—¡Como Ava Gardner! —dijo la chica—. Qué genial.
Parpadeé. Hasta ahora, Chloe era la única persona que había dicho eso. Bueno, Chloe y gente de la edad de mi abuela.
—Te gustará estar aquí, estoy segura —dijo Alexis, entrecerrando los ojos con una picardía adorable.
¿Cómo lo sabía? ¿Sabía acaso que no solía llevar jerséis rosas de cachemira? Y… ¿se daría cuenta de que era una lesbiana casi gótica? Ojalá no. Alexis era la primera persona con la que hablaba en el Billy Hughes y deseaba con todas mis fuerzas que no fuese la última.
El profesor entró y todos nos sentamos. No había oído ningún timbre. A lo mejor ni siquiera había.
—Buenos días, Matthew —dijo Alexis.
El profesor asintió en su dirección.
—Hola, Alexis.
Llamar a los profesores por su nombre, café, ningún timbre, darse la mano, que todo el mundo fuera maduro, serio y disciplinado… Por un momento me olvidé del jersey rosa y de la posibilidad de que Me Gustasen los Chicos. Solo estaba feliz de estar en un centro en el que ser inteligente no se considerase un signo de inestabilidad emocional.
Esa mañana tuve una reunión con la responsable de integración de la escuela. No sabía bien lo que hacía una responsable de integración, pero tenía un despacho muy bonito que daba al patio en la tercera planta.
Se llamaba Josie y tenía el pelo rubio platino, casi blanco, que mantenía a raya con una diadema roja y brillante. Llevaba las uñas y los labios pintados del mismo tono de rojo, y un montón de maquillaje. Demasiado.
—Hola, Ava —dijo con una sonrisa cegadora—. Siéntate.
Era un poco como estar en una clínica privada llena de macetas, cuadros y estanterías con libros. La oficina de mi tutor en mi antiguo instituto era una mezcla caótica de sobres de manila, pósteres horteras de ATRÉVETE A SOÑAR y folletos vetustos acerca de la anorexia.
—El objetivo de esta reunión es que conozcas mejor nuestro centro, el Billy Hughes, y sentar las bases de tu plan de rendimiento. Se quedará un poco corto, porque ya estamos a la mitad del primer semestre, pero creo que te servirá.
¿Plan de rendimiento? ¿Me había metido en un lío?
Al ver que no ponía buena cara, Josie volvió a sonreír. Tenía una barbaridad de dientes.
—El Billy Hughes no es un colegio cualquiera, Ava —explicó—. Estamos comprometidos con la democratización de la enseñanza. El aprendizaje debe ser un diálogo entre alumno y profesor: por eso os animamos a que nos llaméis por el nombre de pila y compartimos sala.
Caray. ¿La sala de los estudiantes y la de los profesores era la misma?
—También es el motivo por el que los alumnos escriben sus propios informes de valoración del semestre.
—¿Nos valoramos a nosotros mismos?
Josie asintió.
—En colaboración con los profesores, por supuesto. Pero, al comienzo del semestre, cada alumno pergeña un plan de rendimiento con la lista de resultados que persigue y una serie de objetivos que definen su progreso a lo largo del semestre.
No tenía ni la menor idea de a qué se refería.
—Al final del semestre, los profesores os entregan comentarios escritos que podéis incorporar en vuestros informes.
—Entonces, ¿yo decido mis notas?
—En común con tus profesores y conmigo —dijo Josie—. Y solo después de evaluar tus logros según los objetivos y resultados que especificaste en tu plan de rendimiento.
—¿Y qué va a impedirme que me ponga sobresaliente en todo?
Josie se reclinó en su silla.
—Solo tú —dijo—. En el Billy Hughes, animamos a que los alumnos se responsabilicen de su aprendizaje. Al fin y al cabo, es tu formación, y deberías poder darle forma para que se ciña al máximo a tus necesidades y metas. También tenemos en cuenta que la etapa en la que se imparte la formación secundaria es un momento muy importante para el desarrollo personal y recomendamos que incluyas ese aprendizaje en tu plan de rendimiento.
