Damián Noguera B. - Autobiografía de mi padre

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Mis memorias las escribió mi hijo. Son muchas voces distintas las que recuerdo. Son muchos los pensamientos. Con él intenté encausar mi memoria, modularla, que las transformara en un relato, casi como una ficción más, rodeada por un mundo de otras ficciones. Es un relato a dos voces. La voz de mi hijo y la voz de este personaje que ahora soy yo a ratos desdoblada en las voces de otros personajes. Él tenía en mí afán casi religioso de encontrar una cierta permanencia en el arte más fugaz de todos. Hacer memoria para encontrar la razón por la cual decidí ser actor. Intentar rescatar algo que no sé si se puede rescatar.
Este libro relata la vida de un actor. Lo que siento cuando me expongo al público frente a las cámaras o desde un escenario. En el presente de la actuación se unen muchos pliegues de pensamiento. Por una parte está la ficción, por otra, la manera en que esa ficción se entreteje con mi vida y con el país. Pasa a veces que la escena supera los acontecimientos de mi vida y también ocurre que los acontecimientos de mi vida son la escena.
Héctor Noguera

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Sus facciones parecen acentuar esa línea fronteriza en la que se sitúa ahora. No es alto, pero sí da cuenta de una fuerza física que se expresa en su postura erguida y derecha. Se dice que es irreverente y a ratos impúdico en clases, sin embargo, el cutis estirado de su cara, su pelo castaño peinado a la perfección, y el cuidado y calma con los cuales expresa cada palabra le dan una elegancia formal a su impudicia. Su actitud afectada, fina, no parece frenar su éxito con mujeres que todos envidiamos, mujeres que, por lo demás, siempre son mayores que él. Una sonrisa irónica dibuja su rostro, pero al mismo tiempo no es un desafío agresivo, al contrario, es uno que te invita a ser parte de su mundo. Maneja otros ritmos, camina un poco más lento que todos nosotros. Claudio es un pintor, y él sabe que lo es y asume ese rol en lo que dice y en lo que hace. Es, de alguna manera, más viejo que todos nosotros juntos en su elegancia e ironía y también más joven que todos nosotros en su forma de mirar, en el entusiasmo que revela el movimiento frenético de sus manos cuando habla, en su ateísmo y su forma de cuestionar ciertos temas que son sagrados para nosotros y el San Ignacio.

El padre Dussuel, prefecto del colegio, entra a la clase y en segundos todos nos sentamos ordenados con la pulpa de las naranjas esparcidas en los overoles. El padre decide culpar al único alumno limpio que muestra una sonrisa lo suficientemente irónica como para asumir que él estuvo detrás de todo esto. Dussuel le pide a Claudio que se vaya de la sala, y él se levanta de su pupitre y se va lento y silencioso con la misma sonrisa. Cómo puede sostener en estas circunstancias esa lentitud.

Claudio es el único alumno que logra un estado de excepción que no deja de ser paradojal con la institución del San Ignacio, como si fuera una anomalía en relación a todos nosotros que el colegio está obligado a aceptar. El profesor de Química se niega a ponerle malas notas con la excusa de que no quiere ser recordado en la historia como el único docente que le puso un uno a Claudio Bravo. Es como si todo el colegio tuviera consciencia de su futura importancia y esa premisa le diera permisividades que el resto de los alumnos no tiene.

Nosotros pensamos que somos más grandes de lo que éramos antes. Pensamos que salir con las amigas de los Sagrados Corazones y el Villa María, que dejar de jugar a las bolitas entre los arcos de los pasillos durante nuestros recreos, son una prueba fehaciente de nuestra nueva adultez. Pero ante Claudio, esa sensación se relativiza al darnos cuenta que su rebeldía es tanto más real que la nuestra. Si nosotros provocamos a las autoridades, Claudio con una lenta calma simplemente afirma que la autoridad no es en realidad su autoridad. Nosotros somos rebeldes. Él es rupturista.

La situación con las naranjas le valió tres días de suspensión. Se rumorea en los patios que dijo que no iba a volver. Que solo volvería si lo va a buscar el padre Dussuel a su casa. Nosotros, en cambio, pediríamos disculpas. Diríamos perdón por ser demasiado jóvenes en una moral que exalta la sobriedad. Claudio no pide disculpas por su edad. Sus respuestas a los profesores de dibujo, su excomunión simbólica por haber asistido al cabaré Folies Bergère, sus ironías ante los preceptos religiosos del colegio, su defensa de la historia del Renacimiento por sobre nuestras tediosas clases de geometría, su desprecio ante aquello que no considera como relevante son momentos comentados por todos, eventos que contrastan con mi timidez. Sí. Soy silencioso y tímido porque creo que la culpa de la lejanía que siento con mi entorno no es del entorno, sino mía. Me gustaría ser como Claudio Bravo.

