La mamá de Claudio toca la puerta del taller. Lleva la once en una bandeja. Apenas se asoma en la pieza al otro lado de la puerta entreabierta, como si supiera que ese espacio no es suyo y Claudio estuviera fuera de su dominio. Hay algo verdadero en esa constatación implícita entre ellos. Lo trata como un adulto y Claudio se comporta como tal. Es muy estricto con sus hermanos, al punto en que toma un rol paterno y les exige cualidades que nunca ha exigido para sí mismo, como si fuera consciente que sus hermanos no tienen la genialidad suya y por esa razón necesitaran los estudios de los cuales él puede prescindir. Su madre deja la bandeja y se retira.
Estamos los dos solos en su taller.
«Quiero pintarte», me dice.
«Quiero pintarte a pesar de tu timidez. Siéntate en la única silla de este taller. Tienes el pelo castaño. Tienes cejas como de águila o de diablo. Tienes los ojos verdes. Eres muy flaco. Eso exalta el porte de tus hombros. Tienes un cuello largo. Tienes una pequeña protuberancia en tu labio inferior. Quiero exagerar tus rasgos. Siéntate con las piernas paralelas al respaldo. Una leve torsión de tu tronco para que tu codo se apoye en la parte superior del respaldo y el resto del brazo caiga hacia ti. Ahora descansa la cabeza sobre tu brazo. Descansa la cabeza sobre ti mismo. Eres una espiral. Esa es la composición de este cuadro. Ahora, con la cabeza apoyada mira hacia el horizonte, aunque ese horizonte sea este taller de dos por dos. Mira los colores, las luces, las sombras, la atmósfera, aunque esa atmósfera sea este olor a trementina. Piensa en la luz y la sombra como volúmenes que crean este espacio, piensa en los miles de relaciones complejas que forman la simple composición de una nube, piensa en los miles de líneas ascendentes y descendentes que crean ese árbol frente a la ventana de mi taller. Ahora piensa cómo la simple composición de un gesto puede crear redes infinitas en la persona que ve. Mira hacia al frente. Tu cuello en diagonal para apoyar tu cabeza en el brazo y, a la vez, tu brazo colgante te devuelve hacia ti mismo, eres una diagonal hacia el cielo tan solo para volver hacia ti. Eres una espiral. Mira hacia el frente y no te muevas por nada del mundo».
Hago lo que Claudio me dice que tengo que hacer. Pasan los minutos. Pasan las horas. Cada parte de mi cuerpo se comienza a transformar en algo dolorosamente consciente. Siento la circulación de mi pierna derecha. Mi leve torcedura se empieza a sentir en mis costillas. Mi brazo izquierdo resiente la dureza de la madera. Mi brazo derecho resiente no tener apoyo. El gesto empieza cada vez a profundizarse más dentro de mí, cada vez se transforma en una certeza física que tengo que controlar, en un cansancio que tengo que sostener. Espero y esperar es como repetir mil veces la misma palabra. En cada repetición la palabra va perdiendo su significado y se transforma tan solo en un objeto sonoro que de pronto empiezo a desconocer. Así me siento a medida que pasa el tiempo en esta posición y Claudio esboza los primeros trazos en una presencia inerte, como una forma consciente de sí misma, como redescubriendo cada parte de mi cuerpo en una acción inmóvil que fija en el papel. Cada parte de mí empieza a adquirir una existencia propia y despojada, una especie de caos disociado que tengo que sostener. Aparece la diferencia entre mostrar un gesto del cual soy consciente en cada milímetro y vivirlo. Aparece la certeza que mostrar es un lugar más seguro que vivir, un lugar en donde no tengo que ser hijo único, no tengo que ser tímido, no tengo que ser un niño que se porta demasiado bien. Estoy actuando por primera vez y no puedo moverme, y la postura, la pose, es la parte corporal que determina toda expresión y así me quedo, esperando, y me enredo en mis propios pensamientos porque exhibo algo y al mismo tiempo ese mismo acto niega esa exhibición. Estoy diciendo que soy algo, pero decir que soy algo es posar y si estoy posando ese gesto da cuenta que no soy lo que estoy mostrando, y en esa reciprocidad, en esa contradicción que gira eternamente por sobre sí misma, encuentro una nueva forma de libertad.
