no se arrancó pedazos humanos demasiado visibles, aunque sí importantes trozos de saberes, técnicas y cultura.
Y sin olvidar al “tardío” asiático más famoso, Japón, 8el tardío europeo más célebre –y no podríamos calificarlo de otra manera– sería Alemania. Curiosamente, este fenómeno histórico será retratado insistentemente como el de un atrasado de los siglos XVIII y XIX temprano. Si bien en términos de industrialización ello sería cierto hasta que en la segunda parte de la decimonovena centuria saltara hacia delante, no menos cierto es que, con Prusia como epicentro difusor, ya verificaría antes ciertas anticipaciones importantes.
En esa línea, el todo del que se desprenderían importantes fragmentos para potenciar el crisol del norte de América había registrado otros avances que no siempre son exaltados desde una perspectiva de un crecimiento entendido como de la civilización industrial. De hecho, la organización estatal y la administración pública prusiana, quizá antes que Francia, sería el modelo de estructuración en torno al cual se iría edificando un conjunto contentivo de una nacionalidad poderosa ( The New Encyclopaedia Britannica , 1994: 295). Habría pobreza campesina, habría junkers , pero también un temprano Zollverein 9que permitiría ir soldando figuras de estatidad dividida que aun en una imperfecta Confederación Germánica no frenarían una impulsión que estallaría más claramente en el último tercio del siglo XIX y sería explícita en los primeros tramos del XX.
En su consideración del “Tiempo del Quijote”, Pierre Vilar ponía en duda que Cervantes haya podido ignorar los síntomas ya visibles para no pocos, concorde a los cuales España había entonces entrado en decadencia. No siempre alumbra en afirmaciones de tal tipo la eventual diferencia entre potencia y prosperidad o liderazgo y bienestar. Las preguntas siguieron después. Se trataba de inquirir en torno a los motivos por los cuales el imperio más grande de la historia después de Roma –como diría John Elliot– había descendido tanto hasta las opacidades del siglo XVII (Vilar, 1993: 332-346).
Esto es importante pues lo primero que cabe indicar es que las opacidades se visualizan pues se las compara con grandezas. En ese orden, lo cierto es que desde el siglo XV hay un avance primero intrapeninsular, desde que se completa la larga reconquista cristiana por la toma de Granada y la España hispanocristiana, herencia del ciclo romano primero y visigótico después, termina de reemplazar a la hispanomusulmana. Previamente, una unión dinástico-personal había cohesionado el frente interior contra el enemigo común (García de Cortázar, 1994; Pérez, 1992).
Pero luego hay un avance extrapeninsular e intercontinental que abriría el mundo con la aventura americana. Consecuentemente, la potencia del siglo XVI es la consecuencia de una larguísima sedimentación en lo mediato, pero de un proceso de avance en lo inmediato. El siglo XVI, entonces, es un siglo de potencia, con alternativas y altibajos, entre Lepanto o la unión hispano-lusitana y el trauma de la Armada Invencible. El siglo XVII, en cambio, lo es de repliegue. Sucumbe la unidad peninsular en 1640, se pierden las Provincias Unidas 10y fracasan los esfuerzos de Olivares. La economía se derrumba hacia la oscuridad, florece el vagabundeo y también el robo, que espanta en particular a Cataluña.
Sin embargo, el siglo XVIII alumbró cambios que parecieron ser durables. Una concepción centralizada y absoluta, concorde a la cual correspondía el gobierno para el pueblo pero sin el pueblo , no impediría el florecimiento de alternativas e iniciativas que importarían un lento derrame de la Europa avanzada en la España frustrada. Tras Campomanes, Jovellanos expresa y simboliza una época, pero es también la época la que explica y resalta a Jovellanos. Si bien tal centuria insinuó una recuperación no consolidada cuando estalló la Revolución Francesa, no por ello dejó de expresarla.
De todas maneras, el retroceso con relación a los otros, que a veces es claro reflejo de avance insuficiente más que de caídas absolutas, continuaría. El golpe a su propia independencia por la invasión francesa y la pérdida de las colonias sepultan la España intercontinental que se explicaba en buena parte a partir de su imperio colonial y la hunden nuevamente en un espasmódico siglo XIX.
Consecuentemente, al hablar de “las Españas”, como gustaría a Julián Marías, no solo cabe aludir a las que se contienen en diversas expresiones de la variada geografía peninsular, sino a las verificadas en distintos siglos y también en diferentes tiempos dentro de esos distintos siglos. Porque no siempre su trayectoria fue descendente; un tiempo hubo en que fue ascendente.
Pese a ello, el temperamento o ciertas facetas del temperamento nacional español se mostrarían más rígidos y permanentes que los propios períodos de auge o caída. Como tales atravesarían las épocas y mejorarían o deslucirían el desempeño y la imagen cultural nacional proyectada al mundo. La intolerancia, la persecución de importantes minorías, la existencia y papel de la Inquisición, el militarismo y nobiliarismo, tanto como el parasitismo y la improductividad, coadyuvarían a la formación del síndrome de la leyenda negra y esquematizarían como ninguna otra las lacras de la “enfermedad española”. 11
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