—Bueno —grita una voz—, comienza el cuarto bloque. ¡Aplausos!
Vuelve a sonar nuevamente la música en el estudio, los focos vuelven a encandilarme y algunos vuelven a pararse en la tribuna. Mi madre ha vuelto a mi vida. Mi madre me avergüenza. Me siento como una japonesa nacida de una coreana.
—No te llevo más a mis clases de catequesis, Natalia. Molestás todo el tiempo.
—Y vos decís siempre lo mismo.
—¡No me contestes, atrevida! Siempre hacés lo mismo: molestar. Quién sabe lo que habrás hecho. Hoy vino la madre de Carlos a hablar conmigo.
—¿A hablar de qué?
—Cosas de madres. Quién sabe lo que habrás hecho. No quiere que Carlos juegue contigo, no quiere que se vean. Tenés tu dormitorio hecho un desastre… Dice que sos mala influencia para su hijo.
—Yo no hice nada.
—Acordate de arreglar tu ropero… No sé qué habrás hecho.
—Yo no hice nada.
—Tenés el ropero muy desarreglado. Todos tus vestidos están arrugados.
—Yo no hice nada.
—¡Cortala!
—Perdoname, linda, no es que me haya olvidado de grabarlo, sino que Enrique siempre graba las apariciones de Tortonese en el programa de Susana Giménez y se equivocó de cassette. Lo pasó por arriba.
—¡¿Cómo que lo pasó por arriba, Carlos?! Vos me estás mintiendo.
—No, no te estoy mintiendo, linda. No te podés imaginar cómo me siento. Me siento horrible. Te juro que no fue mi culpa. Lo grabé del principio al final, le saqué los cortes y todo. Fue Enrique. No se dio cuenta y…
—Vos me estás mintiendo.
—¡No! Fue Enrique. Ese estúpido. Creo que lo voy a dejar.
—Vos me estás mintiendo.
—Cortala. Te juro que no, por Cristo te juro que no.
—Sos estúpido. Dejar el videograbador en manos de Enrique…
Odio a Enrique. Ese chico es un inexistente que se cree ingenioso y divertido por el simple hecho de ser gay. Apuesto que en su cabeza, en lugar de cerebro, tiene Coca Cola sin gas. Si supiera defenderme lo provocaría.
—Sí, soy un estúpido, perdoname, linda.
—No te perdono nada. ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo justifico mi viaje en el trabajo?
—No sé, linda. Si querés yo voy y hablo con tu supervisora…
—Lo único que me faltaba.
—Me siento horrible, linda.
—¿Y yo? Bueno, voy a cortar porque se me termina la tarjeta, como es larga distancia los cómputos pasan volando. Estúpido… ¿Les diste de comer a Sofía, Dorothy, Rose y Blange?
—Sí, pero…
—¡Pero qué!
—Cuando vengas te explico.
—¡¿Qué hiciste, puto de mierda?!
—Creo que Dorothy se murió, linda.
—¡¿Cómo que creés?!
—Está flotando panza arriba entre los camalotes de plástico.
—Sacala inmediatamente porque va a infectar toda la pecera y se van a morir las otras. ¡Sos de terror! ¿Pagaste los gastos comunes? ¿Limpiaste la grasera? ¿No me llamó nadie? ¿No sabés si vino tu-tu-tu-tu-tu-tu-tu.
Estamos sentadas con mi madre en un bar de Recoleta. Un camarógrafo, un iluminador y un sonidista rodean nuestra mesa sin dejarle paso al mozo (un chico divino con un valiente tatuaje en el pulgar de su mano derecha). Desde la mañana mi visita a Buenos Aires se ha vuelto una especie de The Truman Show tercermundista, pero ahora me siento como en The Real World . Quise ponerme algo más formal, pero el vestido de algodón que traje estaba completamente arrugado en el fondo del bolso, así que me vine de jeans (la camisa también es de jean, de jean color crudo). El mozo me trae la sacarina que le pedí y me acaricia la mano con su dedo tatuado. Pide perdón susurrándome torpemente, pero yo sé que lo hizo a propósito. De repente se ha vuelto de noche. Todas las mesas tienen velas de miel encendidas menos la nuestra, porque al iluminador se le antojó que deben estar apagadas. Deberíamos mantener una conversación natural con mi madre pero, lógicamente, no puedo; me siento rígida, como una tabla de surf, como envuelta en papel vegetal, como si estuviese recién bronceada con un factor dos. El sonidista me pide que repita lo que acabo de decir. “Yo también estoy feliz”, grito sin quitarles los ojos a las lágrimas de mi madre emocionada.
