F. J. Medina - La balada del marionetista II

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Harod y Téondil se ven envueltos en una inesperada misión tras su desconcertante encuentro con Xáinvier: hacer llegar una importante misiva al líder de los airins. Se adentrarán en ese misterioso y desconocido lugar sin ser conscientes del gran y terrorífico poder que envuelve la carta y con la que sienten, abrumados, que el destino del mundo está en sus manos. Mientras Lékar comienza a dudar de su papel en el asedio tras las rencillas que surgen con la llegada de los reyes, en el interior de Álanor, Iva tendrá que lidiar con el dolor del desprecio, las mentiras y las ocultaciones de su fragmentada familia. En Wahl, la Sombra ha colocado a Kréinhod ante una inquietante encrucijada, pues su repentina marcha por resolver ese misterio le lleva a un destino tan incierto como a su reino, el cual queda sumido en una sucesión de extraños enfrentamientos, traiciones y muertes.

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—¡No pienso dejar que me atraquen unos bandidos de tres al cuarto! —gritó enfurecido Karadian.

—Taria…

—Yo tampoco, Harod. Yo tampoco voy a dejar que esos me humillen…

—Pero… Espera, lo mismo podemos solucionarlo sin matar a nadie.

Taria le profesó una mirada acerada que lo penetró hasta la nuca. No necesitó esgrimir palabras para hacerle ver que se equivocaba, pero que le daría la oportunidad de comprobar el error en el que estaba cayendo. Sus ojos azules parecían decirle que necesitaba aprender una lección. Los jinetes los alcanzaron, quedándose en línea ante ellos, mostrando su superioridad numérica. Eran cuatro los arqueros que los apuntaban, tres arcos y una pequeña ballesta. Harod se fijó en aquel que le apuntaba, un tipo con la piel tan negra como el carbón. Vestía de forma casi idéntica a él, con un ajustado pantalón negro y una blusa blanca, pero esta más estrecha que la que él usaba. Después ojeó al resto, advirtiendo que cada cual vestía como le daba en gana. Unos con pantalones ceñidos y otros con pantalones exageradamente anchos, blusas de diversos tallajes y colores, otros ataviados tan solo con chalecos que llevaban abiertos enseñando el torso, y gorros de lo más variopintos. Altos, grandes, de ala corta o ancha… «Sí que tienen pinta de bandidos». Quien apuntaba a la capitana llevaba uno rojo, redondo, de ala ancha y con un cono muy alto encima. También se fijó en el de la ballesta, uno de los dos que apuntaban al mago. Era un tipo muy grueso, aunque no mostraba reparos en enseñar su prominente y redonda barriga.

—¿Qué…? —musitó al vislumbrar amenazante la punta de la soga de Karadian, del mismo modo que una cobra lo haría.

—¿Crees que un numerito con una cuerda va a asustarnos? ¡Tú eres ese que dicen que es un brujo! —exclamó con voz aguda el forajido que estaba justo en el centro. Era un tipo bajito y enclenque, con una camisola verde esmeralda, con las mangas por los codos, tres o cuatro tallas más grande de la que le correspondería—. Entras y sales de la ciudad como te viene en gana, te paseas por ella mirándonos a los demás desde arriba, como si fueras mejor que nosotros, pero en realidad eres un ladrón como cualquiera, solo que embrujas para fabricar dinero y piedras valiosas —anotó con perspicacia—. Te he visto sacar rubíes, zafiros y esmeraldas de ese saquito que llevas escondido en tu bolsillo derecho, ese que no se ve apenas… Y seguro que también llevas diamantes, en ese o en otro bolsillo. Apuesto a que tienes unos cuantos bolsillos escondidos en ese abrigo. Con el calor que hace… Deberías estar cociéndote vivo, pero siempre lo llevas, incluso cuando el sol se pone encima y los demás casi que tenemos que refugiarnos para que no nos queme vivos…

—Lo que vista o lleve en mis bolsillos no es asunto vuestro —informó Karadian con su grave y autoritaria voz, mostrándose extraordinariamente sereno a pesar de la situación—. Diría que sois del gremio de ladrones, del clan Asmith, apuesto yo… Tengo un salvoconducto del clan Haziz que…

—¡A la mierda el puto clan Haziz! —espetó el pequeño bandido, interrumpiéndolo al mismo tiempo que lanzaba un asqueroso gargajo al suelo, a su derecha. Los otros ocho lo imitaron al escupir sonoros y repugnantes gargajos, mostrando así lo que aquel nombre les aborrecía. A Harod le pareció una actitud altamente repulsiva—. ¡Ahora no estamos en la ciudad, ese papel y un mojón de caballo son lo mismo! Deja de hacer chorradas con la soga y quítate ese abrigo tuyo. ¡Y bajad del caballo si no queréis quedar ensartados como pinchos de puerco a la brasa!

