La conciencia de mi enfermedad la asumo más por mi entorno que por los síntomas mismos. Nunca escuché la palabra tuberculosis, pero eso es lo que tengo, y tal vez porque es una enfermedad asociada con la pobreza, con la mala alimentación, con el despojo. Mi mamá hace de mi enfermedad la suya propia. Lo veo en la manera en que decide sobrealimentarme para suplir la culpa. Litros de jugo de zanahoria y aceite de bacalao, una marraqueta con hígado molido en las mañanas y un vaso de leche con un huevo crudo batido y harina tostada. Los dos compartimos una culpa distinta: mi mamá, la de su hijo enfermo; yo, en cambio, la de albergar una sombra que no puedo controlar. Cuando nos tratamos de usted el uno al otro, amparados en nuestra propia cortesía, tengo la sensación que ninguno de los dos dice lo que quiere decir. Quiero tener un papá y al mismo tiempo no quiero que ninguno de los pretendientes de mi mamá sea mi padre. Quiero decirle que no me gusta que se vaya en las tardes con su nuevo novio, no porque me desagrade del todo, sino porque me da miedo estar solo. Quiero decirle que cuando atardece siempre prendo todas las luces y la radio para que la casa no se sienta vacía cuando la empleada se va apenas escucha el silbido de su novio desde la vereda. Los veo besarse desde mi ventana. Luego se toman del brazo y se van.
A veces con mi mamá pasamos largos ratos en silencio mientras miramos la calle San Martín desde el balcón y espiamos con una curiosidad disimulada lo que sucede en la casa de adobe del frente. En el garaje se instaló un zapatero corpulento con un bigote a lo Jorge Negrete. En la noche recibe amigos y se escuchan a través de la cortina metálica las risotadas, discusiones y amenazas.
Siento mi enfermedad no en un dolor, sino en la condescendencia de mis tíos que bajan del barrio El Golf para visitarme, como una formalidad que hay que acatar para que «Yolita», mi madre, no se sienta. Ella se ofende si estas visitas se distancian mucho en el tiempo, por tímida que fuera ante la solemnidad Noguera. Mis tíos se sientan en unas sillas a los pies de mi nueva cama matrimonial con las sábanas arregladas por mi mamá. Se ven aún más grandes en mi posición de reposo, sus voces suenan más fuertes, sus ropas se sienten aún más rígidas en contraste con mi pijama, e irrumpe un silencio que no sé cómo llenar hasta que entra mi mamá a la pieza justificando su tardanza por ir a la iglesia. Tanto mis tíos como yo sabemos que eso no es cierto.
Ahogado en mi propio aburrimiento en San Martín, entre el calor de mi departamento y los sonidos de la calle, empiezo a encontrar pequeñas excepciones que me ayudan a pasar el rato para evadir el tiempo muerto del reposo. Tengo una radio de baquelita con dos manillas de dial y volumen. Escucho música española, la samba brasileña, toreros, Carlos Gardel, Aníbal Troilo, el «Niño de Utrera». Sigo día a día «El gran teatro de la historia», de Jorge Inostroza, en donde cuentan la historia de Adiós al séptimo de línea . Las narraciones de Campitos las reemplazo con intrigas de amor y guerra con la voz galante de Justo Ugarte. Dibujo bocetos que imitan los cuadros de Salvador Dalí: objetos sin aparente relación unos con otros sobre un desierto vacío y una línea de horizonte. Eso es Salvador Dalí para mí, objetos sin sentido sobre una línea de horizonte, y eso me parece tan bonito y, al igual que mi nuevo cuerpo y mi nueva sombra, tampoco sé por qué.
