Mónica Alvarez Segade - Nacido para morir

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Nacido para morir: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando los padres de Ben le comunican que van a mudarse desde la fabulosa Nueva York al pequeño pueblecito de Elmers Grove, en el estado de Oregón, siente como si su vida estuviese llegando a su fin.
Impotente ante la negativa de sus padres de quedarse a vivir en la ciudad, se consuela sabiendo que solo deberá soportar durante un año el aburrimiento asegurado que encontrará allí, porque en cuanto termine el instituto piensa volver a Nueva York.
Sin embargo, descubrirá que su intuición inicial era equivocada al tropezarse cara a cara con los secretos que se esconden en Elmers Grove

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—¿Ya te sienes algo mejor, guapa?

—Sí, gracias —respondí sonriéndole.

—Bien. Me llamo Ted, por cierto, Ted Jones.

—Anna Carlson, pero todo el mundo me llama Annie —dije, y estrechamos las manos.

Me había presentado con el nombre del carnet de conducir falso que había usado esa noche en gran medida para que el camarero no me relacionara con mi nombre real. Ted me daba igual, ya que iba a ser encantado y su memoria borrada al terminar la noche.

—Bueno, Annie, aparte del alcohol, lo mejor de este sitio es la música —dijo señalando el tocadiscos del rincón—. Deberías ir a poner algo, aunque te aviso que no tienen nada de después de los noventa.

—Creo que me las apañaré para encontrar algo —bromeé.

Ted tenía razón: para el tocadiscos, el mundo se había acabado en 1999. Encontré Bad Reputation, de Joan Jett, en la máquina y la puse. Era una de mis canciones preferidas de todos los tiempos, aunque ya era vampira cuando salió. Volví a la barra.

—¡Buena elección, Annie! —me congratuló Ted.

—¡Gracias! —dije sonriendo como una boba.

Ted me invitó a otro trago tras el bourbon y luego a otro y a otro, mientras que él iba pidiendo bebidas sin alcohol. Sus intenciones eran claramente emborracharme, mientras que él estaba cada vez más sobrio. Definitivamente, era un predador sexual.

Podría haber jugado con él, hacerle gastar más dinero en mí, pero la medianoche se acercaba rápidamente y mi paciencia estaba bajo mínimos, así que fingí estar cada vez más borracha, hasta que dijo las palabras que esperaba oír:

—Oye, Annie, estás muy borracha, deberías irte a casa…

—Tienes razón… —me levanté e hice como que no podía mantener el equilibrio, así que caí sobre él, que me sujetó por la cintura—, pero no puedo conducir así…

—Yo te llevo —ofreció rápidamente.

Ah, sí, la táctica del buen samaritano. Muy típico.

—¿Harías eso por mí? —pregunté, exagerando la sorpresa en mi voz.

—Sí, claro.

Sonreía al hablar, pero no había nada parecido a la alegría en sus ojos. Es como si llevara puesta una máscara, pero no hubiera nada detrás, solo un vacío oscuro y frío.

—¡Gracias, Ted, eres genial!

Salimos de allí, yo prácticamente apoyada en él mientras seguía fingiendo estar borracha.

—Ese es mi coche —señalé.

Se detuvo un momento a admirar mi Chevrolet Impala negro del 69.

—¡Bonito coche! ¿Eres fan de Sobrenatural? —bromeó. Todo el mundo hacía esa broma cuando veía el coche que conducía. Pero la verdad es que Dean Winchester tiene razón, es una belleza.

—¿Fan de Sobrenatural? —repetí, dejando de fingir estar borracha—. Cariño, yo soy sobrenatural —añadí, enseñándole los colmillos.

Esa cara cuando se dan cuenta de que se han metido con la chica equivocada..., nunca me cansaré de esa cara. Intentó irse, pero le agarré del brazo y con la otra mano le agarré de la barbilla, obligándole a que me mirase.

—Entra en el coche en silencio —le ordené.

No tenía la fuerza de voluntad necesaria para resistirse (pocos humanos la tenían sin entrenamiento previo), así que hizo lo que le decía.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó en cuanto salimos del aparcamiento.

—Te voy a llevar con mi hermano y nos alimentaremos de ti —le expliqué—. Quizá te matemos, quizá no; de cualquier modo, esto no va a ser agradable para ti.

La orden que le había dado le impedía gritar o pedir ayuda por cualquier otro modo, pero no le impedía mostrar su miedo.