Fue entonces cuando Karadian transformó la cuerda que mostraba delante de su caballo, la que manejaba con su mano derecha. La soga negra mutó hasta convertirse en un férreo cordón de acero el cual culminaba en una gran punta triangular, similar a la de una flecha. Se oyó un murmullo de asombro entre los forajidos, y algunos incluso recularon un paso atrás.

—¡No asustas a nadie con esos truquitos de brujo!

—¡Mago! Soy mago, no brujo.

—¿Está de guasa? —preguntó el bandido a sus acompañantes tras recuperarse de unos instantes de perplejidad—. ¿Te ríes de nosotros? ¿Crees que esa cuerda tuya vuela más rápido que una flecha? ¿Crees que…?

La cuerda voló impaciente y con su punta triangular atravesó estrepitosamente el gaznate del seboso ballestero mientras la otra, la que el mago había desplegado bajo tierra y que hizo emerger a espaldas del arquero que también le amenazaba, se cerró alrededor de su cuello, levantándolo en el aire. Casi al mismo tiempo, la elfa fue la siguiente en reaccionar. Ladeó su disparo para clavarse en el brazo del arquero que le apuntaba a él. Harod la miró instintivamente, buscando preguntarle por qué no había lanzado su flecha al que a ella la amenazaba. Una flecha surcó el aire ante sus ojos. Taria la esquivó echándose a un lado, y tras mirarle brevemente, él recordó que la única misión de ella era protegerle. La capitana armó una nueva saeta y la insertó en la clavícula del arquero que quedaba.

—No necesito que me protejas —profirió Harod, blandiendo la espada y haciendo avanzar su caballo.

La algarabía que se había montado lo embriagó hasta llegar a chocar su espada con la del oponente que se hallaba en ese extremo. Tenía una espada curvada, más ancha por la punta que por el mango, y un chaleco rosa abrochado que parecía hecho de seda. Intercambió varios sablazos con él, sencillos e irremediablemente previsibles. No tardó en percatarse de ello. «Son ladrones… No hay comparación». Estaba más que acostumbrado a medirse con su padre, Kréinhod Thunderlam, general de Wahl. También con Werden, el capitán que lo examinó y al que estuvo a punto de doblegar. Y con Hallson, Bállindher, Céllengord, también incluso con Taria y otros sargentos bien adiestrados con la espada y la lanza, porque Harod también era un formidable lancero. A los thargros los combatían preferentemente de ese modo, guardando la distancia siempre que se pudiera ya que eran grandes como gigantes y de un zarpazo descuartizaban al más fuerte de los humanos.

Harod lanzó una frenética oleada a la que su rival no pudo hacer frente. En pocos espadazos lo llevó a donde quería, a mostrarle el cuerpo vendido ante su filo. Tras el breve e intenso intercambio de diestras, realizó una fugaz finta a la izquierda y describió con su hoja una curva de modo tan veloz que el bandido no pudo reaccionar a ella. En lugar de chocarla de frente la rechazó por fuera, obligándolo a bajar la espada hacia el caballo, dejándole libre el camino para la estocada. «Ya es mío». Pero dudó, aunque no fuera esa su intención. Solía pasarle cada vez que se enfrentaba a alguien al que solía doblegar con frecuencia, para no hacerle daño, aunque portasen espadas de prácticas. El tajo acertó a rasgar el hombro derecho del individuo, pero su intención primaria había sido la de atravesárselo. «Joder» se lamentó al darse cuenta de su fallo. El bandido no había llegado a soltar la espada y levantó el brazo para contraatacar, propiciando así su reacción. Salió del breve ensimismamiento y de forma instintiva deslizó su hoja hacia abajo, cortándole media mano y, esta vez sí, desarmándolo.

No conforme con el duelo a caballo, puesto que no estaba habituado a ello, descendió del suyo. Echó una fugaz ojeada, justo para vislumbrar cómo la punta de la cuerda de acero de Karadian se incrustaba en el ojo del enclenque líder de la banda, traspasándole el cráneo al verla salir por la nuca. No pudo horrorizarse más, ya que por el rabillo del ojo vio cómo por su izquierda se acercaba un equino. El bandido se había ladeado con la intención de rebanarle con su hoja corta, pero lo vio a tiempo y se preparó para ello. Agarró con todas sus fuerzas, con ambas manos, el mango de su espada y la alzó sobre su cabeza. Le salió así, sin pensarlo. Fijó la mirada en el filo que se avecinaba a cortar su cabellera y lo chocó. Pudo sentir la vibración surgida del violento golpe en todo su cuerpo, pero surtió efecto. Él estaba bien anclado al suelo, equilibrado y con sus músculos tensados a más no poder, aferrando su hoja con ambas manos. El estruendoso choque desestabilizó al jinete, al que arrebató la espada con el golpetazo. Cayó al suelo de mala manera, pues quedó tumbado y retorciéndose de dolor tras el crujido de sus huesos al estamparse contra la tierra. «Uno menos».

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