Tres días después, el padre Dussuel fue a buscarlo a su casa. Entraron juntos a la primera clase de la mañana.

4

Claudio dibuja un Cristo con lápiz grafito en un cuaderno de matemáticas. «Qué importa que les roben sus casas», nos dice el padre Andrés Cox. Le gustan las interpelaciones que no admiten respuesta. Claudio parece no acusar recibo y me muestra su dibujo debajo del pupitre. Es un Cristo reflexivo, algo quijotesco en la barba que dibujan sus cientos de trazos de grafito superpuestos.

«¿Acaso van a extrañar sus servicios de té de porcelana?», continúa el padre Andrés. Miro hacia la ventana que da al patio principal. El padre Hurtado, con su sotana arremangada, juega un partido de fútbol con algunos alumnos de las divisiones mayores. No parece ser de esos sacerdotes que se encorvan para leer el breviario. Cristo vive en los pobres y si usted quiere vivir con Cristo, tiene que vivir con los pobres. Mis tíos le tienen miedo porque su sonriente severidad los transforma en malos católicos.

Claudio comienza su segundo boceto. Me empieza a retratar a mí. «Ustedes se ríen de sus nanas cuando se visten el domingo para salir a sus casas», dice Cox. Exagera el largo de mis cejas. El porte de mi nariz. El pequeño bulto de mi labio inferior.

Mis compañeros al menos simulan escuchar, pero Claudio no se preocupa ni de disimular, como si tuviera un acuerdo tácito con los profesores de este colegio, como si su estatus de artista hiciera de sus distracciones algo no solo permitido, sino también necesario.

Miro hacia la ventana otra vez. «Mientras ustedes festejan, miles de niños se mueren de hambre en Latinoamérica», dice un cartel multiplicado en cada uno de los pilares de los arcos del colegio. Mis compañeros corren al lado del padre Hurtado en el patio para poder mantener el ritmo de sus pasos rápidos y largos.

«Porque están acostumbrados a ver a la nana con su delantal puesto. Porque les da risa verla vestida de señorita por primera vez», continúa el cura Cox.

Claudio sigue dibujando. Yo solo miro cómo dibuja, hasta que deja su lápiz de mina a un lado y levanta la mano. «Dios se equivocó», le dice al padre Cox. «Hizo a Adán y Eva sin ombligo». El sacerdote intenta reaccionar. «No se pueden dibujar», interrumpe de nuevo, «el ombligo es el centro de la figura humana».

5

La casa de Claudio Bravo en la esquina de Condell con Marín es distinta, por no decir contradictoria, como si su fachada dijera una cosa y su interior otra. Es elegante en su exterior, antigua, de pilares en la entrada, de grandes ventanas con celosías amplias, de puertas macizas con ventanas empavonadas, de manillas de bronce y un balcón central rodeado de balaustradas. Tiene una blancura neoclásica que tiene todos los indicios de ser heredada y, sin embargo, sus dos pisos albergan una decoración no pretenciosa, por no decir descuidada, que está lejos de la meticulosidad a ratos obsesiva de mi mamá. Una casa que, a diferencia de mis abuelos, se contenta con lo indispensable, como si acaso los herederos no tuvieran el tiempo ni los recursos para adornarla. Es la decoración de una casa habitada por una madre viuda y cinco hermanos, lo que, para un hijo único como yo, es más gente de la que podría contar.

Claudio me invitó a su casa. No sé por qué. Quizás porque somos los únicos alumnos del colegio que no sabemos jugar fútbol. Quizás porque ninguno de los dos tiene un papá. En el primer piso hay una pieza de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana que da a la calle Marín para su taller. Es el primer lugar al que me lleva, antes de presentarme a su mamá o a sus hermanos menores. El taller es tan pequeño que no me explico cómo Claudio encuentra la distancia necesaria para pintar cada uno de los cuadros que veo apilados ahora. El olor de los aceites y diluyentes que parecen ocupar cada rincón de este espacio me empieza a marear. Me siento con dificultad en un sofá con un forro roto de cretona. Cientos de pinceles de diferentes formas y tamaños están apilados en distintos jarros para flores. Un lienzo con las primeras líneas de un horizonte. Libros sobre Rembrandt y Velázquez. Pigmentos, óleos, botellas de aguarrás, pastas embotelladas. Es una pieza llena de objetos que entorpecen el caminar, que dan cuenta de un espacio propio, que hacen que cada movimiento tenga que ser cuidadoso.

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