Tomándola de la mano, un hombre alto de ojos grises que debía de ser su hermano, o tal vez su primo, dedicaba una amplia sonrisa de dientes amarillos a todo aquel que lo miraba, observando deleitado a su alrededor. Era delgado, y a pesar del vello facial que cubría su barbilla y parte de su rostro, no debía de sobrepasar los veinticinco años. Un par de mechones rizados color pajizo se escapaban por debajo del turbante blanco con el que había tratado de envolver su cabeza, del mismo color que su vestimenta: una túnica demasiado corta que dejaba entrever a cada paso que daba un par de pies grandes enfundados en gastadas babuchas color crema. Cada zancada que daban sus piernas largas suponía tres pasos para la muchacha, en cuyo rostro se denotaba el esfuerzo por seguir el ritmo de su acompañante. Casi sin aliento, llegó a los pies del altar, al que subió de un salto, antes de que su prometido pudiera tenderle una mano para ayudarla. La novia se situó frente al emir, y el sacerdote se aclaró la garganta. La música cesó de inmediato.
—Nos hallamos aquí reunidos —comenzó el sacerdote, solemne—, en este día radiante, para celebrar la unión de dos almas que, bajo el sagrado pacto de matrimonio, volarán como una sola…
La novia parecía estar a punto de vomitar. Pálida e inmóvil como una estatua de mármol, evitaba la mirada del que en breves momentos se convertiría en su marido, para clavarla en el suelo. Kahir podía percibir las perlas de sudor frío que habían aparecido sobre su frente. Había visto aquella expresión incontables veces antes, en los rostros de sus tías, primas, hermanas y vecinas: decenas de mujeres jóvenes, cuyas familias las obligaban a casarse con un completo desconocido de mucha más edad y a quien no habían conocido hasta el mismo día de la ceremonia.
Siempre se había hecho así, pero Kahir no podía evitar sentir lástima por ellas cada vez.
De pronto, la chica estaba hablando:
—Yo, Aelawni del linaje Laithia —recitó con voz temblorosa—, heredera primogénita de mi familia, me ofrezco a ti, Al-Xec del linaje emiral de Khalea, en matrimonio y de acuerdo con las leyes de la Grandiosa Üm y el Sagrado Profeta, que la paz y la bendición estén con Ellos. Juro, honesta y sinceramente, ser para ti una esposa obediente y fiel.
A lo que el hombre viejo repuso con sequedad:
—Y yo juro, honesta y sinceramente, ser para ti un fiel y servicial marido.
El sacerdote tomó y juntó las manos de los esposos, y las envolvió suavemente con un paño dorado, el tejido sagrado que sellaba los pactos de matrimonio.
—Ahora vuestros corazones palpitan como uno solo —declaró—. Que la magnificencia de Üm bendiga la llama inextinguible de vuestro amor, y os proteja el resto de vuestras vidas. Id en paz.
El jardín estalló en vítores, mientras los recién casados se volvían hacia los invitados con sus manos todavía unidas por el paño.
El rostro del emir se mostraba impasible, mientras ella había esbozado una tímida sonrisa aterrada. Nadie, excepto Kahir, pareció advertir la mirada que la novia dirigía al hombre que la había acompañado, hermano o primo, que aplaudía con entusiasmo a los pies del altar. Él le devolvió la mirada, sin dejar de aplaudir, y asintió lentamente con la cabeza.
Después de la ceremonia llegó la hora del convite. Un centenar de sirvientes retiraron el altar y los cojines del suelo para disponer una decena de largas mesas en el propio jardín. Cubiertas por elegantes manteles de hilo blanco, pronto se vieron invadidas por centenares de los más exquisitos y extravagantes manjares que Kahir hubiera visto u olido jamás. Había platos de oro con frutos de colores y formas extrañas; jarras de vinos aromáticos, y fuertes licores extranjeros, capaces de tumbar a un elefante de un solo sorbo; camellos enteros asados; cabra, ternera, serpiente, delfín y decenas de otros animales y pescados, conocidos y desconocidos, guarnecidos en salsas espesas y especias picantes. Había estofados consistentes, caldos humeantes y sopas frías de verdura; arroces, legumbres, panes de semillas y hortalizas; todo acompañado de cientos de pastas y delicados dulces para los paladares más golosos.
