Gonzalo Arango - Reportajes

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Dicen que cada cual tiene la cara que se merece. La de Gonzalo Arango no fue una: fueron dos, tres caras, tan contradictorias, tan escandalosas, tan atormentadas como su vida. La de sus primeros reportajes es la de un muchacho de pelo corto, ojos tristes y mirada dulce, de corbata y saco oscuros, con aire de seminarista recién salido del convento. La segunda, la de sus reportajes en Cromos, es la de un hippie de los años sesenta, con el pelo hasta los hombros, vestido con una gabardina. La tercera, la de sus últimos días, es la de un hombre maduro de ojos tristes, hundidos y vidriosos a causa de los trasnochos y el consumo de marihuana y ácido lisérgico. Diez años más tarde, ya cerca de su muerte, su cara es la de un profeta vestido de blanco, de aspecto apacible y con un halo místico: un rastafari melancólico, drogado con ácido; un Charles Manson rehabilitado y arrepentido del asesinato de Sharon Tate; parece un santo. Los reportajes de Gonzalo Arango son el testimonio de una época y de un estilo de hacer periodismo que los colombianos de este final de siglo jamás podremos olvidar.

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Pregunté al cara de gorila si podía poner un mensaje postal. Dijo que sí, pero advirtió que se iría en el mismo avión en que viajaba. Me era igual que se demorara la eternidad, lo que importaba era que alguien en alguna parte pensara en mí. Toda mi nostalgia era para el cuerpo de Sandra. Fui al guayabo y recuperé la cascabel. Sobre una envoltura de cigarrillos escribí: “Te mando un ‘cascabel’ de besos”. Metí la nota y el bicho en un sobre y lo dirigí a Sandra.

“Magnífico –pensé con alegre venganza–, mañana amanecerá podrida”.

Media hora después regresó la chatarra y nos ordenaron meternos dentro como en una tumba. Arrancó estrepitosamente, rodando por una trocha sinuosa rumbo a la noche por entre el diluvio, ladeándose, saltando, estrujándonos como queriendo vomitarnos de aquel vientre pestilente, hediondo a gasolina y a tripas que reventaban de hambre.

Para consolarnos, el chofer de la maniobra dijo que íbamos a dormir en Condoto. Diez minutos después el cacharro se atascó, patinó en el barro, y allí se quedó. Por lo cual saltamos, hundimos los pies en el arroyo, nos arrastramos en la oscuridad rumbo a lo que fuera, pues si lo que habría más allá del barro y el diluvio se llamaba Condoto, eso tenía que ser el infierno.

Una calleja enfangada por entre tinieblas y ranchos de paja nos condujo al infierno. Los negros se habían despojado de zapatos y pantalones para no embarrarlos. A la luz de los faroles aquello parecía una macabra procesión de fantasmas resucitados de la esclavitud. Escampamos en una tienda donde oscilaban mechas de petróleo. Con un aguardiente y un tabaco me volvió el gusto de vivir. Un negrito vino y me ofreció negritas para pasar la noche, pero yo no era impaciente y además estaba embarrado como un cerdo.

Los negros habían hecho mesas redondas y hablaban de política. Con la lengua desatada por el aguardiente empezaron a alborotar, me invitaron a participar en su cháchara, pero esto me parecía un sacrilegio en plena selva. Uno de ellos, lector de Platón, el que más eructaba imbecilidades, citó una frase de La República en tono oratorio, con la cual se postuló de candidato a redentor de aquella mísera negritud.

Sentí horror de estos intelectuales de la selva, pagué mis copas y furtivamente me deslicé en la oscuridad. En alguna parte del caserío ardía una llama, y entré. Con un vaso de aguardiente en la mano contemplé el paisaje: selva, lluvia, el rugiente río Condoto. Tenía la sensación de que el mundo no existía, que solo existían las tinieblas, que yo mismo era una molécula de oscuridad perdida en la noche. Me hundí en ese éxtasis feliz de no-ser, y bebí…, bebí…, be… bí…

Una luz tísica desnudó el rostro anegado de Condoto y amaneció. El alba liberaba el caserío de las frías tinieblas: ranchos miserables, calles enfangadas, rostros silentes, harapientos. Una raza oprimida que sigue fiel a la esclavitud por la miseria y esa naturaleza hosca e insumisa que parece no tener más sentido que tiranizar a los hombres por toda la eternidad.

La iglesia era una tumba helada, desapacible: muros leprosos corroídos por la feroz humedad. Pobre Dios, con denado a morir entre aquellos muros. No templo sino caverna o prisión. Cautivo en aquel desierto de soledad inhumana, testigo de una raza oprimida, envilecida por el sufrimiento. Para aquella raza no vi salvación posible, pues allí, a causa de un dolor tan bruto, no hay conciencia de vida y los hombres sin esperanzas en este inframundo hacen su propia extinción.