Fruncí el ceño. ¿Era también una política del Billy Hughes lo de usar palabras como «democratización» y «pergeñar» en esos sentidos? Porque no estaba segura de qué pensaba al respecto.
A la hora del recreo, me moría de ganas de regresar a mi antiguo instituto. ¡El Billy Hughes era durísimo! La bibliografía que nos habían dado en las clases de Inglés y Literatura tenía como unas setecientas páginas, y no conocía ninguno de los libros, lo que era absurdo, porque siempre me ha gustado mucho leer. Mi profesora de Francés (Juliette) no decía ni una palabra de inglés en clase, y mi profesor de Física (Andrew) podría haber hablado en francés y habría dado igual, porque yo no tenía ni idea de cómo usar patrones de difracción para contrastar el espacio entre los átomos en estructuras cristalinas. La única asignatura que más o menos aún pilotaba era Matemáticas.
No era inteligente. Salí al exterior, a un patio con un césped perfectamente cortado, lleno de arbustos de lavanda y nomeolvides.
No era inteligente en absoluto . Y yo que me creía brillante… ¡Había ganado premios académicos en casi todas las asignaturas desde los doce años!
Lo llevaba claro. Pero clarísimo.
Quise darme la vuelta, salir por las lujosas puertas de hierro, montarme en un tren y volver a casa. Quise regresar a mi viejo instituto, donde era la mejor en todo.
Echaba de menos a Chloe. Deseé poder acurrucarme junto a ella, respirar su olor a tabaco y vainilla, escuchar cómo me decía que el instituto no importaba, que no era más que un lavado de cerebro. A lo mejor tenía razón.
De pronto, me fijé en un grupo de cinco alumnos sentados bajo un arce japonés que alguien había podado con mucho esmero. Todos iban de negro: destacaban como cucarachas en un congreso de mariposas. Los alumnos del Billy Hughes llevaban vaqueros entallados o faldas por encima de la rodilla. Se veía mucho blanco, rosa, azul y, a veces, alguna prenda verde o un estampado rojo, pero nadie llevaba negro.
Aquel grupo era distinto . Todos eran desmañados y desaliñados. Los vaqueros negros de uno tenían rotos gigantescos; otro era gordo y muy peludo para su edad, con el tipo de gafas redondas de metal que solo le quedan bien a John Lennon o Harry Potter. Había una chica con aparato, una coleta tosca, y una camiseta enorme y negra con lo que parecía el logotipo de Star Trek . Un chico asiático enterraba la nariz en un libro.
El resto se reía de lo que uno de ellos había dicho, el que parecía algo menos desarreglado: los vaqueros negros le quedaban bien y llevaba una camisa negra. Estaba poniendo cara de payaso, con los ojos bizcos y los mofletes hinchados. Sonreí sin darme cuenta.
—¡Ava! —me llamó alguien.
Era la chica bajita y alegre de antes, Alexis. Llevaba una botella de agua y una manzana en un brazo, y una carpeta bajo el otro.
—Ven a sentarte con nosotros —dijo.
Echó un vistazo desdeñoso por encima del hombro a los chicos desaliñados que iban de negro y murmuró:
—Los frikis de los técnicos de escenarios. —Y mientras me conducía lejos de allí, añadió—: ¿Tanto cuesta lavarse un poco de vez en cuando?
Si pudieras ir al supermercado y comprar personas como si fueran paquetes de Doritos, Alexis y sus amigos estarían en la sección gourmet . Todos combinaban con todos, como en un catálogo de moda. Había tres chicas menudas y perfectas: Alexis, con su pelo cortito de color rubio platino; Vivian, una chica malaya elegante y sofisticada que tenía la manicura más espectacular que he visto nunca; y Ella-Grace, la de las trenzas castañas que hablaba francés y japonés. A su lado, me sentía una giganta sucia y patosa. Una giganta sucia y patosa con nada interesante que decir.
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