Mónica Alvarez Segade - Nacido para morir

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Cuando los padres de Ben le comunican que van a mudarse desde la fabulosa Nueva York al pequeño pueblecito de Elmers Grove, en el estado de Oregón, siente como si su vida estuviese llegando a su fin.
Impotente ante la negativa de sus padres de quedarse a vivir en la ciudad, se consuela sabiendo que solo deberá soportar durante un año el aburrimiento asegurado que encontrará allí, porque en cuanto termine el instituto piensa volver a Nueva York.
Sin embargo, descubrirá que su intuición inicial era equivocada al tropezarse cara a cara con los secretos que se esconden en Elmers Grove

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—Dejó de hacerlo, pero debía de llevar bastante tiempo bebiendo antes de que yo llegara —me excusé.

—Da igual. Cambiémonos y cojamos un hacha cada uno —replicó él enderezándose.

Llevamos el cadáver de Ted al bosque en la dirección contraria a la cabaña y, mientras yo llevaba nuestro coche a su sitio, Reed empezó con la tarea de eliminar el cuerpo. No solíamos matar gente (incluso aunque algunos, como Ted, se lo merecieran), las leyes vampíricas del estado de Oregón no lo permitían, pero de vez en cuando hacíamos excepciones.

Teníamos que deshacernos del cuerpo de modo que fuera difícil de encontrar, para que fuera considerado todo el tiempo posible como un caso de persona desaparecida; eso garantizaba no solo que el caso no sería resuelto por los humanos, sino también que no llamaría la atención de los vampiros. Eso incluía trocearle, esparcir sus restos por cientos de millas a la redonda (enterrados a poca profundidad para que los animales dieran cuenta de ellos), y quemar manos, pies y cabeza, para que su identificación fuera mucho más difícil. Estaba el asunto del ADN, pero con suerte, cuando la policía requiriese una muestra para compararla, la señora Jones ya habría tirado todo lo perteneciente a su marido.

Nos llevó menos tiempo hacer trocitos a Ted Jones de lo que nos llevó esparcir dichos trocitos. Cuando volvimos al punto acordado, Reed vertió gasolina sobre los restos que íbamos a quemar (junto con la ropa y la cartera del muerto) y les prendió fuego.

—Descansa en pedacitos, Ted —dijo Reed con fingida solemnidad—. Y si ves a Satanás, no olvides decirle quién te ha enviado.

—Amén.

Una vez desaparecido el cuerpo, fui a por el coche de Ted, aún en el aparcamiento del ya cerrado bar; tras mover las cámaras para que no me vieran, me lo llevé y lo abandoné en una cuneta, con las puertas abiertas, su móvil en la guantera y las llaves en el contacto. Cuando volví con Reed, nos quedamos viendo como ardía la pequeña hoguera hasta que los últimos restos de Ted se hubieron reducido a meras brasas. En silencio, volvimos a la cabaña.

«¿Quieres hablar de lo de Ted?», me preguntó Reed mientras nos cambiábamos.

«No tenía planeado traer a alguien como él, créeme, pero fue el primero en prestarme atención y no tenía ganas de esforzarme demasiado —expliqué encogiéndome de hombros—. Iba a ser un tentempié rápido, solo alguien para completar nuestra dieta este mes. Pero entonces vi toda esa oscuridad en su interior…».

«No te sientas mal, tenía que morir —indicó Reed—. Y su familia estará mucho mejor sin él».

«No me siento mal por haberle matado, hermano. Me siento mal porque, después de tantos años, no paro de repetir patrones —expliqué—. Me da miedo no poder cambiar realmente».

«Podemos cambiar —me contradijo Reed—. ¿Recuerdas cuando nos convertimos? No había quién nos aguantase y ahora somos perfectamente capaces de vivir con los humanos…, si no tuviéramos que preocuparnos de que no aparezca Klaus para darnos el coñazo de nuevo».

«Sí…».

Hay tres tipos de vampiros según su dieta: los que se alimentan solo de sangre animal, esto es, los vegetarianos; los que se alimentan exclusivamente de personas, y los que siguen una dieta mixta. Klaus, nuestro creador, era un vegetariano y no permitía que nadie de su familia bebiera sangre humana. Habíamos discutido con él y nos habíamos ido de su lado hacía ya veinte años, pero nunca andaba lejos y, cuando nos encontraba, siempre intentaba convencernos de que volviéramos.