Busqué a Dios entre esos muros tétricos, mas no lo encontré. Es posible que, loco de piedad, desesperado de sí mismo y de la Redención, haya decidido abandonar a Condoto en manos del demonio. Y si fue así, pienso que el diablo, arrepentido y sin ambiciones sobre aquellas almas piadosas, se convirtió en el más devoto feligrés para rogar a Dios que lo mandara de nuevo a los infiernos.

Luego de un frugal desayuno callejero, el jefe de la maniobra pregonó la partida. Había madrugado a rescatar la chatarra del barro. Subimos a la jaula como reses y, rumiando los recuerdos de la noche, volvimos al potrero.

Sol avaro y neblinoso, aún caía sobre la selva una llovizna inclemente. El capitán calentó los motores, bramaron las hélices, las llantas chapotearon en el barro, se arrastraron penosamente, y la nave remontó un cielo melancólico entre nubes diseminadas rumbo a Quibdó.

Allá nos esperaba un sol de resurrección.

En Condoto quedaba toda la tristeza del mundo. Juré volver algún día, si algún día yo fuera Dios para redimirlos, pero como ser Dios no está en mis planes, por eso nunca volveré. Por desgracia, a diez kilómetros de su miseria hay una mina que podría redimirlos: ¡su mina! Pero las dragas de La Chocó Pacífico escarban día y noche en busca de las esquivas chispas del infierno: el platino. Y mientras los negros tosen tuberculosis y se entierran vivos en los socavones, el amo se despereza, desayuna con un vaso de whisky , y arroja tres maldiciones en inglés: una contra la lluvia, otra contra los zancudos, y la otra contra el negro maldito de su destino.

Poco antes de que Dios hiciera el sol y la luna, era ya de noche y llovía sobre el Atrato. Río caudaloso que cruza la selva, uno de los más hondos del mundo. Arrastra en su cauce la belleza más fabulosa y la miseria más horripilante: paisajes paradisíacos, leyendas de dioses muertos, razas sumergidas en la noche inmemorial.

El Atrato se hace caudaloso en Lloró, donde se le derrama un río de lágrimas: el Andágueda. De allí hacia el norte, el río antropófago se devora con una sed insaciable la vida de medio país, mil afluentes que multiplican sus aguas, para desembocar exhausto y torrentoso en el Caribe, preñando de agua dulce la bahía de Colombia en el golfo del Darién, esa violación profunda y azul del Atlántico que, muerto de sed de tierra, se traga un vasto territorio de selva virgen con el insaciable lamido de sus olas.

Sentado en un balcón que da sobre el río, a media noche, oigo su silencio. El Espíritu de Dios baja sobre las aguas, o tal vez canta. Cuando el Espíritu de Dios duerme, sobre el río se desliza furtivamente el silencio. Sobre este silencio, aumentado por la quietud aterradora de la selva, como un ferrocarril de agua, susurra el remo solitario de una piragua piloteada por un pescador negro, o por un cholo ebrio de chicha perdido en la noche, sin saber si la corriente baja o sube, o se estancó. Tal es la quietud. Pero el cholo se orientará por el latido de su sangre, por la memoria casi borrosa del lejano y milenario imperio de donde vino, aguas oscuras, aguas al fondo de la prehistoria, hacia el origen remoto y olvidado de sí mismo.

La vida del Chocó está formada de oscuridad y tormentas como en el Génesis. El soplo luminoso de Dios no ha maldecido aún el barro del que engendró el espíritu. Por eso, este terrón tenebroso de selva es un vestigio del paraíso que sobrevive a la maldición divina, y conserva su primitiva inocencia.

Fieros rayos acuchillan el cielo y cae la lluvia. El aguacero puede durar días y noches o no terminar nunca. Da la sensación de que el cielo aplastará la tierra, y uno se pregunta: “Dios mío, ¿de qué misterio vengo, será acaso del misterio de tu olvido? Y ¿hacia qué región del misterio va mi ser?, ¿será también hacia la nada de tu olvido cósmico?”.

Me incliné sobre la baranda podrida que da al río, y miré al fondo. Tal vez allá encontraría la respuesta, o tal vez no. Nada era verdad: el río y yo éramos parte del misterio de Dios.

La lluvia silencia el dolor de los hombres y ahoga su sueño. En la orilla lejana, como un fuego fantasma, titila la luz de un pescador. O ¿será un pez estrella que salta hacia su origen divino? Súbitamente la luz desaparece en las aguas.

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