—¿Por qué yo? —quiso saber. El terror empezaba a hacerse patente en su voz y eso me gustaba.

—Porque me recuerdas a mi padre —respondí—. Él también llevaba una máscara de persona normal, ¿sabes? Era contable y ninguno de sus compañeros de trabajo del banco habría dicho que era un borracho, que pegaba a su mujer y a sus hijos, o que abusaba de su hija. Tú eres igual.

—¡Yo no abuso de mi hija! —protestó.

Puse los ojos en blanco brevemente.

—Tú no tienes hija, Ted —repuse.

—Eso no lo sabes.

—Sé que tienes un hijo de unos veinte años llamado David con el que no te hablas, y que temes que algún día tu mujer abra los ojos y te denuncie a la policía por las palizas que le das, a veces por naderías —leí en su mente—. No es probable que lo haga, dado que siempre que los vecinos llaman a la policía ella lo niega todo. Pero no es por amor, no; a eso se le llama síndrome de Estocolmo.

—¿Cómo sabes eso? Lo de David y lo de mi mujer.

—Lo sé y punto —espeté—. De todas formas, aunque no tengas hija, estabas ligando con alguien que físicamente es más joven que tu hijo, así que tampoco te salvas por ese lado.

Aparqué el coche junto a una de las casas abandonadas a las afueras de Elmer’s Grove y mandé un mensaje a Reed.

—Tengo a uno. No te olvides de la cinta americana.

—¿A quién escribes? —quiso saber Ted, con la voz aguda por el miedo.

—Vamos, Teddy, sal del coche y en silencio, no me obligues a hacerte daño ―ordené, ignorando su pregunta.

Reed llegó poco después con la bolsa de deporte que usábamos para transportar el equipo. En ella llevábamos la ropa que nos poníamos para cazar (un par de chándales rojos y negros), toallitas húmedas para limpiarnos las manos y la cara, un mechero, cinta americana, un par de hachillas y poco más.

—Has traído a papá —advirtió Reed al ver a Ted sentado en la única silla entera de la casa—. Siempre que estás alterada traes a tipos que se parecen a papá.

Tenía razón, por supuesto, pero no me apetecía hablar de ello.

—¿Quieres sangre o no? —pregunté exasperada.

—Claro.

—¿Me vais a matar? —preguntó mientras Reed le amarraba los tobillos y el torso a la silla.

—Mi hermana cree que mereces morir o no te habría traído aquí —respondió él.

—Mira en su mente, verás por qué le he traído —dije a mi hermano.

Reed se inclinó para mirar a los ojos intensamente a Ted durante varios minutos. No necesitaba hacer eso para penetrar en la mente sin barreras de un humano normal, pero a Reed le gustaba hacer el paripé, sobre todo porque ponía nerviosos a los humanos.

—Ah, ya veo —dijo enderezándose—. Sí, yo diría que vamos a matarte. Te va a doler, pero será breve —añadió enseñando los colmillos al hablar.

—¡No, por favor, no me matéis! —suplicó Ted, al borde de las lágrimas.

—Lo siento, el juez ya ha dictado la sentencia y no admite apelaciones —le dijo Reed.

—Vamos a matarte, y si gritas será peor, así que por tu bien estate calladito ―le advertí, de nuevo cogiéndole de la cara para que no pudiera evitar mirarme, e imprimí un toque extra de encanto en la orden.

Mordimos cada uno en una muñeca; como le había ordenado, Ted no gritó, pero emitió un sonido agudo, como el que hace un ratón al ser pisado, y una lágrima le corrió por la mejilla.

El mordisco en sí solo le dolió unos segundos, después, su torrente sanguíneo empezó a llenarse de endorfinas, dopamina e incluso algo de melatonina, lo que hizo que se mantuviera dócil y calmado, casi en un estado de duermevela. No es algo que yo hubiera hecho que sucediera, si hubiera tenido elección (Ted no se lo merecía), pero era una respuesta biológica: al entrar nuestra saliva en contacto con su sangre, se activaba de forma automática. También ralentizaba la coagulación, así que por esa parte no podía quejarme.

Ted fue quedándose más y más flácido hasta que finalmente se desmayó; poco después, su corazón dejó de latir y para entonces apenas quedaba nada que chupar.

—Aún sabía un poco a alcohol —comentó Reed haciendo una mueca—. Creía que te habías asegurado de que dejaba de beber alcohol, como hacemos siempre.

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