Mar Picó Seijo - Fadila

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Fadila – En el año mil cuatrocientos setenta, DGC, en el emirato de Khalea, el emir Al-Xec se dispone a tomar a su sexta esposa, la joven y virtuosa pintora Aelawni, en el trascurso de unas fastuosas celebraciones. Lo que nadie sospecha en ese instante es el secreto que rodea a la bella pretendiente, una muchacha cuyo origen está lejos del que todos imaginan… Mientras tanto, la Pantera Habif, consejero del emir, planea hacerse con el poder a través de métodos oscuros que trascienden toda lógica y moralidad. «Fadila» es una novela de intrigas, traiciones y disputas ubicada en un imaginario reino oriental donde la maldad y el despotismo se imponen a los buenos sentimientos que anidan en los corazones más puros.

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Tras lo que pareció una eternidad, el último de los invitados hubo presentado su regalo; y el mensajero se aclaró la garganta.

—Para finalizar, llega el turno de las esposas; que ofrecerán sus respectivas ofrendas para dar la bienvenida a su nueva hermana.

Heeba y Sylah, las esposas más antiguas, se postraron ante los novios. La primera iba descalza, totalmente desnuda a excepción de un pañuelo con cascabeles que ataba alrededor de su cintura, a modo de falda. La otra llevaba entre las manos una especie de instrumento de cuerda que Kahir no supo identificar como nada que sus ojos hubieran visto antes. Se sentó en el suelo, mientras su compañera se colocaba de pie a pocas varas de ella.

Heeba hizo una seña, y Sylah se puso a tocar. Con la primera nota, el cuerpo de Heeba comenzó a moverse al ritmo de la melodía. Los dedos pálidos de Sylah se movían entre las cuerdas a una velocidad vertiginosa; creando una deliciosa melodía que quedó completa cuando una dulce voz que nacía de sus labios rosados empezó a cantar.

Kahir jamás había experimentado algo así. Las mujeres parecían fundir sus almas con la música; una haciéndola nacer mientras que la otra dejaba su cuerpo sinuoso a merced de la misma. Cada centímetro de la piel tostada de Heeba sabía dónde debía estar en cada nota que brotaba de los labios y los dedos de Sylah; y lo realizaban con una sincronía espectacular. Era la mezcla de dos sentidos: el canto de un ángel, la música del paraíso; y la musa que danzaba en un baile hechizante; una perversa tentación, una visión sacada de un sueño…

Y entonces la música paró. Kahir no supo cuánto tiempo había transcurrido; pero de pronto se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Se apresuró a tomar aire, saliendo de golpe de su estupor.

Heeba y Sylah dedicaron a los recién casados una grácil reverencia, mientras el público las aclamaba; y se retiraron para dar paso al resto de esposas. Cada una llevaba algo entre los brazos, envuelto en fina tela blanca. Loora habló primero:

—Joven hermana Aelawni —dijo, pronunciando y vocalizando cada letra de cada palabra con total claridad—, la belleza de tu sonrisa nos deslumbra a todos. Yo no tengo las espléndidas dotes musicales de mi hermana Sylah, ni la maravillosa agilidad y coordinación corporal de mi hermana Heeba; mas humildemente puedo ofrecerte esta recopilación de escritos —retiró la tela para mostrar el pesado volumen que llevaba entre las manos, forrado de una gruesa cubierta de piel rojiza, en cuya tapa dura había dibujadas unas letras doradas que Kahir no sabía leer—, juntados en un solo libro, donde se hallan los más destacables pasajes de la literatura de todos los tiempos; de todos ellos me he inspirado para escribir algunos que también me he permitido incluir. Permíteme recitar un fragmento de mis favoritos:

»(…) Leed: leed, es mi consejo. Pues si bien las nubes se fragmentan, las montañas se hacen polvo, aquellas flores se marchitan y el viento quiebra las alas inertes de aquellos pájaros que una vez volaron; lo único que restará al final serán las palabras. No oiremos cantar al ruiseñor aquella dulce melodía, mas retumbará en nuestros corazones el eco de aquellas palabras que una vez leímos; y que, por siempre jamás, residirán en nuestra alma. Leed, si queréis vivir para siempre. De lo contrario, estaréis perdidos.

