—Para mi gusto es algo que está demasiado fuerte —comentó Teon—. Pero endulzándolo lo suficiente…
Harod supo que Téondil se prepararía todas las mañanas un zumo, y puede que también por la tarde. Era una actitud que no podía remediar.
—Entonces tal vez esconda el azúcar.
—Escondedlo en el mismo sitio que el aceite…
Aquello dejó mudo al capitán, con el gesto torcido y los labios fruncidos, aunque no parecía molesto. «Parece imposible hacerlo enfurecer». La primera impresión que tuvo fue la de un tipo excesivamente condescendiente y forzadamente risueño, pero el tiempo pasaba y Hop siempre se mostraba igual de sonriente. Era un tipo optimista y aunque su barcaza fuera vieja, la mantenía limpia, mucho más que las casas o la posada en la que pernoctaron en Bollvos. Y aunque ahora su rostro se había constreñido debido a la pulla de Téondil, no lo hicieron sus ojos, azules y cristalinos, enmarcados ahora por el ligero brote rosado de sus pómulos.
—Eso… Eso es exclusivamente para él —confesó al mirar nuevamente hacia Karadian—. El aceite de oliva es extremadamente caro, imposible de comprar si no es por encargo directamente con el productor, o en Saha. Ni un cuarto de litro he podido… sacar de la barrica que iba para Haivind. Si se enteran soy hombre muerto, pero él paga muy bien, demasiado, así que vale la pena correr el riesgo.
—No es tan caro —anotó esta vez Harod.
—¿No? ¿De dónde sois? —preguntó, intercalando y afinando su perspicaz mirada sobre ellos—. De Wahl, seguro. Debéis saber que el noventa por ciento del aceite de oliva que sube por el Ímara se queda en Kronh. Es caro y los Bearlam pagan bien. Y a todo el mundo le gusta comerciar en su puerto, limpio y ordenado como pocos. Y seguro, muy seguro. Cuando atracas allí sabes que ni te van a robar ni te van a estafar. Y del otro diez por ciento… Casi todo va a Wahl, al palacio del rey Fáranther II… —dijo, forzando claramente una pausa para ver qué respondían. Pero ninguno abrió la boca—. Bueno, y algún resto se queda en Andilia, y en Haivind, que paga la barrica a precio de oro… —Siguieron en silencio, deseando Harod que Téondil no abriera la boca para no meter la pata—. Es… extraño. Siempre viaja solo —anotó mirando de nuevo al mago—, y vosotros no sois de Haivind, eso se huele a las leguas…
—Nuestros asuntos con… el señor Karadian —puntualizó Harod al mencionar así al mago—, son privados y, en todo caso, debería ser él quien debiera informaros si lo creyera oportuno —matizó, esperando que Téondil no abriera la boca y metiera la pata, bien hablando de más o bien torciendo la amistosa relación que habían mantenido con el capitán hasta el momento.
—Bien, sí. Es correcto. Desde luego los asuntos del señor Karadian son importantes y privados, y estoy de acuerdo en que él debe ser quien hable de ellos, en caso de desear hacerlo. No era mi intención inmiscuirme de más, era vana y simple curiosidad. No pensé que saber de dónde erais fuera un tema tan… privado. No os preocupéis, no volveré a preguntaros por ello.
—¡Agh! —espetó Teon tras un largo silencio—. Se ha enrarecido un poco esto, con la conversación tan divertida que estábamos manteniendo… Capitán, retomemos la senda de la risa, estábamos echando un buen rato bajo este agradable y soleado día. Antes mencionasteis que tenía manías —dijo Teon divisando a Karadian—. Así, en plural. Además del zumo de naranja, y del secreto aceite de oliva, que no tocaremos, doy mi palabra, ¿qué otras cosillas podría contarnos sobre él? Hace poco que lo conocemos y siempre está muy serio, nos gustaría sacarle alguna sonrisa.