El estómago de Kahir rugía con fuerza ante tal espectáculo. Adnan debió darse cuenta porque, sin moverse de su posición de vigilancia, se inclinó ligeramente hacia él y le susurró:
—A los guardias y sirvientes nos permiten comer las sobras al final del día. Aguanta solo unas pocas horas más, hermano.
Los invitados comían, reían y charlaban animadamente, mientras esperaban su turno para darle la enhorabuena a los recién casados. La pareja estaba sentada en sendas pilas de cojines de plumas, bajo un toldo de lino, mientras un par de esclavos los abanicaban con hojas de palmera. El emir engullía con apetito los manjares que los sirvientes no dejaban de ofrecerle, sin prestar demasiada atención a su joven novia. Cuando alguien se acercaba a felicitarlos, la chica sonreía tímidamente, mascullando alguna palabra de agradecimiento mientras su marido los despachaba con un gesto, sin apartar la vista de la comida.
Mientras tanto, el cortejo de la novia llenaba sus platos hartándose de todo lo que pudieran llevarse a la boca, como si no hubiesen comido en días. Kahir reparó en que, a diferencia de los modales exquisitos que demostraban el resto de invitados (en su mayoría ricos comerciantes, nobleza y familias influyentes), la conducta en público del cortejo de la novia rozaba la grosería: bromeaban y reían a voces, hablaban con la boca llena, sorbían ruidosamente su bebida, y no dudaban en escupir sobre el césped cada vez que su cuerpo lo requería.
Kahir se descubrió preguntándose de dónde debían proceder: por su aspecto y forma de hablar, no parecían extranjeros: pero Kahir jamás había oído hablar del linaje de los Laithia.
Su mirada se cruzó de pronto con la del hombre alto, de pelo de paja. Kahir la apartó rápidamente. Pero cuando volvió a fijarse, el otro seguía mirándolo fijamente. Los otros miembros de la cohorte, al ver a su compañero, comenzaron a mirar a Kahir también. Pronto, cinco pares de ojos lo observaban sin pestañear.
Kahir se sintió incómodo. Quería apartar la mirada; pero percibía que acababa de serle planteado una especie de desafío que, por orgullo o por temor, no osaba rechazar. ¿Estaba cometiendo una falta de respeto? ¿Lo cometería si cedía en aquella lucha silenciosa? Los ojos grises, helados, del hombre del pelo de paja parecían querer penetrar en lo más profundo de su mente, leer sus pensamientos, descubrir todos sus secretos. Un escalofrío recorrió la espina de Kahir y, sin poder evitarlo, apartó la mirada un instante. El hombre alto sonrió.
Con una carcajada a la que se unieron sus compañeros, le dio la espalda a Kahir. Ninguno de ellos volvió a prestarle atención durante el resto del banquete.
Cuando el sol se hallaba ya en posición de media tarde, todas las mesas y la comida fueron retiradas; y se anunció el momento de ofrecer los presentes a los novios. Kahir llevaba tanto tiempo postrado de pie, inmóvil bajo el sol implacable, que sentía sus extremidades completamente entumecidas, y la cabeza a punto de estallar. Lo aliviaba pensar que, con el anuncio de los presentes, prácticamente habían llegado al final de la celebración. Solo debía resistir un poco más.
—¡En primer lugar, la familia Al-Fayid, de las tierras vecinas de Yismüdh, ofrece su presente…! —anunciaba con falso entusiasmo el mensajero emiral, mientras cuatro esclavos transportaban una inmensa litera de roble pulido—. ¡Qué belleza! ¡Qué magnífico regalo…!
Así fueron pasando, una a una, todas las familias invitadas presentándose ante los novios con su regalo, mientras el mensajero lanzaba alabanzas exageradas a pleno pulmón. Los presentes, lejos de ser una muestra de agradecimiento y aprecio hacia los recién casados, consistían una oportunidad para que cada invitado exhibiera su poder y riqueza ante los demás; cada cual más exagerado y ostentoso: vestidos de la más fina seda; alfombras con bellos mosaicos tejidos a mano; vajillas de plata, oro y cristal; animales extraños y bellos, con cuernos y plumas multicolores; pendientes, collares, brazaletes y relucientes joyas a montones; decenas de esclavos musculosos y sensuales esclavas…
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