Señor
me has mirado a los ojos
sonriendo has dicho mi nombre
en la arena he dejado mi barca
junto a Ti buscaré otro mar
Juntamos nuestros pensamientos y visualizamos un par de walkie-talkies iguales a los de las gemelas apestosas; poco a poco la envidia acumulada en los ojos rojos se fue dilatando, y cuando la iglesia terminó de cantar los abrimos ansiosos. Cristo me sonreía desde su cruz. Esperamos mi regalo durante un mes, y nada. Nada. Cristo se estaba burlando de nosotros y no estábamos para bromas. Yo quería mi regalo; me había portado bien todo el año y sabía que Cristo tenía la obligación de ser justo.
—Te quedan pocos días —le advertí—. Si no recibimos una señal en menos de una semana te la verás con nosotros.
Cristo permanecía estático en su cruz, como si verdaderamente fuera de yeso y alambres. Habíamos entrado a la parroquia mientras estaba cerrada, con las llaves de mi madre, para poder saldar mejor nuestras cuentas. A Carlos le daba miedo entrar en la parroquia oscura perfumada con jazmines; demasiado espacio en penumbras lo hacía sentirse diminuto, como Pulgarcita. Casi ni hablaba. Sólo mis amenazas retumbaban como murciélagos hambrientos en medio de aquella churrasquera con forma de iglesia.
—Al menos una señal —repetí—; es tu obligación.
Al otro día recibí una invitación al cumpleaños de las gemelas. Carlos recibió una igual.
Les regalé un ludo para las dos.
La casa de las gemelas ridículas era envidiablemente hermosa. Estaba muy bien cuidada e incluso cada una tenía su propio dormitorio con cuadros, cortinas, acolchados y almohadones estampados con parejas de Sarah Key. Cada una tenía un puff de esos que a mí me gustaban. Vestían iguales: jardineritos pastel y buzos Hering en colores complementarios. Yo no me había preparado mucho, sólo llevaba una pollera y una remera con un dibujo de “Amor es…”; quería pasar desapercibida, como una agente de la CIA, como una fugitiva. Había Pepsi, Mirinda y Teem. Yo quería Tab, pero no tenían, así que no tomé nada. Tampoco tenía hambre, estaba demasiado ansiosa, aunque sabía que Cristo estaba de mi lado. Carlos demoró en llegar. Les regaló un lápiz mecánico a cada una y un juego de mesa para las dos, con muchas piezas con formas de casitas y cosas así, como billetes de dinero falso, pero las instrucciones no eran claras y nadie le encontró la gracia. Estuvimos con todos los chicos durante casi todo el cumpleaños. Jugamos al manchado y a la búsqueda del tesoro. El patio de las gemelas taradas era lo necesariamente amplio como para que tres grupos de diez niños buscaran un tesoro. El césped estaba recién cortado y algunos de los zoquetes de las niñas quedaron verdes. Hubo piñata y todo (dos piñatas). Carlos no dejó de comer ni un segundo, siempre tenía la boca llena, como un hámster.
Llegó el momento de cortar la torta.
Las gemelas idiotas se colocaron una al lado de la otra, como si hubieran inventado un juego que consistía en adivinar cuál era cuál. La madre encendió dos velitas perdidas en medio del enorme vestido rosado de masa Wilton de una Barbie (obviamente, el vestido era la torta) y apagó las luces para entonar vigorosamente el “Que los cumplas feliz”. Había llegado el momento. Como les cantaron un “Que los cumplas feliz” para cada una, tuvimos el tiempo necesario para ejecutar nuestro plan. Carlos entró en el dormitorio de María Paula y yo en el de María Noel. Ya sabíamos dónde estaban. Los tomamos, los escondimos bajo la ropa y volvimos a la mesa. No comimos torta. Fingimos sentirnos mal y nos fuimos corriendo por las calles embarradas. Corrimos. Corrimos como Vanessa en cámara lenta, volviendo nuestras cabezas atrás, sonriendo como sonríen los que son verdaderamente felices, como astronautas encapuchados, como alienígenas, sudando, radiantes y con un par de walkie-talkies .
Descansamos encerrados en mi dormitorio. Mi madre golpeó la puerta, pero no la dejamos entrar. Carlos sudaba de miedo y remordimientos. Yo sudaba de cansancio. Nos sentamos en la cama y nuestro alrededor se volvió más calmo.
—¿Ves? No te preocupes, Carlos, estamos protegidos por Cristo. No seas maricón.
—¿Y si nos descubren?
—Cristo no lo va a permitir. No seas maricón.
Probamos los aparatos. Primero nos alejamos algunos pasos, luego unos metros, luego unos cuantos metros, una cuadra… El alcance era increíble. Carlos entró a su casa y se encerró en su dormitorio.
—¿Me escuchás, Nati? Cambio.
—¡Sí! Te escucho, pero con un poco de interferencia. Cambio.
—Eh… no sé qué decir. Cambio.
—No digas nada, yo te voy a contar un cuento: el cuento de los amigos con walkie-talkies nuevos.
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