Mar Picó Seijo - Fadila

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Fadila – En el año mil cuatrocientos setenta, DGC, en el emirato de Khalea, el emir Al-Xec se dispone a tomar a su sexta esposa, la joven y virtuosa pintora Aelawni, en el trascurso de unas fastuosas celebraciones. Lo que nadie sospecha en ese instante es el secreto que rodea a la bella pretendiente, una muchacha cuyo origen está lejos del que todos imaginan… Mientras tanto, la Pantera Habif, consejero del emir, planea hacerse con el poder a través de métodos oscuros que trascienden toda lógica y moralidad. «Fadila» es una novela de intrigas, traiciones y disputas ubicada en un imaginario reino oriental donde la maldad y el despotismo se imponen a los buenos sentimientos que anidan en los corazones más puros.

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La silenciosa e introvertida Ghaala lideraba la comitiva, con sus ojos profundos como la noche; seguida por la encantadora Aurella, una muchachita dulce y dicharachera, cuya presencia alegraba hasta el más frío de los corazones. Y luego estaba la nueva.

De reojo, Shaf’ardha examinó a la recién llegada. Sin sus ropas de gala y adornos, le parecía una muchacha de lo más corriente, e incluso (aunque jamás lo diría en público) algo vulgar.

Era más bien baja, y no tenía una silueta fina y elegante; sino una constitución casi masculina, de espaldas anchas y piernas musculadas. Su piel no era suave y delicada como la del resto de esposas, sino más bien lo contrario: estaba tostada por el sol, como la del mendigo más vulgar, y los ojos agudos de Shaf descubrieron en ella numerosas cicatrices y asperezas, que los tatuajes dorados no lograban ocultar. Sus ojos eran de un común y aburrido marrón oscuro, al igual que su pelo; que no tenía nada que hacer frente a la ardiente melena rojiza de Aurella, o la fina cascada de platino que coronaba la cabeza de Sylah.

—Esto es la lavandería —dijo la dulce Aurella, hablándole a la nueva—. No vas a venir aquí a menudo…, de hecho, no vas a venir nunca. Es un espacio solo para el servicio. Tú simplemente debes dejar la ropa sucia a los pies de tu cama, y ellos mismos se encargarán de recogerla, lavarla, y devolverla limpia y doblada a tu dormitorio.

—De acuerdo —dijo la nueva.

—Vamos, te mostraremos ahora las cocinas. No están muy lejos de aquí…

Ya estaban volviéndose para marcharse, cuando Shaf’ardha vio su oportunidad:

—¡Adoración! —las llamó. Las chicas la miraron.

—Shaf’ardha. —Aurella sonrió, mientras la mujer se acercaba atropelladamente—. ¿Conoces ya a nuestra nueva hermana, Aelawni?

—Es un honor, Adoración. —Shaf se arrodilló frente a ellas, tomando y besando la mano de la muchacha nueva. El breve instante de contacto fue suficiente para que Shaf detectara la aspereza de su piel, los callos en sus dedos y las fracturas en sus uñas descuidadas. La chica retiró la mano rápidamente, aunque le dirigió después una tímida sonrisa nerviosa.

—Esta es Shaf’ardha —explicó Aurella—. Su fidelidad a la familia emiral no tiene límite: lleva prestando sus servicios en el palacio desde que el padre de nuestro querido esposo era tan solo un niño.

—Lo vi nacer, Adoración —apuntó Shaf’ardha, inclinando la cabeza.

—Realmente es… —replicó la nueva— admirable.

—Vigila con ella, hermana —rio Aurella—. Que no te engañen las apariencias. Shaf es la sirvienta más leal que encontrarás en todo el reino; pero si tienes algún secreto…, unos días a su lado, y dejará de serlo.

La nueva esposa no se unió a las risas de Ghaala y Aurella.

Durante el resto del día, Shaf emprendió la misión de mantener un ojo echado en todo momento a la nueva esposa. No sabía el qué, pero había algo en ella que la hacía desconfiar especialmente. Y el instinto veterano de Shaf raras veces se equivocaba.

Se dedicó a barrer el suelo de palacio, siempre a una distancia prudente, suficiente como para no llamar la atención de las esposas que paseaban; pero suficiente también para escuchar lo que decían. Aurella parloteaba alegremente, señalando y explicando cada rincón a la recién llegada. Ghaala, discreta, las acompañaba sin apenas decir palabra; mientras, el cachorro de pantera de las arenas (la nueva lo había bautizado como Namur ), las seguía a todas partes, jugando y lamiendo sus tobillos.

