Raúl Alonso Alemany - Los días ciegos

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Cuando David viaja a Moscú para pedirle a Masha que se quede el resto de la vida con él, no sabe qué implicará que le digan que no. Porque en ocasiones somos muy conscientes de las consecuencias que tienen nuestras acciones, pero no tenemos ni idea de los efectos que las acciones de los demás tendrán sobre nosotros. En su periplo por los días ciegos, arrastrado por la inercia y la trampa de la literatura y el amor no correspondido, por las mentiras que nos contamos a nosotros mismos, David se verá en los ojos vidriosos de una prostituta ucraniana con más dignidad que dinero, temblará de frío en un aeropuerto ruso o recibirá la incómoda visita de un amigo muerto. Gracias a la red de recuerdos y emociones formada por las historias que se van entremezclando en la novela, el protagonista entenderá que no todo tiene un final y que la mayoría de nuestros actos carecen de sentido. Los días ciegos es una elegía a la juventud perdida, una canción de amor y periferia que el lector escuchará como propia, pero sobre todo es una intuición: la intuición de que existe poco más allá de la historia que hemos vivido, y que esa historia —y las palabras que le dan forma— es lo único que nos queda. Con un estilo fluido y un lenguaje literario propio, el autor esboza un texto repleto de ironía en el que intenta poner orden y sentido a un mundo que puede que no lo tenga. Pero, como intuye el protagonista de la novela, no queda otra. Porque el infierno o el cielo no son cosas que serán.

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—Ayer hablé con ella y me contó un sueño que tuvo —continuó—. Dice que se fue a dormir y que, nada más cerrar los ojos, empezaron a desfilar por su mente todas las personas que conocía de su viejo pueblo: mis tíos, mis primos, el vecino de al lado, el que hace quesos… Todos menos una persona: Lucrezia, cuya hermana había muerto hacía unos días. Mi madre se despertó de golpe y pensó que debía llamar a mi tía para pedirle el teléfono de Lucrezia, para poder darle el pésame. ¿Y sabes qué pasó?

—¿Qué?

—Pues que al día siguiente llamó a su hermana para pedirle el teléfono de Lucrezia, pero mi tía le dijo que Lucrezia, la hermana de Francesca, la única que no había aparecido en su sueño, había muerto hacía unas horas.

Los bancos que hacía un rato estaban ocupados por pasajeros esperando medio dormidos la salida de su avión estaban vacíos. Se respiraba un aire diferente. Había más gente de pie y la primera luz del día se abría paso entre la nieve del exterior. Sentí una punzada de angustia. Algo parecido a la nostalgia por venir. Me empezaba a separar irremediablemente de mi noche de amor y, francamente, me importaba un carajo aquella nueva historia.

—Tal vez fuera intuición. —le dije.

—Puede ser eso, o puede ser algo que no se controla, tal vez sea una lección de humildad. Nos creemos capaces de manejarlo todo, sentimos que podemos controlarlo todo, pero no controlamos nada. Tal vez haya cosas que no dependen solo de uno: de tomar una decisión o la contraria. Llámalo cómo quieras, pero creo que hay cosas que se escapan de nuestra competencia. Simplemente, vienen y se van.

—¿Quieres decirme que coja inmediatamente el próximo avión a Barcelona y me largue de aquí?

—Yo no sé qué quiero decir, Davide —dijo, y soltó un suspiro—. Mira, has hecho lo que has podido…, pero a mí no me pinta nada bien. Cierto día recibes un mensaje de una mujer a la que dices querer en el que ella te insiste en que no le hables más, y ya no hay más explicación. Y sé que hay una pulsión interna por descubrir cualquier misterio que nos asalta, pero a veces es mejor no conocer la verdad, ¿sabes?, no vaya a ser que toda la épica se vaya a la mierda. No sé… En todo caso, con esa carta de mentira, que ni siquiera puedes tocar, con ese e-mail que no deja rastro alguno, que no huele a nada (no la puedes arrugar y hacer una bola de ella, no puedes pintar un corazón encima ni quemarla para ver cómo se deshacen las palabras), tú coges un avión, atraviesas toda Europa en pleno invierno para decirle a esa mujer, en fondo una desconocida, que no, que no te conformas, que no te rindes, que has ido a llevarle a la mismita puerta de su casa una historia de amor. Para que comprenda de una vez por todas qué es el amor. ¿Y qué hace ella?

—¿Qué hace?

—Deja que duermas toda la noche en el aeropuerto.

—Bueno, más o menos.

—Ya, esa es la historia que tú quieres vender. Lo sé. Entiendo que todos necesitamos darle cierta épica a nuestra vida. Eso lo hace todo más digno y llevadero. Puede justificar cualquier fracaso… Como si el fracaso tuviera que justificarse. Como si vivir no implicara fracasar. Hay que saber perder, catalán. Porque la vida siempre te derrota. Cada día luchas por no morir, pero, al final, tarde o temprano, mueres: pierdes. Después está toda esa basura de la «filosofía» del no rendirte nunca, de pensar que todo es posible. Pero el mundo es un lugar injusto en el que siempre se pierde.

