—¿Qué tal está el libro? —pregunté, al tiempo que encendía un mechero Bunsen.
Chloe se encogió de hombros y respondió:
—No está mal. —Tenía la voz ronca y profunda—. Lo de echar polvos en cobertizos todo el rato es un poco demasiado.
No sabía qué contestar a eso, pero recordé algo que había dicho Pat una vez acerca de Hijos y amantes , otro libro del autor.
—¿No van todos los libros de D. H. Lawrence de lo mucho que quería acostarse con su madre?
Chloe levantó la vista del libro, sorprendida, y frunció el ceño mientras examinaba mi camiseta, mis vaqueros y mi coleta medio deshecha. Me sentía una cría en su presencia. Chloe era maravillosa y yo quería impresionarla por encima de todo.
Y, para mi perplejidad, lo había logrado. Alzó las cejas y la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa de color borgoña. Su mirada fue de mis ojos a mis labios y regresó arriba.
—¿Cómo te llamabas?
—Ava.
—Como Ava Gardner —dijo con aprobación.
Casi se me cayó el matraz de lo mucho que me temblaban las manos.
Más o menos un mes después de que comenzáramos a juntarnos, Chloe dijo algo que me cambió la vida.
Ella llevaba atacada el día entero. Se había tomado tres tazas de café y se había retocado cinco veces el pintalabios de color cereza. Estábamos sentadas en el murete de fuera del instituto y Chloe me hablaba de una película japonesa que había visto en la tele la noche anterior; pero se interrumpía una y otra vez, distraída, y fruncía el ceño.
—¿Va todo bien? —pregunté.
—Claro que sí.
Sacó el brillo de labios de su bolso, lo desenroscó, lo volvió a enroscar y lo dejó a un lado.
—¿Estás segura?
Chloe me miró. Había algo raro en su expresión. Parecía asustada, pero también, de alguna forma, hambrienta . Vi que se sonrojaba bajo su maquillaje pálido y apartaba la mirada; luego volvió a fruncir el ceño y pareció enfadada consigo misma.
—Soy lesbiana —soltó de pronto—. Quería que lo supieras.
—Ah. —Sentí frío y calor al mismo tiempo, y temblé un poco.
—¿Te parece bien? —preguntó ella a la defensiva.
Asentí.
—Muy bien.
—Genial —dijo Chloe, y se inclinó hacia mí y me besó.
Nunca había pensado mucho en mi sexualidad. Ni siquiera había tenido novio (aparte de Perry Chau a los once años, con quien solo estuve cuatro días), pero siempre había pensado que era porque los chicos de catorce años daban mucho asco. Olían mal, se expresaban con gruñidos monosilábicos y solían tener la cara llena de granos.
La piel de Chloe brillaba como la luna. Olía misteriosa y diferente, y hablaba de ideas y teorías que yo no entendía, pero que encontraba fascinantes igualmente. Cuando nos besamos, sentí cosas que no había sentido antes.
La adoraba.
Me prestaba libros que yo leía, leía y leía. Nos sentábamos en el murete y hablábamos de la vida, el amor y la muerte. Leíamos poesía juntas, escuchábamos radios alternativas y veíamos películas francesas que a mí me aburrían hasta la náusea; pero no importaba, porque después nos tumbábamos juntas en la cama y mirábamos el techo y comentábamos la escenografía mientras los dedos de Chloe trazaban lentas espirales sobre mi piel.
No podía creerme que me hubiera elegido. Una vez le pregunté: ¿Por qué? ¿Por qué yo?
—Porque eres más inteligente que todos los otros imbéciles juntos, que parecen clones unos de otros —respondió. Luego bajó la vista y se ruborizó—. Y porque eres preciosa.
Era la persona más fantástica, sexy e interesante que había conocido jamás, y me había elegido a mí.
Y ahora yo iba a dejarla atrás.
El colegio Billy Hughes para la excelencia académica era como un castillo. Estaba hecho de roca caliza, y aquí y allá sobresalían torrecillas blancas y banderas ondeantes.
Mientras avanzaba por el camino de guijarros, me sentí como una princesa. Era Cenicienta, que por fin se escapaba de casa e iba al baile. Me había gastado todo el dinero de las Navidades en ropa: llevaba unos vaqueros nuevos y una camiseta blanca ajustada bajo mi precioso jersey de cachemira rosa. Después de una larga tarde en la peluquería para quitarme el tinte negro, el pelo me brillaba y se me ondulaba como en un anuncio de champú. Cuando miré mi reflejo en el espejo esa mañana, apenas reconocí a la bonita chica de pelo castaño que me sonreía bajo de la máscara de ojos.
El resto de los estudiantes no pareció fijarse en mí mientras subía los gruesos escalones en dirección a la flamante puerta principal. Se agolpaban alrededor del castillo, riendo y charlando. Parecían perfectos, todos de rostro radiante y aspecto cuidado.
—¡Ella-Grace! —le gritó una chica a otra—. ¿Por qué no viniste al club de debate la semana pasada?
Ella-Grace sacudió la cabeza y, con ella, sus largas trenzas castañas.
—He tenido que dejarlo. Me coincidía con otros dos: Líderes del futuro y Alianza francesa.
— Je suis désolée —dijo la primera chica en un francés perfecto—. Mais en se verra a le club du Japonais?
— Hai! —dijo Ella-Grace.
— Sugoi! —contestó la primera chica—. Sayonara .
— Au revoir!
Me dio un escalofrío de emoción. Tenía la impresión de que aquel lugar me iba a encantar.
En mi antiguo instituto, la espera en clase antes de que llegase el profe era una mezcla entre un baile y un documental de animales salvajes. Los alumnos se tiraban comida entre sí, se daban manotazos y pegaban gritos. Las chicas se despatarraban en los pupitres y cantaban con los cascos puestos; los chicos nos tiraban de las gomas del sujetador y emitían gruñidos. Al fondo, un par de adolescentes de género indeterminado se exploraba mutuamente las amígdalas.
Chloe y yo solíamos entrar con el segundo timbrazo, nos sentábamos cerca de la ventana y poníamos cara de estar aburridas y muy poco interesadas. Chloe sacudía los dedos con delicadeza, como si tirase la ceniza de un cigarrillo invisible.
Entonces, el profesor o la profesora entraba, enrojecía y empezaba a gritar nombres por encima del guirigay; nosotros no nos molestábamos ni en responder y él, o ella, no se molestaba en tachar nuestro nombre de la lista.
Ese mismo momento, pero en el Billy Hughes, fue como ir a un spa . Todos parecían contentos y relajados. Los chicos y las chicas hablaban unos con otros, como si realmente fueran miembros de la misma especie. La mayoría llevaba tazas de té o café; me pregunté si había alguna cocina que los alumnos pudiésemos usar. Todo era muy maduro. El aire olía a café, a perfumes caros y sutiles, y a colonia de chico. Inspiré profundamente. Era el olor del conocimiento, el éxito, el logro.
—Hola.
Me giré. Una chica bajita y rubia, con unos ojos azules enormes y el tipo de nariz que las famosas pagan millones por tener, me sonreía con una dentadura blanca y perfecta.
—Me llamo Alexis —dijo, y extendió la mano.
En una película, ese sería el momento en el que yo diría algo inapropiado y la chica superpopular me fulminaría con una sola mirada.
—Ava —balbuceé—. Yo soy Ava.
Le estreché la mano tímidamente, sintiéndome muy mayor. ¿Qué clase de adolescentes van por ahí dando la mano? En mi antiguo centro, nos presentábamos con un gruñido indeterminado y un ligero movimiento de cabeza.
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