«Hablando de convivir con los humanos…, ¿vas a intentarlo con ese chico?», quiso saber Reed.

«¿Qué? ¿Con Ben? ¡No!», exclamé, quizá demasiado rápido.

«Sabes que no se puede mentir con el pensamiento, Eve —me recordó Reed divertido—. Aunque lo niegues, te veo las intenciones. Él te gusta».

«Vale, sí —admití al fin—. ¿Y qué? No es como si fuera a tener una relación con él».

«Las relaciones entre humanos y vampiros son…».

«Complicadas, lo sé», suspiré.

«Iba a decir un error, pero eso también. Mira, si te gusta, diviértete con él un poco y ya —sugirió Reed—. Sabes que nunca podrá ser nada más que un juguete».

«¡Qué cínico eres, hermano!», le acusé.

«No es cinismo si es verdad —replicó—. Solo hay dos cosas que un humano puede aportar a un vampiro: sexo y sangre. Te aseguro que, en cuanto hayas probado un par de veces de cada una, te cansarás».

«Lo que tú digas. Estoy cansada, me voy a dormir».

«Duerme bien, hermanita».

CAPÍTULO 6

Baloncesto, historias de terror y sonetos

El viernes durante la primera hora, el director nos recordó por megafonía los horarios de las pruebas para los diferentes equipos. Con todo lo que había pasado, casi me había olvidado de eso. Parecía mentira que hubiera sido el día anterior; era como si hubieran pasado mil años y, al mismo tiempo, apenas un segundo.

—¡Suerte a todos! —añadió el director al final.

La primera clase de ese día era Inglés, que daba la señora Mason. La señora Mason era una mujer de unos cincuenta años, con el pelo largo y gris recogido en una trenza, y que no debía superar el metro y medio de estatura. Sus aspectos favoritos de la lengua eran la gramática y la sintaxis. Yo odiaba la sintaxis, así que su clase no era de mis preferidas. Entre la perspectiva de las pruebas de baloncesto y el recuerdo de lo que había ocurrido en el bosque, me costaba concentrarme. Fallé todas las preguntas que me hizo la señora Mason, y Raven, que era su alumna predilecta, no perdió la oportunidad de lanzarme miradas de suficiencia todas y cada una de las veces.

Terminé por desconectar de todo, incluso de las conversaciones con los demás en el recreo y la comida, en las que participé lo mínimo posible. Charlie fue el primero en darse cuenta de que algo pasaba y les dijo a los demás que me dejaran en paz por ese día. Al principio lo agradecí, pero luego resultó contraproducente: mi mente no dejaba de volver una y otra vez a la cabaña y a sus habitantes, en especial a Evelyn. Con suerte, las pruebas me permitirían no pensar en eso durante un rato.

—Pero ¿estás bien? —quiso saber Jim, preocupado.

—¿Eh? —Volví a la realidad de golpe; había estado recordando la imagen de los colmillos de Reed—. Sí, solo nervioso, ya sabes, por las pruebas.

A pesar de la hostilidad de Kyle, quería entrar en el equipo, no solo por Hunter, sino también por mí. Hasta el momento, las clases de Educación Física habían ido bien e incluso había recibido los halagos del entrenador en alguna que otra ocasión, lo que ponía furioso a Kyle, pero necesitaba la rutina de los entrenamientos para completar mi cuota de ejercicio semanal. No podía evitarlo, era un yonqui de las endorfinas.

Las pruebas de baloncesto eran de las primeras en celebrarse. El nerviosismo desapareció en cuanto comenzamos con los ejercicios de calentamiento que tan familiares me resultaban y, como esperaba, también lo hicieron todos los demás pensamientos. Para mí, el baloncesto era algo tan natural y fácil como respirar y, lo mejor de todo, era igual en todas partes.

Me sorprendió un poco que mi padre estuviera en la grada observando, pero recordé que ahora tenía mucho más tiempo libre; por lo general, su horario de trabajo terminaba al acabarse las clases. Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Después de mi aventura en el bosque (de la cual aún no habíamos hablado), era mejor que me comportase lo mejor posible, por mi propio bien.

La prueba en sí era simple: un partido de los aspirantes contra los miembros del equipo. El entrenador me puso a mí como capitán de los aspirantes.

—Te he estado observando en Educación Física, Connor —me dijo—, y creo que eres bueno, así que no me defraudes.

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