—No sé si es una cuestión de justicia —repliqué, casi como una prueba de vida, para dejar claro que seguía allí y la escuchaba.

—Resulta que vivimos en un universo que se expande, en el que brillan unas estrellas que llevan miles de años muertas, en un caos agónico al que, a pesar de todo, intentamos dar orden. ¿Y sabes por qué?

—¿Porque somos unos románticos, Maria Elena?

—Y unos nostálgicos. Echamos de menos la época en la que el mundo tenía sentido, en la que podíamos entender las cosas que sucedían. Un tiempo en el que había suficiente con el misterio no revelado. Pero, malas noticias, querido, ese mundo explotó: se vino abajo hace muchos muchos años. Se fue donde tú y yo sabemos.

«A la mierda», dijimos los dos a la vez.

Oí el correr de una persiana metálica, vi a una pareja de turistas franceses que dormían en un banco contiguo al mío e imaginé a Maria Elena Padovani a siete mil quinientos kilómetros de distancia andando por su pequeño apartamento de Nueva York.

Después de que se hubieran llevado el cadáver de los mocasines marrones, me había sentado cerca de los paneles que anunciaban las salidas de los próximos vuelos. Unas horas y abandonaría esa ciudad. Nada se acaba del todo, nunca, pero un rastro de sequedad en la boca me advirtió de que si no se terminaba sí que palidecía hasta casi no verse. A mi gran viaje de amor se le empezaban a ver las costuras como a un texto improvisado que no ha pasado por las manos de un editor: con personajes de mentira, con frases que pesan como piedras de mil kilos, con un largo y desmedido etcétera.

Entonces, cuando los enfermeros se habían ido con el cadáver, cuando no vi a los guardias con sus trajes de camuflaje ni pude espiar la conversación de una chica con una melena de cuento, cuando la realidad me golpeó solo en un banco de un aeropuerto lejano, volví a sentirme como un verso suelto que alguien había escupido al suelo con desprecio.

Volví a preguntarme entonces qué diablos hacía allí aquella noche, y cuando sentí que nada tenía sentido, pensé en Maria Elena. Regresé a ella, como siempre.

10

—¿Se te ocurre alguna idea para curar el mal de amor? —me había dicho Maria Elena al poco tiempo de que empezáramos a hablar aquella noche, entre Moscú y Nueva York.

Se me pasaron por la cabeza una sucesión de respuestas soeces. En la facultad, en su año de Erasmus, habíamos asistido juntos a una clase que tenía el sugerente nombre de «La enfermedad de amor». Versaba sobre poesía medieval y textos médicos que explicaban los síntomas del mal de amor, y acerca de cuáles eran los remedios que se aplicaban para su curación. Había sangrías, ungüentos e invocaciones. Había nombres y conceptos desordenados en mi memoria: Arnau de Vilanova, cancioneros o absentia amantis, y el recuerdo del profesor que impartía aquella asignatura: la imagen menos erótica del difunto imperio de Occidente. Bienvenido Ahrens tenía unos sesenta años, el pelo cano y gafas de concha. Parecía estar burlándose de sí mismo y de todos nosotros, desafiando su discurso con su imagen. Si supiera a qué huele exactamente la naftalina, diría sin miedo al tópico que aquel hombre nos hablaba de vulvas, versos y humores oliendo a naftalina. Él también había sido la cruda realidad.

—No me irás a decir tú también lo de que con un clavo se quita otro clavo —le respondí.

—¿Qué clavo?

—Es una cosa que se dice en español —aclaré—. Te puedes imaginar a qué me refiero.

—Qué bruto.

—Bueno, soy un ser vulgar. De todos modos, está basado en pruebas científicas y en textos medievales. ¿Te has olvidado de todo lo que aprendimos en la facultad?

—Ya me hubiera gustado olvidarme —me respondió—, pero por desgracia no puedo hacerlo: ahora soy yo la que debo repetir esas cosas tan divertidas en aburridas clases universitarias de literatura para futuros profesores tan aburridos como yo. Por lo demás, esas cosas, una las empieza a degustar con los años. Y, bien mirado, tampoco es que nosotros hayamos salido tan mal, ¿no?

—No, no, está claro… Estamos estupendos. Eso es innegable, no hay más que verme.

—A mí las arrugas me sientan bien. Eso sí que es innegable —replicó Maria Elena—. Por no hablar de que dentro de no demasiado tiempo me alcanzará la menopausia. Estoy esperándola con los brazos abiertos. Ya verás… Te llamaré para celebrarlo. Te encantará el carácter que se me va a poner.

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