En una bodega estrecha, apenas iluminada por una ampolleta colgante en el subsuelo de San Martín, encuentro los libros de mi papá. Están polvorientos y húmedos por el paso de los años. No son las aventuras de Salgari o Julio Verne, es El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, Los monederos falsos de André Gide, Hojas caídas de Iris, libros para adultos que el San Ignacio nos dice que están prohibidos, pero parece que lo prohibido no es terrible, es solo más difícil de entender. Con cada libro que hojeo, el relato que mi mamá creó sobre mi papá como el más estricto Noguera de los Noguera empieza a desmoronarse. Ahora sé que le gusta leer, algo que nunca vi hacer a mis otros tíos. Veo su firma, clara y nítida en la primera página amarillenta de cada uno de estos libros, como la confirmación de que mi papá existe, que su mirada estuvo concentrada en las mismas hojas en las cuales estoy concentrado yo ahora. Quizás, mientras leo la primera descripción que hace Wilde del ruido confuso de Londres como notas graves de un órgano, estoy sintiendo algo no tan lejano a lo que sintió mi papá en un pasado tan distante al mío. Imito su firma en este subsuelo que ahora se siente como un mausoleo de libros húmedos y polvorientos. Que mi letra se parezca a la de él, que recitar en voz alta estos párrafos sea la perpetuación de su legado tan difuso y esquivo para mí.
Abro mis manos. Cierro mis manos.
El tiempo no ha afectado a este colegio de la misma manera en que me ha afectado a mí, ahora que he vuelto tras mi convalecencia. El eco de nuestras voces cada vez más graves aún rebotan en paredes austeras y cruces de madera, las manos del primer general siguen abiertas, la Unión Soviética no se ha convertido, los masones continúan merodeando en los alrededores. Las torres de la iglesia ignaciana son un poco menos altas ahora, pero siguen siendo inexpugnables para mí. Las pelotas de fútbol todavía rebotan en rodillas rasmilladas sobre el maicillo de los patios. Este colegio no crece como crecemos nosotros, no ajusta su austeridad con nuestra fantasía de desenfreno. Todo aquí tiene una función más alta que nosotros mismos. Lo único que sigue creciendo a nuestro ritmo son las historias de Campitos, o tal vez, en ese aspecto, aún queremos seguir siendo niños.
Sucede ese pequeño lapso entre el final de una clase y el principio de la siguiente. Un subterfugio dentro de la disciplina militar ignaciana en donde no hay un profesor a la vista. En este momento se escapa y revela algo antes contenido por las estrictas paredes de mi colegio. Una veintena de naranjas vuelan de un lado a otro de la sala entre las risas y gritos de mis compañeros. Soy un alumno repitente. Quiero hacer lo que todos los demás están haciendo. Intento sostenerme en rasgos y actitudes, como un explorador que busca referentes en una selva aún desconocida. De Raúl Ariztía me llama la atención sus ojos azules, de Enrique Contardi su nariz ganchuda y mentón pronunciado. Busco en mi bolsón y no tengo naranjas, solo un sándwich de dulce de membrillo. En un lado, Corea del Sur se defiende formando barricadas con los pupitres; en el otro, Corea del Norte saca naranjas de su colación y las ablanda para ser lanzadas.
En la línea fronteriza de todo este desastre, incólume, Claudio Bravo. Su pelo peinado, su espalda erguida, su cuaderno aún blanco que contrasta con el naranjo que parece invadir cada una de las paredes. Es como si estuviera en otro lugar, como si se situara un peldaño por sobre todos los demás, como si sus problemas y sus emociones fueran otros y esa aura de concentración lo protegiera de las naranjas que pasan volando por sobre él. No lo había notado más allá de su fama evidente y salidas extravagantes en clases. Claudio es famoso en los estrechos círculos que conforman el San Ignacio. Expone sus pinturas cada miércoles en la portería del colegio, dibuja las portadas de la revista escolar, ocupa sus cuadros para subir las notas en los cursos en que le va mal, es el solista del coro del colegio y se crea un conmovido silencio en la iglesia cada vez que canta el «Ave María» de Gounod.
Yo aún no sé lo que es el colegio para mí. No sé cuál es su función, aunque crea en sus enseñanzas y en sus principios. Claudio, en cambio, tiene la certeza que esta situación, estos compañeros, este colegio, estas naranjas, son tan solo un obstáculo pasajero para un destino mayor. Quizás por eso las naranjas parecen evadirlo de una manera casi mágica. Claudio se transforma en lugar seguro ante el pedregoso camino de conocer nuevos compañeros a los dieciséis años.
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