Claudio termina su primer boceto.
Ese que veo dibujado no soy yo: mi cuello es más largo, mis brazos más flacos, mis cejas más aguileñas, mi nariz más pronunciada, mis labios más abultados, mi cráneo más alargado. Una proyección propia a partir de los ojos de otra persona y así, cada tiempo libre, cada subterfugio en el San Ignacio, se transforma en una excusa para ser parte de un retrato nuevo. Soy un arlequín, o un santo, o un personaje mitológico, a veces en un lienzo, a veces en la hoja rasgada de un cuaderno.
A Claudio le gusta ser admirado y yo lo admiro. En esa dinámica en donde él es mi maestro y yo su discípulo formamos nuestra propia escuela. Intentamos olvidar los sermones de Cox y en cambio nos concentramos en nuestras nuevas lecturas diurnas. Miramos libros con reproducciones de Rembrandt, Velázquez y Dalí. Leemos a Gabriela Mistral, Pezoa Véliz y Vicente Huidobro. Nos juntamos con Adolfo Couve y Mauricio Wacquez para correr desde el colegio hacia el Teatro Municipal y ver quién gana el primer puesto de la galería. Vemos Cristó bal Col ón , de Paul Claudel, con la compañía de Jean-Louis Barrault. Vemos a bailarines armar el barco de Colón mientras suena la música de Arthur Honegger cantada por el coro de la Universidad de Chile. Nunca antes habíamos presenciado que la escenografía de una obra de teatro se construyera frente a nosotros. Vemos Carmina Burana y bailarines como Lola Botka, Ernst Uthoff y Óscar Escauriaza. Vemos Porgy and Bess de George Gershwin. Vemos a una mujer negra por primera vez, sentada en una escalera de caracol cantando «Summertime».
Nos unimos al taller de teatro del profesor de Castellano Alfredo Peña. Siempre ocupa el mismo terno café como si quisiera ocultar su juventud. Debe tener unos veintisiete años. Escribe sus propias obras y también adapta novelas. Montamos en el salón neoclásico del San Ignacio Esos pasos que resuenan atrás , Él también supo triunfar , Corazón de Edmundo de Amicis, Tom Playfair de Francis J. Finn, obras sobre niños que experimentan situaciones que los hacen crecer y consolidar valores católicos que desconocían. Don Alfredo siempre se preocupa de nuestra dicción, de nuestra prolijidad gramatical en el momento de decir los textos que adapta.
Mi nueva amistad con Claudio Bravo implica una vida secreta a medida que nuevas personas empiezan a entrar en mi entorno por su influencia, y con ellas hay también un lenguaje distinto, hay nuevas ironías y subentendidos que me alejan aún más del mundo que siempre consideré conocido por mí. Me aleja aún más de mi mamá.
Claudio me presenta a Pancho Huneeus, su vecino de la calle Condell y conductor de un programa de radio sobre teatro que escucho cada sábado en la tarde. Se junta con él una vez a la semana junto a otros escritores y pintores que quizás secretamente desprecia. Me dice que me lo va a presentar, que las reuniones son durante el día porque Pancho se acuesta siempre a las ocho de la noche. Y así sucede que estoy en una tertulia en el living de su casa, que es como una extensión social de su programa de radio. Todos los intelectuales que escucho están aquí: Benjamín Subercaseaux, Luis Oyarzún, Marcela Paz y Jorge Délano. Claudio se desenvuelve en este grupo, cuya edad bordea los cincuenta años, como un integrante más entre las risas y los comentarios irónicos sobre el mundo artístico santiaguino. Habla como si fueran sus colegas, como si no supiera que tiene diecisiete años, incluso como si considerara eso una ventaja en relación a los demás. Se sienta en el sillón más grande y yo al lado de él, no como un artista, sino como un acompañante bajo su paraguas ante este grupo de personas con una obra ya realizada sobre sus espaldas y que miran a Claudio con una extrema curiosidad. No me atrevo a hacer una intervención por mínima que sea, me limito a asentir y ponerme al alero de Claudio mientras pienso cómo le cuento a mi mamá que me junto con estos viejos, personas de mala vida y bohemios.
Читать дальше