Dani Umpi - Miss Tacuarembó

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Miss Tacuarembó es la historia de Natalia, una joven que vive en la ciudad de provincias Tacuarembó, en Uruguay, pero que sueña con escapar de ese ambiente aburrido y opresivo.Cuando cree haberse librado para siempre de su pasado, de Tacuarembó y, especialmente, de su madre, toda la fauna de la ciudad reaparecerá en un carnaval pesadillesco, desopilante y melancólico en mitad de su nueva vida en Montevideo.Miss Tacuarembó es la historia de la infancia de los 80 y la juventud de los 90, de la televisión en color, las telenovelas, las coreografías y las canciones de
Flashdance, los walkie-talkies, la new age, las raves, los CDs; del mundo tal como lo conocimos, un minuto antes de internet.El amigo gay, el terapeuta, unas odiosas hermanas gemelas y la costumbre de clasificar todo mediante rankings son los compañeros de aventuras de Natalia en una novela entretenida y conmovedora, plagada de peripecias y narrada con gran precisión y frescura.

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—Seguro que fue tu madre.

—No, fue Cristo.

—¿Y cómo sabés?

—Porque mientras todos cantaban, yo le pregunté, “¿fuiste vos?, ¿fuiste vos?”, y al abrir los ojos me respondió que sí.

Diez

—Y bueno… ella tenía un amiguito. Un amiguito medio rarito. Siempre estaban juntos. Todo el tiempo, todo el tiempo. Carlos, se llamaba. Estoy segura de que ellos se siguen viendo. Se querían mucho. Carlos también se fue de su casa más o menos en la misma fecha que mi hija…

En la pantalla aparece la foto de un niño con un gesto tímido, a medio reír, los hombros encogidos, los dientes muy blancos, el pelo levemente alborotado y los labios apenas arqueados. La imagen se esfuma, la pantalla se llena de luz y comienza un nuevo corte comercial. Una señora promociona un jabón en polvo, acariciando unas toallas blanquísimas. Hunde la mano en la tela esponjosa, la saca y deja una huella.

Once

—Vos me habías dicho que ibas a limpiar la grasera y de esto que te cuento hace tres meses… así me ves ahora, Carlos.

—Te juro que la limpié, linda.

—No parece. Mirá: fideos verdes. Hace tres meses que no comemos fideos verdes.

—Están verdes porque están podridos, linda.

—Están podridos porque hace más de tres meses que no se limpia la grasera.

—¡Yo la limpié, linda! ¿No te acordás? No me los tires porque me da asco. Estás muy nerviosa, linda. Me voy al club.

—Sí, andate. ¿Cómo querés que no esté nerviosa si llego al apartamento y me lo encuentro todo inundado con esta mierda?

—No es mierda. Estás demasiado nerviosa y te molesta cualquier insignificancia, linda.

—Terminala con eso de los nervios.

—Terminala vos… aunque creo que yo estaría igual de nervioso. Aparecer por primera vez en televisión y en ese programa… como que no entrás a la fama por la puerta grande, linda. ¿Ya hiciste las valijas?

—Llevo una sola. No te creas la medida de todas las cosas, lindo.

—¿Ya la hiciste, linda?

—Cuando la compré ya estaba hecha.

—Me voy antes de que comience el especial de chistes malos. Si en tu debut televisivo comenzás a hacer esos chistes… Te dije que no me tiraras esos fideos podridos.

—Son verdes.

—¡No me los tires! ¡No, no!

Doce

Una chica envuelta en Escape recién vaporizado me despeina violentamente el jopo que acabo de peinarme, me empolva la nariz sin rozar mi piel y me grita “¡ahora!” en la oreja. Alguien me empuja como si yo no supiera caminar, ahogándome en un mar de aplausos y música new age que no logra tranquilizarme. Los focos me encandilan un poco, pero logro ver que algunas personas de la tribuna se paran a aplaudir como si yo fuera Enya, y que una cámara está entorpeciendo el camino que supuestamente debo recorrer. No sé si es éste el momento en que debo doblar a la izquierda; el conductor me ayuda y dice “aquí está su madre”. Estaba para la derecha. La veo y llora con los brazos abiertos. Enya comienza a gritar “sail away, sail away, sail away”. Bajo velozmente dos peldaños del decorado y la abrazo para impresionarla. Mi madre suda de emoción, me besa y acaricia mi pelo entre monosílabos atolondrados. Su pelo está hecho un desastre, parece cortado por una hoz. No sé si tengo mi pelo en orden, pero rápidamente me olvido de él. La música se vuelve susurrante, ininteligible; los secretos celtas que se habían infiltrado en mi subconsciente para darle un sentido a mi vida se esfuman en menos de un segundo, dejándome en el estado de siempre. Me indican que me siente al lado de mi madre. Lo hago. El decorado parece un mausoleo de cuarta. Continúa besándome, destilando violentamente Yaninne D., y yo retribuyo su afecto con una sonrisa calurosa. Le damos la espalda a la cámara principal y el conductor, con un gesto brusco, nos recuerda nuestra posición inicial. De repente Enya viene por la revancha y vuelve a gritar “sail away, sail away, sail away”, provocando en la tribuna una especie de efecto dominó de aplausos copiosos y festivos que llevarían al tope cualquier aplausómetro honesto y justo. Las butacas son cómodas pero permanezco en el borde, como si hiciera equilibrio. Los de la tribuna parecen gallinas. La música se corta. Dejan de aplaudir y mi madre grita “¡Gracias, gracias, gracias!”. Mi madre nunca cambia, no puede estar en ningún sitio sin hacer el ridículo.

