Al levantarme del suelo me clavé en mi mano las rugosas tapas de un libro rojizo, viejo y deteriorado. Abrí la primera página. «DIARIO SIN NOMBRE», ponía. La letra era elegante pero antigua, retorcida al inicio y final de cada palabra, como dando mayor importancia al estilo que a su propio contenido. La tinta estaba ya algo deteriorada, pero aun así se podía leer lo escrito en aquellas ajadas hojas. No me detuve a leer nada más, me llevé el libro consigo y marché corriendo a mi casa. Pero por el camino mi grupo de amigos me llamó, así que abandoné aquel tesoro en el escritorio de mi habitación y hasta hoy ya no volví a encontrarlo. Como por arte de magia, cuando regresé este ya no se encontraba donde lo había dejado. Lo busqué durante horas por cada armario y cada estantería, pregunté a mi madre por si lo había visto, pero al fin di mi búsqueda por perdida y a mis quince años decidí pensar en otras cosas que en aquella época me hacían soñar e ilusionarme por las noches. Hoy comprendo que en aquel momento no estaba preparado para leer este libro enigmático, extraño, olvidado y sin autor conocido. De nuevo, como por arte de magia, esta mañana en un escondido cajón, ese libro rojizo ha vuelto a aparecer en mis manos y es cuando me doy cuenta de que lo encontré cien años después de que alguien decidiera escribir aquellas líneas.
II 
Sábado, 16 de septiembre de 1911
Hoy he dormido a la luz de la luna, sintiendo la suave arena sobre mi cuerpo. Me he adentrado por las calles de Málaga. En la calle principal, una calle ancha con edificios que se asemejan a palacetes como en los que yo me crie, hasta que terminé viviendo en una vieja casa plagada de ratones de uno de los barrios más pobres de Belfast, en esa calle cada farola lleva en su copa flores rojas que la adornan. En este lujoso y elegante lugar hay un hotel llamado Hotel Inglés, ello me recuerda a mi tierra. A pesar de que, gracias a mi madre, experta en idiomas, hablo cuatro lenguas, siempre echo de menos mi lugar de origen, mi idioma, mis costumbres. Los vendedores de biznagas cantan versos y canciones que enaltecen el amor hacia una mujer, con el fin de que algún joven enamorado le regale ese ramo de jazmines a alguna señorita.
Y entonces la he visto pasar. Es una joven elegante, aprecio que no es de familia humilde, sus manos son delicadas, finas, parece algo seria; sin embargo, algún recuerdo de su memoria le ha hecho sonreír. Tiene una sonrisa perfecta. Es morena, de ojos negros y profundos. En ese instante he quedado admirado ante su belleza, pero pronto he apartado mi mirada. Quizás en otros tiempos podría haberme acercado a ella, pero ahora como preso fugado que soy no puedo hacer más que continuar huyendo.
Con el poco dinero que me queda he decidido alquilar una habitación en el Hotel Inglés. Estas vistas hacia la calle principal con ese intenso trasiego de la gente me hacen olvidarme por unas horas de mi triste historia, imaginando los pensamientos de todo el que pasa por debajo de mi ventana.
Ahora, después de ocho años he empezado a trabajar como ingeniero en el puerto. Me siento tan afortunado de poder contemplar tan de cerca la carga y descarga de buques que ahora sí que me encuentro preparado para leer las líneas que me estaban esperando. Un irlandés fugitivo es el protagonista de esta historia. Un irlandés fugitivo sin nombre y sin rostro, pero con una vida que contar.
La jornada para mí ha terminado en el puerto; sin embargo, el resto de los estibadores continúan ordenando las mercancías para el día siguiente. Se dirigen de un almacén a otro en la oscuridad de la noche, llevando en aquellos contenedores ilusiones de algún niño que espera un juguete con el que sueña o algo tan simple y necesario para sobrevivir cada día. La verdad es que siempre, desde niño, me han impresionado esos gigantescos buques venidos desde los viejos mares con algo que se espera con ansias en la otra punta del mundo o aquellos que zarpan desde estas tierras con algo tan nuestro y que luego lo tendrán en sus manos gentes a las que no puedo ponerles ni rostro ni nombre ni siquiera voz.
¿Quién sería ese irlandés y por qué dejó este diario olvidado entre las blancas rocas de La Farola del Mar?
III 
Domingo, 17 de septiembre de 1911
No sé muy bien qué es lo que hago aquí. Málaga es mágica, embruja el corazón de quien pasea por sus calles y, sobre todo, por su puerto. Esas vistas al mar me dicen que voy a la deriva. La Farola, como los malagueños llaman al faro, me parece el palacio más fascinante de todos los que he podido conocer.
Pronto se me acabará el dinero y tengo dos opciones, robar otro pequeño barco y marchar hacia un nuevo lugar o conseguir echar raíces en esta ciudad. Pero ¿quién me va a ayudar a mí? Un irlandés prófugo y sin nada que aportar. No tengo ganas de seguir escribiendo líneas, no sirven de nada. ¿Acaso alguien las leerá dentro de cien años?
Me decepciona la forma de hablar de este protagonista. Se siente tan hundido, sin ilusiones. Todavía no sé cuál fue su delito y, sin embargo, no es ello lo que me importa, sino por qué escondió este libro en el faro, hacia dónde marchó. Tengo el presentimiento de que la historia de los estibadores está unida a la suya.
IV 
Lunes, 18 de septiembre de 1911
Hoy es el último día que escribiré en este diario y lo haré simplemente para que, si en un futuro alguien lo encuentra, al igual que yo lo hice, sepa cuál fue mi historia y el delito que cometí. Pero siento que ya no existe motivo para que continúe escribiendo palabras sin sentido en estos folios. Los días son cada vez más monótonos y yo no encuentro el rumbo de mi vida.
Con dieciséis años abandoné el sueño de ir a la prestigiosa Universidad de Belfast y no tuve mayor opción que entrar a trabajar en los astilleros Harland and Wolff. Las condiciones de trabajo allí eran desagradables y duras. Yo ya no sentía lástima de mí, sino de los niños que no habían tenido la oportunidad de ir a la escuela, me acostumbré a verlos por allí deambular, llevando a sus espaldas tablones de madera más pesados que sus propios cuerpos y a cambio no tenían ni para comprarse una bolsa de caramelos. El poco dinero que ganaban habían de compartirlo con el resto de su familia y con hermanos mucho más pequeños que ellos.
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