A eso del mediodía, decidieron detenerse a descansar, resguardándose del sol implacable bajo la sombra de uno de los exóticos árboles occidentales del jardín Norte.

—¿De dónde decías que venías? —preguntó Aurella a la nueva. Shaf’ardha, fingiendo que podaba un arbusto cercano, aguzó el oído.

—Bueno —la nueva titubeaba—, de un lugar muy lejano. Dudo que jamás hayáis oído hablar de él. Allí elaboran estas sedas —apuntó, refiriéndose a sus ropajes coloreados.

—Ciertamente, son exquisitas —dijo Ghaala, cordial.

—¡Sí! —asintió Aurella—. Algún día debes prestárnoslas.

—¿Os gustan? —La nueva parecía ilusionada—. ¡Tengo muchísimas! Os puedo regalar todas las que queráis.

—¿Qué tal si las compartimos? —propuso Aurella—. Tú también puedes ponerte mi ropa; y estoy segura de que a Ghaala tampoco le importará.

—Ahora que somos hermanas, deberíamos compartirlo todo —corroboró Ghaala.

—Será un verdadero placer. —La nueva sonreía.

—Por cierto —dijo Aurella—, ¿cómo dices que se llama el lugar de dónde vienes? Tanto hablar de sedas, me temo que se nos ha ido la cabeza…

—Oh. Eh…

—¡Bellas esposas!

Las muchachas se volvieron. El emir se acercaba a ellas, cruzando el jardín. Shaf’ardha arrugó la nariz al comprobar que, como era habitual, lo acompañaba su fiel Pantera, el lánguido Habif.

No le gustaba aquel hombre. Desde que Habif se incorporó al servicio del emir en su cargo de Pantera quince años atrás, Shaf no había podido averiguar nada acerca de su persona. Sus orígenes, sus motivaciones… después de quince años seguían siendo un completo y absoluto misterio para Shaf; y aquello la irritaba profundamente. Cualquier otra persona habría sucumbido tarde o temprano a su mente curiosa; pero Habif… Habif era diferente. Todo el tiempo que no pasaba encerrado en su biblioteca privada lo dedicaba a ser la sombra del emir: una presencia discreta y constante, que susurraba cosas a su oído mientras escrutaba a su alrededor con aquellos ojos amarillos, que nunca descansaban… Tal vez fuera precisamente aquello, aquellos ojos, los que causaban a Shaf’ardha un escalofrío en toda su espina, cada vez que se cruzaban con los suyos, obligándola a apartar la mirada. Había algo extraño en aquel hombre, algo en aquellos ojos que le decía al instinto de Shaf’ardha que era mejor dejarlo estar, que más le valía dedicarse a otros asuntos. Y, durante quince años, eso es exactamente lo que había hecho Shaf.

—Estimadísimo marido —saludó Aurella, cordial como siempre—. ¿A qué se debe el honor de su presencia?

—Paseaba por los jardines, debatiendo con la Pantera algunos asuntos económicos que sin duda os aburrirían —replicó el viejo—. Cuando mis ojos han contemplado la imagen de vuestras tres bellezas juntas, no he podido resistir la tentación de acercarme. Veo que os estáis llevando bien.

—De maravilla —afirmó Aurella, con una sonrisa encantadora—. Le estábamos enseñando a nuestra nueva hermana lo que será su hogar a partir de ahora.

—Y bien, Aelawni… —El emir miró a la nueva—. ¿Qué me dices? ¿Te gusta tu nuevo hogar?

—Mucho, mi querido esposo. Tengo la sensación de que seré muy feliz aquí.

—Maravilloso —repuso el hombre.

—Bella Aelawni —intervino Habif. Sus ojos amarillos la miraban sin pestañear—. Hemos oído hablar de vuestras extraordinarias dotes artísticas. Nuestros ojos indignos han tenido el inmenso privilegio de ser testigos del resultado de ellas: ¡qué pinturas tan magníficas, sí señor…! Mas, un humilde servidor se preguntaba si no sería demasiado pedir una demostración de tal habilidad, en vivo.

La sonrisa de la muchacha se desvaneció.

—¿A-ahora? —tartamudeó.

—¡Sí, ahora! —De pronto, el emir parecía entusiasmado—. ¡Qué buena idea! ¡Pinta para nosotros!

—Pe-pero, Adoración…, ahora no dispongo de lienzo, ni material…

—Llamaremos a los criados —repuso Habif—. En unos instantes traerán aquí todo lo que precises.

—Pero, señor… —La chica estaba pálida—. Ahora, así… No puedo pintar, así, sin más. Necesito espacio, inspiración…

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