De repente vienen a mi cabeza miles de recuerdos similares, camuflándose entre sí. En un momento tan atípico debería descartarlos a todos, pero uno sobrevive y comienzo a verlo nítidamente en la luz cegadora de los focos; veo a mi madre en una clase de catequesis, hace años, muchos años:

—A ver, ¿quién me dice qué diferencia hay entre una piedra y una planta?

Nadie contesta.

—Una piedra no crece ni se muere. Una planta nace y muere —respondo yo, que ya había presenciado la misma clase con otro grupo.

—¡Natalia! Tú no eres de esta clase. Recuerda que sólo viniste aquí a es-cu-char. ¿Entendido? Pero igual agradezco la respuesta.

Odiaba cuando mi madre me trataba de tú; simplemente deseaba que no me tratara.

—¿Y entre una planta y un animal?

—Las plantas no ven —contesta alguien.

—¿Y entre un animal y una persona?

—Las personas hablan —contesta alguien.

—Pero… ¿un perro puede leer?

—¡Nooooooooooooooooooooooooo! —gritan todos, yo inclusive.

—¿Puede una gata aprender a coser y enseñar a sus gatitos?

—¡Nooooooooooooooooooooooooo!

—¿Podría un caballo haber inventado el automóvil, para que no lo hicieran tirar el carro?

—¡Nooooooooooooooooooooooooo!

—¿Podríamos poner una clase de Catecismo para perros?

—¡Nooooooooooooooooooooooooo!

—¿Por qué no?

No hay respuesta.

—¿Por qué no?

No contestan.

—Porque no tienen alma, no tienen espíritu —se responde mi madre, escribiendo “alma” en el pizarrón. Encierra la palabra en un círculo.

No se emiten comentarios.

—Nosotros —prosigue mi madre—, además del cuerpo tenemos un alma, un espíritu. El cuerpo es lo que se ve, lo que se toca, lo que ocupa lugar. El espíritu no se ve, pero vive, comprende, quiere. Nosotros pensamos, entendemos, recordamos, queremos, porque tenemos alma, espíritu.

—Las cosas que no se ven no existen —dice, intrépidamente, la misma voz que respondió la diferencia entre la planta y el animal.

—Hay muchas cosas que existen y no las podemos ver, por ejemplo, la memoria, el miedo, la inteligencia, el cariño. Y esas cosas ni se ven ni se tocan porque son del alma, del espíritu.

—Pero la inteligencia se ve.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es la inteligencia? ¿Redonda?, ¿puntiaguda?, ¿amarilla?…

Algunos chicos se ríen, sobre todo los de la primera fila.

—Es amarilla y puntiaguda —respondo yo.

—¡Natalia! Voy a tener que ordenarte que vuelvas a casa.

—La inteligencia es amarilla y puntiaguda —repito.

—¡Natalia! Te veo en casa.

—Yo sé que la inteligencia es amarilla y puntiaguda.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo la viste?

—Nunca, pero me lo dijeron.

—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo dijo?

—Cristo.

—¡Natalia! Te veo en casa.

—Pensé que nunca te iba a volver a ver —susurra, abrazándome nuevamente.

—Ya, ya…

—Pensé que te ibas a ir para siempre, que ibas a estar muerta por ahí.

—Ya, ya…

—Recé mucho por ti. Mucho. Dios sabe que recé por ti.

—Ya, ya…

—Todas las noches decía mis oraciones con los ojos llenos de lágrimas y el Señor me…

—Ya, ya, mamá. Tranquila, no hagas el ridículo, como siempre.

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