Dani Umpi - Miss Tacuarembó

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Miss Tacuarembó: краткое содержание, описание и аннотация

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Miss Tacuarembó es la historia de Natalia, una joven que vive en la ciudad de provincias Tacuarembó, en Uruguay, pero que sueña con escapar de ese ambiente aburrido y opresivo.Cuando cree haberse librado para siempre de su pasado, de Tacuarembó y, especialmente, de su madre, toda la fauna de la ciudad reaparecerá en un carnaval pesadillesco, desopilante y melancólico en mitad de su nueva vida en Montevideo.Miss Tacuarembó es la historia de la infancia de los 80 y la juventud de los 90, de la televisión en color, las telenovelas, las coreografías y las canciones de
Flashdance, los walkie-talkies, la new age, las raves, los CDs; del mundo tal como lo conocimos, un minuto antes de internet.El amigo gay, el terapeuta, unas odiosas hermanas gemelas y la costumbre de clasificar todo mediante rankings son los compañeros de aventuras de Natalia en una novela entretenida y conmovedora, plagada de peripecias y narrada con gran precisión y frescura.

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El camarógrafo se empecina en tomar mi perfil derecho; debería mover mi rostro porque no me favorece, pero tenemos totalmente prohibido mirar la cámara. Ahora mi madre comienza a pedirme perdón por vigésima vez en lo que va de la tarde (ya me lo ha pedido unas setenta veces ante cámaras ayer y otras cincuenta en el hotel donde nos alojamos anoche, como ensayando para hoy). Aunque anteriormente nunca había experimentado esta situación, puedo afirmar que me siento un poco primitiva, un poco grosera. Por lo general siempre soy grosera, pero ahora más. Me siento muy grosera e introvertida, como haciendo girar una golosina demasiado dulce con la lengua. Mi madre también es grosera. Apuesto a que no sabe diferenciar el macramé del crochet. Me doy cuenta al observar los dedos enormes de sus manos, que evidencian su falta de tacto. Mi madre no me deja hablar; insaciable, apurada. Como si este encuentro fuera una especie de recompensa que debe aprender a administrar en tiempo récord y pasar a una prueba superior. Habla en tono de discusión, con una voz altísima y muletillas pueblerinas que yo había olvidado, llena de mañas verbales poco divertidas, poco predecibles para mí. No se agota, no puede aguantarse, no puede detener su monólogo. Por el momento intento acatar la situación. Dice las palabras como sin pronunciarlas, como si hasta el momento sólo hubiera usado su boca para morder, y al abrirla frente a su hija las palabras se desentumecieran después de años y se le escaparan despavoridas, por su cuenta, cual tentáculos descontrolados. Monstruoso. La miro fijo a los ojos, pero esa aparente atención es un simple acto evasivo para intimidarla, perturbarla un poquito, unos segunditos, desconcentrar sus emociones. Por suerte se dilatan mis pupilas. Vuelvo a mis adentros furiosa y me escapo al exterior radiante. “Yo también estoy feliz”, repito.

Todo el tiempo estuve pensando que había cometido un error grande en mi vida, pero no podía especificar cuál; todos son demasiado pequeños ante la enormidad de este bochorno televisado. Mi madre pide perdón nuevamente, se seca las lágrimas con su mano húmeda y trae a la mesa muchos recuerdos, muchas excusas con voz quebrada, mientras arruga una servilleta como si fuera papel higiénico. Casi no hablo, casi no la escucho. Las cámaras me inhiben. Mi madre me inhibe. No puedo parar de pestañear. Desde que estoy en esta situación estoy inhibida, no hago más que distraerme, aturdirme y evadir el momento. Es que Buenos Aires es tan linda. Le pregunto por los avances forestales en los campos tacuaremboenses.

Dieciséis

Mi madre habla de reconciliación y de recomenzar nuestra relación como si plantara chicles y germinaran.

Diecisiete

Para mi séptimo cumpleaños me regalaron un perfume Mujercitas que me duró dos veranos. Recuerdo el último capítulo de Vanessa con el halo dulce y almendrado de esa fragancia que nunca podía detenerse en mi piel. Mi pequeña fiesta comenzó más tarde de lo previsto, porque por nada del mundo podía perderme el desenlace. Fue un poco más grande que la fiesta del año anterior, con niños que yo conocía y podían regresar a sus casas a cualquier hora. En la misa de la mañana, el cura Costa pidió por mí y mi cumpleaños cuando todos estaban de pie.