—No es un tipo serio, sus motivos tendrá para estar así delante de vosotros —respondió Hop—. Y sus manías… Son cosa suya, privada, algo que no me corresponde a mí cuchichear y que debe ser él quien hable de ellas. Señores, tengo que volver al tajo —concluyó levantándose, plegando e introduciendo la silla en el arcón, desapareciendo en silencio escalera abajo.
—Saha… —musitó Taria al divisarla en la lejanía, aunque Harod miró y no vio nada. Aún no se había acostumbrado a la inferioridad de su vista respecto a la de la elfa. En Wahl era un detalle que le había pasado casi desapercibido debido a que los edificios cerraban el horizonte visual, haciendo que la vista de un humano pudiera alcanzar a verlo prácticamente todo. Por supuesto, Taria había hecho gala de su portentosa vista, pero allí se centraba más en los detalles, en distinguir un pájaro en el cielo que para él solo era un borrón, ver claramente el rostro de una persona que se hallaba en la otra punta de la avenida… Cosas cotidianas que, ahora con tanto campo de visión, comprobaba que resultaban minucias con el alarde que la elfa exhibía desde la terraza del barco.
Efectivamente, no se equivocaba la elfa, a pesar de no haber estado nunca en Saha, como bien había aclarado un par de veces. Habían sido jornadas muy largas bajando el Ímara, y especialmente silenciosas desde que tuvieron aquella desafortunada conversación con el capitán.
—¿Para qué es esta cola? —preguntó Teon desde la proa, donde se habían juntado los cuatro.
—Es el punto de control —informó Karadian—. Aquí adjudican y cobran el embarcadero, si no sería un caos. ¿Nunca habíais salido de Wahl?
—No, nunca —respondió Harod.
—¡Hopaniro! —esgrimió el tipo que se hallaba junto al atril. El capitán bajó del barco para situarse ante aquel hombre, de porte recio, diríase que militar. Harod echó una ojeada al pequeño dique en el que se habían posado. Unos metros más allá del río se levantaba un alto muro de bloques de piedra gris, a cuya cúspide se accedía por sendas escalinatas que ascendían tanto a derecha como a izquierda del amarre. Allí abajo, junto al que llevaba el control, había un par de guardias lanceros con sendas espadas cortas a la cintura, provistos de armaduras de cuero marrón. También había otra pareja de guardias en cada parte superior de ambas escaleras, y otra pareja más en el centro, justo sobre Hopaniro y el puesto de control. A esos solos se les veía de cintura para arriba, pero se les podía ver un arco a cada uno colgado a la espalda. Cada uno tenía un pequeño fuego a su lado, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Vio al capitán entregar un saquito, el peaje supuso, y después al controlador apuntar algo en el atril, donde imaginó que tendría un libro de registro. El hombre cogió la bolsita del pago y la metió en una cajita que parecía de madera, donde también pareció meter un papelillo. Después abrió el arcón que tenía a su lado y depositó allí la cajita. Intercambiaron unas palabras, no demasiadas, y Hopaniro regresó a la barcaza.
—¡Dársena catorce! —gritó Hop.
—¿Dónde están esos barcos tan grandes como los que hemos visto remontar el río? —preguntó Teon.
—En el puerto de mar —respondió Hop—. Aquí atracan los pequeños y los que nos dedicamos solo al río —aclaró, mientras los marineros amarraban la barcaza en la dársena que les habían adjudicado—. Me gusta la catorce. —Oyó musitar al capitán.
Era por la tarde, pero la actividad del puerto fluvial era alta. No podía ser de otro modo con la ingente cantidad de barcos que allí había atracados, por lo que debían caminar con cuidado para no llevarse a nadie por delante con los caballos, a los que llevaban tirando de las cinchas. Al despedirse, Hopaniro les había advertido que no podrían subirse a ellos, pues estaba prohibido por precaución, y en la medida de lo posible, que marcharan hechos una piña. A decir verdad, a Harod lo último que le apetecía era subirse al caballo. Tras tantos días embarcado, sus piernas deseaban moverse y caminar todo lo que fuera posible.
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