Los invitados estallaron en aplausos cuando terminó de hablar, y Kahir tuvo que resistir el impulso de unirse a ellos. Las palabras parecían brotar de la boca de aquella mujer tan naturalmente como el respirar; y dichas por ella era imposibles no escucharlas, habiendo adquirido una gracia y un significado que se clavaba en lo hondo del pensamiento; haciendo reflexionar a uno. De hecho, aquel discurso había provocado en Kahir un deseo latente de aprender a leer; algo que jamás antes se había siquiera planteado.

Loora ofreció el pesado libro a la novia, que lo aceptó con una sonrisa agradecida; y se retiró para dar paso a Ghaala.

La chica avanzó, sin sonreír; y descubrió el objeto que cargaba: una especie de instrumento dorado, parecido a un catalejo, de forma cónica y con una lente amplificadora.

—Yo te ofrezco mi primer telescopio —dijo—. Como es tradición en mi familia, me lo regalaron a los tres años; y desde entonces no he parado de observar y leer los astros cada noche. Ahora tengo otros instrumentos más grandes y precisos, así que ya no lo necesito. Sin embargo, este objeto sigue guardando un gran peso sentimental para mí, y por eso creo que debes tenerlo tú.

—Gracias —dijo la novia. Pero Ghaala no le ofreció el objeto todavía.

—La noche pasada consulté tu fortuna en los astros —dijo—. Esta es la profecía que leí en ellos, y que ahora también te ofrezco. —Cerró los ojos, y recitó—: Sé humilde. No te apresures en aquello que crees que debes hacer; y reflexiona sobre si realmente debes hacerlo. Ten cuidado. Ten paciencia. Ten valor. Tus decisiones pueden desatar consecuencias mucho más grandes de lo que imaginas. Para bien o para mal, depende de ti. No estás sola. —Abrió los ojos—. Eso es lo que los astros me han dicho para ti.

—Vaya…, gracias. —La novia sonrió tímidamente—. Lo tendré en cuenta.

Ghaala asintió, y le alargó el telescopio, que Aelawni colocó sobre sus piernas, junto al libro de Loora.

Había llegado el turno de la última esposa, Aurella, que no había parado de moverse, impaciente, durante los ofrecimientos de las demás. Se acercó a saltitos a la pareja y le dedicó una sonrisa radiante a la novia mientras descubría su presente.

Los ojos de Aelawni se abrieron de par en par, y Aurella se volvió para mostrar a los invitados aquello que tanto había sorprendido a la recién casada. El público ahogó una exclamación.

Acurrucado entre sus brazos reposaba un cachorro de pantera de las arenas. Kahir lo reconoció por ilustraciones que había visto; pero jamás había observado a uno en la vida real.

Se decía que crecían más deprisa que cualquier otro animal, llegando a alcanzar en pocas semanas el tamaño de un camello adulto, e incluso algunos aseguraban haber visto ejemplares tan grandes como elefantes. Sus poderosas zarpas podían atravesar hasta la más dura de las corazas, y sus ojos podían ver en la noche más oscura como en el más radiante de los días, lo que hacía de aquellas bestias unos temibles y excelentes cazadores nocturnos.

Hubo una época, décadas atrás, en que la caza de panteras había sido una actividad frecuente, pues las pieles de los cachorros, de suave pelo blanco moteado en marrón claro, estaban muy bien valoradas en el mercado. Vendían también sus colmillos, que, machacados, se convertían en un potente remedio para las migrañas si se consumían con la cena; y también sus ojos, que conformaban amuletos contra los malos espíritus. Incluso sus orejas se comerciaban, ya que, al parecer, alejaban a los ladrones.

A causa de ello, la especie había desaparecido por completo en cuestión de años. O, al menos, eso había creído Kahir hasta ahora.

Aurella volvió a dirigirse a la nueva esposa.

—Le he dado un brebaje de hierbas para dormirlo —le dijo, hablando con un marcado acento occidental—. A partir del momento en que despierte, será dócil y leal para siempre a la primera persona que sus ojos vean al abrirse. Así que toma. —Se aproximó más a Aelawni, alargándole el cachorro dormido con cuidado.

—Me… ¿me lo das? —La novia no acababa de comprender.

—Sí. —La niña sonrió—. Pero apresúrate: me temo que el efecto del somnífero está a punto de expirar.

La recién casada se apresuró a levantarse del sillón de plata donde reposaba junto a su nuevo marido, tomando el animal entre sus brazos con sumo cuidado. El cachorro bostezó, y abrió unos ojos azules y redondos que se clavaron en los de Aelawni.

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