No pude ver tranquila el final de Vanessa porque mi madre estaba histérica limpiando la sala, arrastrando las sillas de cármica de un lado a otro, secando el piso recién lavado con el turbo y ordenando los adornos de cerámica de la repisa sin ningún criterio. No recuerdo exactamente qué pasó, pero el perfume Mujercitas de entonces permanece en mi cerebro, reposando.

Lo que menos interesa de un teleteatro es el final.

La ayudé a cortar las pizzas.

Vanessa corría por la ciudad, en cámara lenta; sus rulos holgados se agitaban al compás de sus pasos y volvían a sus lugares como atraídos por un imán incrustado en el medio de su diminuto cerebro; giraba la cabeza hacia la cámara y nos sonreía con los labios apenas rosados, apenas abiertos, como cuando una está verdaderamente feliz. Continuaba corriendo como saltando al vacío, como trotando en la luna, como una alienígena desafiando la ley de gravedad en un territorio enemigo. Vanessa corría y yo quise correr como ella. Con las primeras amigas que llegaron a la fiesta comenzamos a correr por la vereda de casa cual Vanessa en su último capítulo. Mi madre nos miraba sonriente desde la ventana de la cocina, sosteniendo una jarra de jugo amarillo. Pensaba que jugábamos a los astronautas, pero no, todas éramos Vanessa corriendo en cámara lenta.

Llegó Carlos y se incorporó a nuestro juego. Nuestros cuerpos parecían pesar más que el de Vanessa y no lográbamos imitar exactamente aquel movimiento haragán, pausado y distendido; una vez que nuestros pies tocaban el suelo, permanecían inmóviles durante unas milésimas de segundo para dar otro paso. No era lo mismo. Parecíamos zombies borrachos bailando break-dance; éramos una versión patética de los primeros videos de Michael Jackson. El único que imitaba a Vanessa perfectamente era Carlos, que acompañaba cada paso con livianos ademanes femeninos. A mi madre no le gustó esa actitud de Carlos ante el vecindario risueño y nos ordenó que termináramos nuestro juego. Entramos. Lo primero que sirvió fue la pizza que yo había cortado.

Luego fuimos al patio. Jugamos un rato a hacer fotos de Parchís. Yo era Yolanda y Carlos era Tino. Fue un verdadero regalo de cumpleaños, pues Carlos siempre hacía de Yolanda y yo terminaba haciendo de Gema, o de alguno de aquellos rubios que nunca supe cómo se llamaban. No continuamos el juego porque sólo podíamos jugar cinco y el resto se aburría mirándonos. Pusimos un disco de Parchís y comenzamos a hacer coreografías con Carlos, pero dejamos de ser el centro de atención cuando llegaron las rubias gemelas, con sus dos trenzas duras y dos walkie-talkies . Eran de esos muy potentes que se escuchan perfectamente a cuadras de distancia.

—¡Miren lo que nos trajo nuestra madrina de Buenos Aires!

—Son dos teléfonos.

—Pero de verdad y sin cable. ¡Miren!

—Ponete más lejos… más… más…

—¡Hola! ¿Me escuchás, María Paula? Cambio.

—Sí, María Noel, te escucho. Cambio. ¿No son divinos?

—Sí —contestaron todos.

—No me gustan —contesté yo, furiosa. No podía ser que esas dos chilindrinas amaestradas arruinaran mi fiesta de esa manera, con un par de cachivaches japoneses. No me lo merecía. Quise echarlas, pero sabía que mi madre nunca echaría de nuestra casa a las hijas de una catequista.

—¿Dónde estás, María Paula? Cambio.

—Estoy en el cumpleaños de Natalia. Cambio.

Estúpidas.

Gracias a esos malditos aparatos y a esas malditas criaturas tuve un pésimo cumpleaños, del que mi memoria sólo rescata imágenes inconexas de Vanessa corriendo, respirando Mujercitas.

Dieciocho

—¿Estás segura de que querés unos así?

—Claro.

—Cristo no te los va a dar.

—Me los tiene que dar. No le pedí nada de cumpleaños y quiero ese regalo.

—Tu cumpleaños ya pasó. Tendrías que habérselo pedido antes. Aparte, a esos aparatos sólo los venden en Buenos Aires. Cristo no te los puede dar así como así, como si fuera los Reyes Magos.

—Yo quiero unos iguales a esos, Carlos, y Cristo me debe un regalo de cumpleaños. Yo me porté bien, vine todos los domingos a misa, fui todos los días a la escuela y pasé con una calificación genial. Ahora quiero mi regalo.

—¡Shhhh! —dijo mi madre desde el banco de al lado, junto a otras catequistas.

Tú has venido a la orilla

no has buscado a sabios ni a ricos

tan sólo quieres que yo te siga

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