El sonidista pide silencio y ordena a una chica de la producción que espante a un gato que anda en la vuelta, intentando devorar una paloma. El sonidista no es feo, pero el mozo es más lindo. Es el más lindo de todos. El ranking es el siguiente: 1º) el mozo, 2º) el sonidista, 3º) el iluminador (aunque es un poco veterano, pero bien conservado), 4º) el camarógrafo (está un poco gordito, es cierto, ¡pero es de simpático!), 5º) el yuppie de la mesa de al lado, con cara de sietemecino no desarrollado y cuerpo esculpido, que constantemente atiende llamadas a su celular, indignando a todo el equipo y sobre todo al sonidista. El yuppie lleva Davidoff, como el setenta por ciento de los yuppies y el cincuenta por ciento de los rubios. El camarógrafo no lleva perfume. El iluminador lleva CK One, un clásico no muy original que te vuelve un tanto neutral e impersonal en las multitudes (anula toda posibilidad de éxito y no te deja propenso a grandes oportunidades), pero que funciona muy bien en ambientes laborales tensos, porque no molesta. (Se nota a la legua que el que usa el iluminador es original y no un “nuestra alternativa a CK One”.) Igual es un perfume muy trillado y bastante vulgar. ¿Qué se puede esperar de una fragancia unisex cuya finalidad empresarial es que exista un frasco en cada hogar, perfumando a todos los miembros de la familia por igual? El sonidista lleva también uno de Calvin Klein, anterior al CK One: Escape. También es un perfume vulgar a esta altura. Pensé que ya nadie lo usaba. La gente se hartó rápidamente de él, aunque es muy recomendable para los morochos intensos como el sonidista. De todos modos creo que es demasiado dulce para su rostro y esta hora del día, más aun teniendo en cuenta que es una fragancia muy perdurable y que seguramente amanecerá sintiendo en su piel ese olor tan fuerte, como de insecticida. Pobre chico. El punto a favor que le da Escape es que acentúa su aspecto masculino y su virilidad, supuestamente. El mozo (y creo que por esa razón les gana a todos) lleva Jazz, de Yves Saint Laurent, que desde 1988 no ha sido superado dignamente por ningún otro perfume masculino. Jazz es el perfume masculino que más me excita. Aplicado en la piel correcta (abstenerse pelirrojos y personas con piel traslúcida) resulta sumamente sensual y seductor. Es un perfume urbano, un tanto nostálgico, para uso casual, inspirado en cabarets parisinos, que evoca la elegancia de antros subterráneos con mucha alcurnia. Una fragancia de conquista nocturna, ideal para bolichear, para salir a bailar sin hacer cortocircuito con ambientes tóxicos, llenos de humo y aire viciado. Una fragancia muy porteña. A los chicos jóvenes, siempre y cuando estén vestidos formalmente y peinados con cierta discreción, les da un aire de madurez, pues está ideado para personas de más de treinta y cinco. Da un toque bohemio e intelectual de clase media alta, una actitud bastante demodé pero siempre oportuna, porque escapa de la media. A los nerds puede darles un poco de onda, porque es el perfume ideal para charlas divagadas de chicos que usen camisas. También sirve para aquellos que son muy flaquitos y acomplejados, pues inspira seguridad y decisión. Jazz no desentona en la vida diaria porque no cansa, el envase es cómodo (bien diseñado en blanco y negro, evocando contrastes rítmicos, teclas de piano), y sirve para cualquier estación del año. Jazz es perfecto. Es, por lejos, el mejor perfume para un heterosexual soltero que busca pasión y excesos desenfrenados. Su presencia resulta embriagadora; primero sientes lavanda, bergamota, albahaca y anís; te acercas un poco más a su piel y te encuentras con geranios, claveles, canela; cuando lo tienes cerca de tus labios, sientes sándalo en tu nariz, ámbar, tonka y lo más lujurioso: cuero. ¡Por Dios! Ese chico sabe lo que tiene puesto, porque eligió Jazz y no Live Jazz, como inconscientemente lo hacen muchos. Live Jazz es una fragancia nefasta. La única decepción que ha creado Yves Saint Laurent, supuestamente para celebrar el décimo aniversario de Jazz. No es lo mismo y no lo supera. Jazz es un perfume firme, persistente, pero Live Jazz es livianísimo, casi etéreo. Jazz es la Biblia para el hombre y Live Jazz es simplemente autoayuda, algo para sobrellevar la mediocridad. El mozo entra en la cocina y me mira tras la puerta de vidrio. Sabe perfectamente lo que estoy pensando.
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